viernes, 8 de diciembre de 2023

I figli di nessuno (Raffaello Matarazzo, 1951)

Tercera película de la serie de siete melodramas de Matarazzo, protagonizada por Yvonne Sanson y Amedeo Nazzari y realizada entre 1950 y 1958. Los hijos de nadie es una extraordinaria amplificación sinfónica y lírica de los temas y situaciones presentes a lo largo de la serie. Aquí, son llevados al límite de su intensidad, con una pizca de delirio barroco que alcanzará su apogeo en Torna (Vuelve a mi vida, 1954), la quinta película de la serie y la única en color. A diferencia de la condensación dramática de Catene, el tiempo desempeña un papel primordial en Los hijos de nadie, y la fuerza melodramática de la historia progresa a través de una profusión de acontecimientos que la alimentan y confieren a la película un auténtico aspecto novelesco. La naturaleza desempeña un papel importante en el drama, y las montañas y grutas de Carrara rodean la acción al tiempo que le confieren una especie de alcance trágico. El tema de la separación de los protagonistas (fundamental en toda la serie) también tiene una expresión reducida en Los hijos de nadie, ya que en la mayoría de las secuencias los tres héroes (el padre, la madre y el hijo) llevan vidas separadas, cruzándose con los otros dos sin reconocerlos ni ser reconocidos por ellos. De hecho, la Providencia proporciona a estos personajes extraños encuentros a ciegas, como en la soberbia secuencia en la que el niño da de beber de sus manos a la monja con la que se ha cruzado delante de la fuente, que no sabe que es su madre, y que ella misma ignora que acaba de encontrarse en presencia de su hijo. El estilo sereno y límpido de Matarazzo no tiene nada de barroco, y se contenta con dejar que el contenido barroco de las escenas crezca y explote, como en el único encuentro de los tres personajes en la penúltima secuencia de la película. Incluso en esta secuencia, el niño moribundo es incapaz de reconocer a su madre y pide a Sor Addolorata, que aparece en ambas películas como una aparición, que le guíe hasta ella. Dejando a la pareja de héroes al final de la historia en el punto álgido de su dolor e inestabilidad -algo bastante inusual en el género-, la película exigía una secuela. Ésta se produjo cuatro años más tarde en L'Angelo bianco (El ángel blanco), sexto título de la serie Nazzari-Sanson.

N.B. En los años veinte, la Titanus ya había producido una exitosa adaptación de la novela de Ruggero Rindi I figli di nessuno (1921), dirigida por Ubaldo Maria Del Colle y protagonizada por Leda Gys en el papel de Luisa. Esta larguísima versión constaba de tres partes: 1) L'inferno bianco; 2) Suor Dolore; 3) Balilla. La acción es bastante similar a la de la versión de 1951, pero Aldo De Benedetti y Matarazzo la ajustaron magistralmente. En la versión muda, el personaje de Luisa muere al final. Matarazzo y Aldo De Benedetti optaron por dejarla con vida, sin duda para no matar a la actriz como heroína de la serie y quizás para abrir la posibilidad de una secuela de esta historia en particular. Otra adaptación de la novela de Rindi, también producida por la Titanus, fue L'angelo bianco, dirigida por Giulio Antamoro y Federico Sinibaldi (1943).

Jacques Lourcelles

"Dictionnaire du Cinéma - Les Films" (Ed. Robert Laffont, 1992)

jueves, 7 de diciembre de 2023

Torn Curtain (Alfred Hitchcock, 1966)

LA ASCESIS DE LOS AMANTES

por Segismundo Molist

"Prenga cascú ço que millor li és

de mon dit vers reverçat d'escriptura,

e si el mirats al dret e al revés,

treure porets de l'àvol cas dretura." (*)

(Jordi de Sant Jordi, siglo xv)

