Los primeros valores, los individuales, están en peligro. ALPHA 60 y sus sirenas apuñalan a los misfits. Los países exteriores serán reducidos al Orden.
Lemmy Caution, antihéroe pero mito de nuestro siglo, que bebe, mata y ama —y aún así mantiene la pureza de los hombres sin convicciones— será el arma secreta (la persona sin escrúpulos) que envíen los países subdesarrollados en su rebelión contra la opresión tecnicista, la irreversibilidad de un mundo perfecto, un mundo lógico, el ALPHA 60.
Todo esto enmascarado en una «decoración» futurista que no es sino la visión sofocada del mundo actual del rebelde nato, Jean-Luc Godard, que no se vende ni siquiera al cine.
Expuesta de tal modo la línea temática de Alphaville (que no es ingenua, como se pretende, sino, muy al contrario, contradictoria), podemos considerar el film como el mirar-hacia-adelante-con-ira de un angry youngman a la inversa, defensor de las verdaderas primeras, desplazado social y que, como buen romántico, nadará siempre contra corriente.
Alphaville es, en primer lugar, una película romántica, reaccionaria, un film sin salida, en el que Godard arbitrariamente identifica progreso y despersonalización, orden y absurdo, individualismo y amor, y en el que los mejores, los inadaptados, caen mártires de una Lógica en la que no caben y que les dedica, quizá en homenaje, lo único barroco que queda en ALPHA 60, las ejecuciones.
Godard, comprometido en su cruzada pro personalidad frente al orden, impulsa a Lemmy Caution —brutal, eficiente, inmoral— a sabotear un orden inhumano que se defiende con un fair play incontestable. En esto hay por parte de Godard un descaro, una sinceridad poco afín con las propagandas de los países occidentales intervencionistas (cuyas campañas se verán ironizadas en Flint, agente secreto por el método de la exaltación de lo absurdo).
Alphaville aún y todo se nos graba mucho más por su tonalidad que por su temática. Así, una fotografía gris (Raoul Coutard) para una película gris; una música triste (Georges Delerue) para una película triste; una planificación antifuncional, confusa, condenable desde la estricta narrativa (¡abajo el orden!); unas aproximaciones o, mejor, extracciones, de eso que Karina tiene y Godard le descubre, o que Godard tiene y descubre en Karina; una proyección al pesimismo y a la dignidad del antes sonriente Constantine; unas piernas desnudas que se alzan sobre la superficie del agua, solemnes, adornando el acto público; una asimilación de la serie negra americana a la science fiction (el efecto del medio corrupto reniega contra el discutible progreso en el que ha fructificado) (1); una barba de Tamiroff que suma la decadencia del copain con la rebelión del beatnik; y al fin la serenidad, una serenidad de derrota, de agotamiento tras la acción, cuando el pistolero romántico se encierra en una fórmula dudosa —amor—, mientras el resto se hunde. Una serenidad al fin y al cabo de huida, huida desesperada y enérgica con las Vías Periféricas, camino de los países exteriores.
Sentimos compasión de Godard cuando se refugia en ese ingenuo paraíso, logrado a costa del ALPHA 60. Sentimos tristeza de una serenidad que Godard no siente. Pero Godard nos responde: «Estoy bien. No se molesten. Gracias.»
El lirismo de Godard es y será posiblemente siempre un lirismo vencido, unipartito, de impotencia, por el que Kovacs encuentra la muerte, por el que Godard, incomunicado de Karina, le arranca —por una planificación tan desvergonzada como desesperada— unas miradas, un anhelo indefinible, aproximación parida dificultosamente por el realizador —recuérdese a Gordon Douglas haciendo gemir en la noche a Wende Wagner con el niño muerto (Río Conchos), o a Walsh cuando Suzanne Pleshette parpadea lentamente renunciando al teniente Hazard (Una trompeta lejana).
Y no es que Anna Karina chez Godard no sea ella misma, sino un producto del autor. Anna Karina tiene ángel, es melancólica, posiblemente es tal como Godard la ve. Lo que es desgarrado y, por qué, artificial, es la manera en que Godard se acerca a ella, la desnuda, la busca, la ama.
Por otro lado, el autor es tímido y su falta de pudor, su afectividad expósita, debe ser automática, forzada, así como los diálogos en que se descubren sus problemas metafísicos, serán dados siempre en un plan humorístico, esquemático, de autodefensa.
Entre los primitivos, incluso en aquellos que lo son de vocación y no de naturaleza, la lírica es inseparable de la épica, deviene de ésta y se esconde tras ésta. Una épica sin reglamentos en el primitivo puro, en el solitario. Lemmy, hombre de la frontera, es astuto, eficaz y cruel, está solo, no obedece ni ordena, y por eso bebe whisky a discreción y remata a los moribundos.
Lemmy no sufre la decepción de los intelectuales a los que falta la luz, porque no cree en la luz, no espera nada ni se propone nada, sino subsistir (2); sólo se mueve, sin excesivo rigor funcional, porque dentro de la «generación perdida de detectives», es más libre y menos profesional que un Sam Spade p. e. (3). Más libre puesto que, más ingenuo también, no ha renunciado a la búsqueda; menos profesional por la eterna barrera que en este sentido hay entre los americanos —Hammett, Huston, Siegel, Hadley Chase— y los europeos —Godard, Melville, Deray, Simonin—. Por otro lado, su búsqueda de la persona, de la mujer, es una búsqueda con escasa fe, en la que Lemmy dice sin convicción (al menos a su cara le falta): «No te lo puedo enseñar. Tendrás que aprenderlo tú misma o estarás perdida.»
Compendiando, Alphaville es un film reaccionario, reaccionario de objetivos y de métodos, y sociopolíticamente inválido. De acuerdo en esto. Y si el mundo tiene un orden cognoscible, el capricho (4), la rebeldía sin causa, no tienen lugar.
A la ética por la corrupción con Huston, en la intimidad pese al exhibicionismo de Hitchcock, del didactismo calculador de Preminger que cruza la frontera de la duda, al capricho desde el absurdo de Godard. Es el cine.
(1) ¿No es Caution-gangster a fin de cuentas más puro, más aceptable, que el Von Braun—Política o el ALPHA 60—Moral, contra los que combate sin bandera?
(2) “No podemos vivir, sólo permanecer”, dice una vieja canción americana.
(3) Protagonista de El halcón maltés, novela de Hammett, película de Huston, actor Bogart.
(4) “Estamos perdidos, esto se acabó, pongámonos el uniforme de gala”, cantaban los Confederados en su carga hacia la muerte.
MANOLO MARINERO
En Film Ideal nº 189 (15 de junio de 1966)