Las primeras imágenes nos introducen en un transatlántico cuyos pasajeros, científicos en su mayoría, se dirigen a un Congreso en Copenhague. Para todos, la travesía es un tiempo vacío. Reencontramos ya una de las características más queridas de Hitchcock. Escribe Jean Douchet: "Todo intento de parar el presente para aprovecharlo, crea un estado de vacío propicio a las peores catástrofes morales. Tal es la razón por la que en Hitchcock la noción de vacaciones (vacancy = vacío) es la fuente del suspense, y es por lo que sus héroes, sin excepción, se encuentran profesional y temporalmente disponibles" (1). El protagonista de Rear Window está paralizado en una silla, el de Vértigo es un detective parado, la acción de Psycho y The Birds transcurre en fines de semana, la de Marnie se inicia propiamente cuando Tippi Hedren abandona sus empleos, etc. Por más que se pretenda lo contrario, Hitchcock es un radiógrafo, en esencia, de la falsedad de nuestra condición, de los temores y frustraciones que laten en el centro del alma americana; cuando estas características se vislumbran con mayor claridad, es precisamente en los momentos que sus héroes aparecen situados fuera de su realidad cotidiana, de su mentira diaria: week-ends, vacaciones, tiempos vacíos, etcétera. De entre todos, la cámara nos descubre la ausencia de dos: Michael Armstrong (Paul Newman) y Sarah Sherman (Julie Andrews) que aprovechan los ratos de ocio para hacer el amor, proyectos matrimoniales, etc. Su conversación en la cama es interrumpida por un marino portador de un telegrama para Michael; éste niega que sea suyo y cierra la puerta. El espectador, sin embargo, sabe ya que miente: un P.P. de la etiqueta de científico de Michael con su nombre, mientras al fondo, totalmente desenfocada, adivinamos la fisonomía de Sarah nos lo indican. Es más, con este plano Hitch nos hace partícipes de un drama en el que Michael se esforzará por mantener alejada a la mujer. Esta hipótesis nos viene confirmada por la siguiente secuencia, en la que Michael, sólo, acude a la cabina telegráfica: relee el telegrama: "Your book is ready" ("su libro está a punto") y, tras cerciorarse que nadie lo observa, contesta. En cinco minutos de proyección, Hitchcock ha dirigido ya nuestra atención hacia dos puntos: un libro trascendental para Michael, pero cuya existencia no debe ser conocida por Sarah. Dos elementos cuyo desarrollo lógico y riguroso originará el drama.

Ya en el hotel de Copenhague, y pese a las precauciones de Michael, es Sarah, como ayudante del científico, la que toma el encargo de recoger el libro. Dicha secuencia, prodigiosa, es una de las que con mayor elocuencia nos describe la habilidad extrema con que Hitchcock sabe huir siempre de lo cotidiano. En ninguno de sus films, existe una sola escena en la que lo ordinario, lo normal no sea transmutado por el temor de lo desconocido. El "horror en Hitchcock nace, en todo momento, por una visión onírica de las menores acciones diarias. En este caso, nada más sencillo que recoger un libro. Sin embargo, el plano que nos muestra el interior de la librería introduce en nuestro ánimo la convicción de que algo desconocido se está fraguando tras esa aparente normalidad, de que la percepción que poseemos del encuadre esconde celosamente en su interior un misterio inquietante. En I Confess, mientras Montgomery Clift desayuna tranquilamente con los restantes sacerdotes, la criada y esposa del asesino se pasea insistentemente tras el actor: la cotidianeidad de la escena desaparece bruscamente con el inquietante bascular de la mujer; lo mismo podría decirse de la segunda visita de Vera Miles y Henry Fonda al abogado de The wrong man, de los oníricos paseos de Madeleine en Vertigo, de la primera llegada de Melanie Daniels a la mansión de los Benner en The Birds, o de la secuencia del hipódromo en Marnie. Este distanciamiento de lo cotidiano no es más, repito, que una forma de auscultación poética de los verdaderos latidos del ser tomado en su esencia. "Por regla general, las secuencias de suspense forman los momentos privilegiados de un film, aquellos que la memoria retiene. Pero observando el trabajo de Hitchcock, uno se da cuenta que a lo largo de su carrera ha intentado construir sus films de manera que cada momento sea un momento privilegiado, films, como dice él mismo, sin agujeros ni manchas" (2).

En este momento, el interés del film gravita en torno al libro. El P. P. del mismo, mientras Freddie, el librero, lo entrega a Sarah ("Cuídelo, se trata de un ejemplar único"), se repite casi idénticamente al transmitirlo ésta a Michael. Misteriosamente, éste se encamina a la conserjería; al P. P. de Sarah intrigada sucede un plano de la nuca de Paul Newman mientras oculta unos pasajes de avión. El espectador atento habrá observado cómo a lo largo de toda su filmografía, cuando un personaje miente o es culpable de algo, Hitch lo enfoca por la nuca. Señalemos que la culpabilidad hitchcockiana no coincide en absoluto con la jurídica. Así, Christopher Balestrero (Henry Fonda) en The Wrong Man es absuelto según la ley, pero el autor de Vertigo no cesa de sugerirnos una culpabilidad mucho más profunda, inherente al ser humano: el pecado original (I Confess. No hay que olvidar que Hitchcock es católico y que la herencia cultural más importante del cristianismo consiste precisamente en resaltar la culpabilidad innata de todo hombre. La mitología artística de Hitchcock posee, como Dostoievski, unas raíces concretas extremadamente profundas.) En la siguiente secuencia, Michael (escondido en los lavabos) abre el libro: la letra griega "pi" aparece señalada. Escribe, "acudir a pi en caso..." Un primer elemento de suspense ha sido destruido (el libro) y, en su lugar, creado otro: pi. Los pequeños aros de la intriga se encadenan con absoluto rigor.

En la secuencia amorosa que abre el film, Sarah dice como por casualidad: "Así que por esto no querías que hiciera este viaje contigo". La misteriosa conducta de Michael la intriga y repite esta misma frase en el restaurante. Creyendo que Michael no quiere llevarla a Estocolmo por no serle útil, Sarah decide regresar a los Estados Unidos. Sin embargo, la conversación que ambos sostienen en el Tívoli introduce un nuevo elemento en el drama: Michael está resentido porque el gobierno americano no quiso construir su proyectil, el "gamma-5". El subconsciente del espectador asocia rápidamente este hecho con la mentira que paulatinamente va descubriendo en la actitud de Michael. Pero prosigamos con lo anterior. Sarah regresa al hotel, descubriendo que el pasaje de Michael no es para Estocolmo sino para Berlín Oriental. Entonces, decide tomar el mismo avión. Hitchcock, no es cuestión de repetirlo, es el cineasta de la pareja. El único camino que sus personajes poseen para escapar a la soledad es el amor. Y amor en términos hitchcockianos significa necesidad vital de estar con el otro, de ayudarle, de protegerle (cf. Spellbound o Marnie). Cuando Sarah pensaba que Michael la rehuía por ser un estorbo, estaba decidida a abandonar Copenhague; ahora intuye que en Berlín se hallará en peligro, que la necesitará. Toda esta primera parte de Torn Curtain está planteada como una investigación de Sarah en torno a la anormal conducta de Michael. A partir de este momento y hasta que descubra la verdad, el punto de vista no variará.

Estamos ya en el avión. La secuencia se inicia con un plano-travelling atrás que, partiendo de la nuca de Michael, finaliza en Sarah. Aquél la descubre y le ordena bruscamente que se aleje de él. Sigue entonces un P. P. de la mujer llorosa que funde exactamente igual como solían hacerlo años atrás los flash-backs: disolución de la imagen como engullida por los misteriosos humos del recuerdo. Con ello, Hitchcock ha querido patentizarnos de forma evidente que todo cuanto a continuación vivirá Sarah —y, por supuesto, el espectador— no será más que una horrible pesadilla, un sueño cruel del que despertará reintegrándose a su vida cotidiana. Sola en lo alto de la escalerilla, Sarah presencia cómo las autoridades de Berlín Oriental ofrecen al científico una calurosa acogida. A la ceremonia de discursos, se intercalan unos extraordinarios P. P. de Sarah. El rostro de Julie Andrews patentiza maravillosamente el "shock" psíquico que para ella significa la traición de Michael. A sus ojos, es culpable. Sigue entonces una larga escena en el despacho del Jefe de Seguridad. (Los gestos de Paul Newman indican ya claramente que su traición es fingida). Los planos de Sarah sentada nos la muestran como absolutamente atontada, vacía. Recuérdese que antes señalábamos cómo el amor era el único camino que los héroes de Hitch poseían para escapar a la soledad; en Vertigo, James Stewart, convaleciente en un sanatorio del trauma producido por la muerte de Madeleine, aparecía igualmente ausente, vacío, incapaz de reaccionar ante ningún estímulo. Sigamos. Michael da una conferencia de prensa (antes, al salir del despacho se seca distraídamente el sudor de las manos con un pañuelo: detalle insignificante pero trascendental: Michael miente, porque únicamente cuando se tiene miedo las manos sudan). La secuencia, fundamental, se organiza esencialmente en dos tipos de planos: primeros planos de Sarah intercalados con otros de Michael, a través de un estrecho corredor que dejan las cabezas de los periodistas y paulatinamente más próximos al rostro del actor: así, a un P. P. de Sarah sucede uno de Michael, y a éste otro idéntico de Sarah y otro de Michael pero más cercano que el anterior, etc: Esta paulatina aproximación del rostro de Sarah a Michael tiene una importancia capital en el desarrollo del personaje de la mujer: con ello, el autor ha querido visualizarnos la asunción, el intento de compartir la culpabilidad de Michael. Esta situación no es nueva en su cine: en The wrong man, Vera Miles asumía la culpabilidad de Henry Fonda hasta enloquecer; en Marnie, Connery compartía el pasado de Tippi Hedren, etc. Lo que nos maravilla en Hitchcock es su talento para crear constantemente nuevas formas visuales que nos remitan a una ética ya conocida. Vean esta secuencia y luego reflexionen si no es privativa de un genio del cine.

Un automóvil los lleva al hotel. En él Hitchcock realiza un verdadero "tour de force", un prodigio de introspección espiritual. Michael contesta desganadamente las preguntas de Gromek sobre New-York (3), seguido de un nostálgico monólogo de éste. Un personaje domina sin pronunciar una sola palabra: Sarah. Su rostro inmóvil va ofreciendo paulatinamente una sutil gama de sentimientos que atropellan en su alma. Como escribe Truffaut: "Hitchcock es el único cineasta capaz de filmar y hacernos perceptibles los pensamientos de uno o varios personajes sin la ayuda del diálogo". (Obra citada, pág. 13). En este sentido el rostro de Sarah es un auténtico espejo de su alma.

La primera secuencia en el hotel de Berlín es, sin duda, la mejor del film. Michael entra en la habitación de Sarah, la cámara lo sigue en travelling-panorámica atrás hasta encuadrar en un plano general ambos personajes, uno a cada lado del encuadre y de la habitación. Sarah, con vestido amarillo, de pie junto a la ventana recibe la amarillenta luz del atardecer (directamente extraída de los lienzos de Vermeer); en el otro extremo, de espaldas, Michael con traje verde oscuro se confunde con la pared de la estancia de idéntico cromatismo; en medio, entre ambos, un sillón azul claro. Creo que ni Antonioni en sus mejores obras ha sido capaz de filmar con mayor precisión la incomunicabilidad física de unos personajes (evidenciada por su contrapunto cromático) en un instante en que la confianza, base del amor, se ha roto (el sillón claro, única tonalidad alegre de la mustia habitación, cobra a nuestros ojos el aspecto de una barrera infranqueable). La sabiduría de Hitch ha dado aquí uno de los mejores momentos de toda su carrera. En ninguna de mis ocho visiones del film he podido sustraerme al hechizo, al genio demostrado (puedo asegurarles que pocos films resisten tantas visiones). Según Eric Rohmer y Claude Chabrol (4), Hitchcock "es uno de los más grandes inventores de formas de toda la historia del cine. Sólo quizá Murnau y Eisenstein pueden en este capítulo sostener la comparación con él". No se trata ya de adornar con bellas imágenes propósitos previos (cuyo caso límite bien podría ser el aberrante Claude Lelouch de Un homme et une femme), sino de la creación de auténticas formas artísticas que ofrezcan en ellas mismas todo su significado. La forma se ve vivificada por un aliento vital que a su vez les confiere un sentido, un espíritu propio, inherente y distintivo de los restantes creadores. En una obra de arte no existe más fondo que el remitido por la forma (o viceversa, La prise de pouvoir par Louis XIV, de Rossellini). Exceptuando Hitchcock, escasos son los creadores que hoy en día pueden vanagloriarse de ello (Mizoguchi, Renoir, Welles, Lang, Dreyer, Rossellini, Bresson, Buñuel). Por otro lado, Hitch no es ya el cineasta de la pareja, como dijo Godard, sino el poeta del amor en todas sus manifestaciones. Vean si no Vertigo, la más extraordinaria y lírica meditación que jamás el cine nos haya ofrecido sobre el amor y la muerte (en este sentido solo puede comparársele La emperatriz Yang Kwei Fei de Mizoguchi). Los que se desmayan ante los hallazgos visuales de Godard deberían visionar con mayor frecuencia los films de Hitchcock y comprenderían hasta qué punto se inspira en el autor de North by Northwest. La grandeza de Godard hay que buscarla por otros caminos mucho más personales (cf. Vivre sa vie, Le mépris, Pierrot le fou).

Berlín amanece. Una angustiante música de flauta (5), nos susurra ya la tragedia próxima. Michael sale a pasear. En el momento que intenta burlar a Gromek (Wolfgang Kieling) subiendo a un autobús, advertimos que éste no será un paseo corriente. A pesar de sus precauciones Gromek le sigue. Intenta despistarlo en el museo de Berlín. Al entrar, la cámara se sitúa en lo alto de una galería mientras a lo lejos Michael queda situado en el centro exacto de un eje de líneas convergente (Hitch tiene evidente afición por este tipo de arquitectura lineal: en la conferencia de prensa, tras la cabeza de Michael aparecía otro conjunto lineal manifiestamente abstracto. Sin embargo, a diferencia de North by Northwest, aquí no se trata, me señala acertadamente Ramón Font, de llegar al desciframiento de un enigma voluntariamente insoluble, sino de escapar, de buscar una salida (¿quizá la salida?). La presencia de Gromek se intuye por el sonido de sus pisadas. Antes de salir Michael pasa por una extraña encrucijada de escaleras. Es éste uno de los planos más hitchcockianos de la obra. Es el único director capaz de transformar una simple maqueta o decorado en el exponente visual de su particular metafísica del hombre solo constantemente perseguido. Este plano, cuya duración no excede de quince segundos, maravilla por la claridad con que nos remite a otros de idéntico significado en su filmografía: North by Northwest, Cary Grant encuadrado desde lo alto del edificio de las Naciones Unidas mientras huye por la calle, persecución por el Mount Rushmore en el gigantesco decorado de las estatuas presidenciales, etc... A la salida del museo, Michael toma un taxi. Gromek no aparece, luego lógicamente el espectador supone que ha logrado burlarlo y, en consecuencia, cesa de preocuparse por él.

Michael llega a una granja solitaria. Dibuja el signo "Pi" en el suelo y una mujer, la granjera, le indica sonriendo levemente un tractor. En un plano general alejadísimo, apenas distinguimos al hombre dirigirse al vehículo. Sigue un gran P. P. de Michael conversando con el granjero. Es esta una característica constante en el cine del autor de Psycho: la ilógica contraposición de P. P. y P. G. (En The birds cuando Jessica Tandy abandona la granja del hombre sin ojos, al P. P. de la mujer enmudecida por el terror sigue un P. G., muy alejado de su alocada huida en el camión). La secuencia con el granjero en el tractor es un momento explicativo (como la conversación entre Cary Grant y el Jefe del Servicio Secreto en el Aeropuerto de North by Northwest). En ella Hitch destruye cuantos elementos de suspense han dominado la primera parte: se descubre el significado de "Pi", organización secreta de fugas de Alemania Oriental, Michael desvela los verdaderos motivos de su aparente traición (arrancar un secreto a determinado científico) y, al mismo tiempo, crea los interrogantes generales que atenazarán al espectador hasta el final: huida de Michael y Sarah, posibilidad de averiguar el secreto de Gustav Lindt, etc... Tras esta secuencia explicativa, el espectador se siente tranquilo. Habilísima treta. Una de las primeras reglas del suspense consiste en sorprender al espectador cuando menos lo espera.

Michael regresa a la granja. Gromek aparece tras el taxista. La inquietud se instala en el espectador, porque creía estar seguro de haberlo dejado en el museo. Su ánimo se prepara inconscientemente para asistir a lo que siga. El público está pues totalmente en las manos de Hitchcock, puede hacer con él lo que se le antoje. La escena siguiente dentro de la granja es el plato fuerte del film: el asesinato de Gromek. Examinémosla con detenimiento. El paroxismo de la secuencia viene ofrecido por un conjunto de características sabiamente utilizadas:

a)      A lo largo de toda la proyección Hitch ha trazado con mucho cuidado la personalidad de Gromek: aeropuerto, coche, persecución de Michael, etc. Como el Robert Walker de Strangers on a train, posee toda la repulsiva fascinación que caracteriza los malos hitchcockianos: cinismo, goma de mascar, labios constantemente humedecidos, etc. "Cuanto más lograda esté la figura del traidor, más lograda será la película", afirma Hitchcock.

b)      Presencia exasperadora de la granjera.

c)       Dilatación temporal. Normalmente los crímenes son vistos en el cine de forma muy breve y escueta. En Torn Curtain, por el contrario, se siguen minuciosamente todos los movimientos de los personajes, es el crimen más largo de la historia del cine.

d)      Planos brevísimos intercalados con otros normales: Gromek golpeando el estómago de Michael, los cinco brevísimos planos de la granjera clavando el cuchillo que finalmente se rompe en la garganta.

e)      Exasperación de los sonidos combinada con la total ausencia de música (ruidos de la gabardina negra de Gromek, la pala golpeando sus rodillas...)

f)       Extrema crueldad en la observación minuciosa de los sistemas empleados para terminar con Gromek: planos combinados de la lucha y de la cámara de gas, movimientos de sus manos mientras se asfixia, etc.

g)      Presencia del taxista, lo cual impide utilizar la pistola y, al mismo tiempo, producir ruidos exagerados que llamen su atención.

Cabe preguntar el motivo que ha impulsado al autor de Marnie a colocar la escena fuerte cuando todavía no se ha sobrepasado la mitad de proyección. La respuesta la ofrece Hitchcock al tratar la equivalente de Psicosis: el asesinato de Janet Leigh en la ducha. "Es la escena más violenta del film y, a continuación, a medida que el film avanza, hay menos violencia porque el recuerdo de este primer asesinato basta para hacer angustiosos los momentos de suspense que vendrán más tarde" (6). Después, la mujer lava la sangre de las manos de Michael. El primer plano de la sangre entremezclándose en sus manos sugiere una transferencia de culpabilidad: la granjera, hasta ahora inocente, será responsable de un crimen cometido para salvar a Michael, un extraño para ella. Antes de salir, Paul Newman recoge el encendedor de Gromek: las tres veces que su propietario lo acciona mientras vive, no funciona; ahora, tras su muerte, se enciende normalmente. ¡Sublime broma del maestro de la ironía! Sigue entonces un P. P. de la motocicleta de Gromek mientras a lo lejos Michael se aleja en taxi. Con ello, Hitchcock nos susurra que todo lo que a continuación presenciaremos vendrá determinado por la suerte que corra la moto. Hitchcock, dice Godard (7), no ha rodado jamás un solo plano inútil. Nada más cierto. Pocos cineastas como él poseen tan ajustadas las facultades de síntesis y análisis. La extrema preparación a que somete sus films antes del rodaje, hasta el límite de diseñar todos los planos, permitiéndole un esfuerzo de concentración en la conjunción de signos visuales que componen el encuadre, confiere a sus obras una perfección en ocasiones sobrehumana. El más mínimo detalle, por insignificante que pueda parecer, termina por encontrar un significado perfectamente ajustable en el concierto de formas de sus obras. La frontera entre lo concreto y lo abstracto desaparece, diluyéndose en un ensamblaje desconcertante por su profundidad. Como decía Ian Cameron (8), ha alzado el arenque al nivel de la metafísica.

Estamos ya en Leipzig, en cuya Universidad Michael debe encontrar al profesor Gustav Lindt. Su contacto con la organización "Pi" lo tendrá a través de la Doctora Kotska. Tras la desaparición de Gromek le es asignado un nuevo "guía de seguridad". El taxista, sin embargo, reconoce a Gromek por las fotografías de los periódicos y pone en conocimiento de la policía la visita de Michael a la granja. La cadena comienza a cerrarse en torno al americano. Asistimos entonces al examen de Michael por los científicos. En la parte superior del aula un hombre fuma tranquilamente. Por su elevada posición respecto a los demás, Hitchcock nos sugiere ya dos cosas: a) Que se trata del profesor Lindt, y b) que Michael logrará arrancarle su secreto atacándole en su vanidad. El interrogatorio es suspendido en tanto no se halle el paradero de Gromek (enterrado por la granjera junto con la moto). Lindt, sin embargo, propone que se interrogue a su ayudante, a Sarah (maravilloso plano el que tras abrir la puerta nos la muestra de pie en demostración de su palpable inquietud). Esta se niega. A última hora no quiere colaborar. En virtud de su amor, Sarah acepta asumir la culpabilidad de Michael, pero no convertirse a su vez en traidora. Desquiciada porque no es capaz de mantener su amor compartiendo la culpabilidad que cree cierta en Michael, huye al jardín. Michael decide esclarecerle la verdad. Ambos suben a un pequeño montículo (la escena en que Melanie Daniels "se confesaba" a Rod Taylor en The Birds transcurría también en una pequeña elevación): Sarah se negará a escucharlo rechazándolo con gestos de niña, (al final de su evolución, Melanie y Marnie también actuaban como niñas asustadas), mientras la cámara los enfoca en un P. G. muy alejado. Paulatinamente los movimientos de Sarah se endulzan al descubrir el "secreto" de Michael (nosotros no oímos nada, todo se sugiere con los gestos de Julie Andrews) y rápidamente la cámara pasa a un P. P. —travelling circular, que va desde la nuca de Sarah hasta su rostro iluminado. Estamos en otro de los mejores momentos del film: fascinación por lo evanescente, como dijo Font a propósito de Kim Novak en Vertigo... Quienes ignoren los motivos por los que el autor de Marnie es considerado uno de los padres de la Nueva Ola, sólo tienen que ver este maravilloso plano, casi musical. El contraste entre el rostro de Sarah y el azul mizoguchiano (9), del decorado nos proporciona uno de los mejores momentos de escritura visual basada en el rostro del actor que conozco. Decía antes que Hitchcock es el poeta del amor, especialmente del amor físico. Vean si no el beso que a continuación sigue entre Michael y Sarah, uno de los más físicos y palpables de la historia del cine. La importancia del sexo en el cine de Hitch es evidente. No es ahora cuestión de replantearlo nuevamente. Nos bastará con recordar Strangers on a train, To catch a thief, The trouble with Harry, Psycho, The Birds, Marnie y fundamentalmente su obra maestra absoluta, Vertigo.

A partir de este instante, el tema básico del film será el del amor perseguido. Amor basado en la confianza como única forma de sobrepasar la soledad y emergiendo contra cualquier intriga o trampa. Digamos que las pruebas que tendrá que soportar se convierten en una forma de ascesis, de purificación (como Debra Paget y Paul Hubschmid en El tigre de Bengala). Las investigaciones de la policía en Berlín prosperan: comienzan las excavaciones alrededor de la granja. De la celeridad con que sea descubierto el cuerpo de Gromek depende, y el espectador lo sabe, el destino de Michael y Sarah.

Ante la inminencia de una detención, la doctora Kostka recomienda la huida. Todo queda decidido para las diez del día siguiente. Se celebra una fiesta en la Universidad. Sarah, en un desesperado intento, saca a bailar al vigilante de Michael y este conviene una cita con el profesor Lindt para el día siguiente a las nueve y media.

La imagen siguiente nos muestra de madrugada la motocicleta recuperada en las excavaciones. Michael ha sido descubierto y la policía llega a la Universidad. A las diez y diez minutos, Michael se entrevista con Lindt en su despacho, mientras Sarah y la Dra. Kostka aguardan impacientes. Comienza aquí el largo suspense final subdividido, a su vez, en escenas provistas de inquietud propia. Así, en la escena del "interrogatorio" de Lindt, Hitch combina hábilmente el tiempo con la parquedad del profesor y los avisos por los altavoces que anuncian la traición de Armstrong. Es de admirar cómo Hitchcock ha sabido jugar con las emociones del espectador manteniéndole un interés fijo (la huida) acrecentando por pequeñas escenas intermedias cuyo cometido es exasperador, (entre una y otras se nos ofrecen pequeños momentos de respiro que "condimentan" hábilmente al espectador para la siguiente).

En la secuencia del autocar de Leipzig a Berlín aparecen nuevos elementos exasperadores: a) La mujer hombruna que no cesa de protestar, b) La viejecita con el carro de maletas, c) La parada de inspección de la policía con la subida del "vopo" al ómnibus, d) Los atracadores militares e) La escolta de los motoristas y f) finalmente, el verdadero autobús de línea que se aproxima paulatinamente. Apárese entonces un personaje absolutamente inesperado, la condesa Kushinska (Lila Kedrova) que, sin embargo, posee una riqueza típicamente hitchcockiana. Por sus gestos, su aire desesperado, recuerda a la Jessica Tandy de The Birds, podría afirmarse incluso que es su prolongación: el anonadamiento de la soledad.

La estafeta de correos nos proporciona otro hábil juego de suspense: la puerta que constantemente se abre y cierra, con las interminables entradas y salidas de personajes, mientras el conserje, tras reconocer a Michael, busca a la policía. Nos encontramos aquí ante una secuencia esencialmente hitchcockiana cuya característica básica es la dilatación temporal. Contrariamente a lo que suelen hacer sus imitadores (Basil Dearden, el decepcionante Donen de Arabesco) Hitchcock invierte el ritmo en sus obras. La línea e interés creciente (esencial en los films de suspense) generalmente va unida a un ritmo fílmico que se incrementa en cada secuencia. Hitchcock, por el contrario, obra de modo totalmente opuesto. El paroxismo que producen sus films nace de la disociación entre la línea de interés creciente y el ritmo mecánico; es decir que a medida que la tensión aumenta disminuye el tempo de las secuencias, dilatándolas (el Albert Hall en The Man Who Knew Too Much). En Torn Curtain las escenas más largas están colocadas precisamente al final: autocar, cafetería, estafeta de correos, etc.

En el teatro asistimos a una magnífica producción de suspense a través de la cámara. Tras ser descubiertos por la bailarina (evidenciada en maravillosos planos ligeramente fijados de Sonia) aquella nos mostrará la aparición de la policía en las diferentes entradas de la sala siempre a partir de las localidades que ocupan Michael y Sarah, estableciendo una estrecha relación de causalidad entre ambos elementos, mediante una rigurosa planificación lógica de causa-efecto. Por otro lado, la suave modulación de la música de ballet, acrecienta notablemente la tensión del momento. Exhausto ya el espectador, Hitchcock ha querido permitirse un último golpe de efecto: la sustitución de las cajas. Cuando al comienzo del film, Michael seguido por los periodistas penetra en el edificio del aeropuerto, la cámara nos lo ofrecía en un P. G., situado en la parte superior del encuadre, mientras en la inferior la bailarina aguardaba. La cámara comenzaba entonces un movimiento lateral para seguir los desplazamientos de los dos centros de interés del plano: Michael (arriba) y Sonia (abajo). Con este movimiento paralelo de ambos, Hitchcock nos sugería ya que los acontecimientos del científico americano y la bailarina iban a ser igualmente paralelos reencontrándose finalmente. Nuevo y maravilloso ejemplo del rigor hitchcockiano.

"El suspense, escribe Truffaut (10), es primeramente la dramatización del material narrativo de un film o, aun más, la presentación más intensamente posible de situaciones dramáticas (...) Un tal partido por la dramatización no puede evidentemente aparecer sin arbitrio; pero el arte de Hitchcock consiste precisamente en imponer este arbitrio contra el cual se rebelan en ocasiones los espíritus fuertes que hablan entonces de verosimilitud. Hitchcock afirma frecuentemente que se ríe de la verosimilitud, pero de hecho raramente es inverosímil. En verdad organiza sus intrigas a partir de enormes coincidencias que le proporcionan la situación fuerte que precisa. A continuación, su trabajo consiste en alimentar el drama, en atarlo de la forma más sólida proporcionándole el máximo de intensidad y de plausibilidad antes de acometer el desenlace muy rápidamente cercano al paroxismo (...) Esta voluntad inamovible de retener cueste lo que cueste la atención y, como dice él mismo, después, de conservar la emoción a fin de mantener la tensión, hace sus films muy particulares e inimitables, ya que Hitchcock ejerce su influencia y su dominio no sólo en los momentos fuertes de la historia, sino también en los momentos de exposición, los de transición y en todas las escenas habitualmente ingratas en los films".

Con esto doy por terminado este trabajo a propósito de Cortina rasgada, el quincuagésimo film del autor de Vertigo. Mi intención era ofrecer al lector una muestra de la complejidad de sus obras evitando la disociación entre obra y crítica y, al mismo tiempo, esclarecer el significado de algunas de las más típicas formas hitchcockianas. El camino que he seguido ofrecía la ventaja de poder analizar el film a medida que avanzaba la proyección, pero, también, el peligro de la dispersión, en el que mucho me temo haber incurrido. Ignoro si mis intenciones han sido conseguidas. Pero en todo caso me daría por satisfecho si alguno de los detractores de Cortina rasgada, visionase nuevamente la última obra maestra de Hitchcock tras leer este esquema, cuyo principal defecto es la pasión por un cineasta que cuenta entre los dos o tres más grandes de la historia del cine.

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(1) "Hitchcock économe ou le procés de Lucullus". "Cahiers du cinéma", número 163, págs. 36 a 45.

(2) François Truffaut, "Le cinéma selon Hitchcock", Ed. Robert Laffont, París 1966, Introducción, pág. 13. Se trata del libro que Truffaut ha publicado recientemente recogiendo el resultado de sus cincuenta horas de entrevista con el maestro. Fundamental para comprender el alcance del cine de Hitchcock.

(3) Nótese el curioso private-joke del realizador: Gromek pregunta si en el cruce de dos calles neoyorkinas todavía existe una pizzería de nombre "pit". El subconsciente del espectador establece rápidamente una correlación entre "pit" y la letra griega de Michael, "pi", por su similitud fonética.

(4) "Hitchcock", Editions Universitaires, París 1956.

(5) Por primera vez en muchos años, Hitchcock ha variado su equipo técnico. Bernard Herrmann, su extraordinario compositor (autor también de las partituras de Citizen Kane, The Magnificent Ambersons y Farenheit 451) ha sido sustituido por John Addison, no menos excelente. En cuanto a su fiel fotógrafo Robert Burks se ha convertido en John F. Warren.

(6) François Truffaut, obra cit. pág. 213.

(7) Jean-Luc Godard, crítica de The wrong man, "Cahiers du cinéma", número 72.

(8) Véase FILM IDEAL número 158, pág. 857: "Suspense y significado".

(9) Vertigo es el film del verde, Marnie el del amarillo y Torn Curtain el del azul, combinado, en los momentos de tensión, con el rojo.

(10) François Truffaut, obra cit. Pág. 13.

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(*) "Tome cada uno lo que mejor le parezca / de mi verso invertido de escritura, / y si lo miras al derecho y al revés,/ podrás sacar del mal caso derechura."

Publicado en “Film Ideal” nº 205, 206, 207 (1967-1969)

martes, 19 de septiembre de 2023

Young Cassidy (Jack Cardiff & John Ford, 1965)

«A la alegre risa de mi madre frente a la tumba» (Sean O'CASEY).

Sean O'Casey, el escritor irlandés nacido en Dublín en 1884, es sin duda uno de los dramaturgos más importantes que ha dado no sólo Irlanda, sino posiblemente la lengua inglesa. Su teatro, en el que mezcla en perfecta síntesis la tragedia y la comedia, el humor, la farsa, la angustia y la esperanza, alcanza a través del profundo realismo de sus personajes, de la hondura y patetismo de la extraordinaria tipología de sus seres, de su lenguaje, de su sentido poético, una fuerza y una calidad ciertamente estimables. Ese hombre que, entregado a una lucha inmensa por un teatro popular, por un humanismo sólido y por una autenticidad, nos llega a dar obras de la validez y valor de Juno y el pavo realEl arado y las estrellasCuento de la hora de acostarse

Su biografía Mirror in my house es el tema que en un principio Ford, y por imposibilidad de éste, Cardiff, ha tomado para ofrecernos esa hermosa película que es El soñador rebelde.

Comprender al dramaturgo, comprender su lucha y su profundo sentido del compromiso auténtico, con él, con su pueblo, con su teatro, puede marcar el comienzo y la pauta para un acercamiento al film a través de su personaje, de Young Cassidy, de Sean O'Casey.

Johnny Cassidy es un hombre en tensión, en entrega. Su progresión dramática se va a producir desde abajo, desde dentro. Nunca podremos comprenderle sin fijarnos y adentrarnos en su mundo, en su autenticidad, en su amor. ¿Qué persona es esta, capaz de pensar y preocuparse por su familia, por su patria, por su sociedad; capaz de una entrega ilimitada a una causa que él cree justa, de no poderse sentir traicionado, de decir: «Esto (Julio César) es para divertirme», de luchar por un realismo, de acabar con un amigo, de dejar a una mujer? Creo que la profunda emoción del film reside en la profunda emoción del personaje. De su sentirse vivo, de su emotividad, de su carga humana, de su validez. Toda la gama de relaciones de Cassidy con su madre, con su hermana Sara, con su amigo, con Daisy (Julie Christie), con Nora, con Lady Gregory y con Yeats están, creo, marcadas de esa intensidad con la que siente el personaje. ¿Y por qué, si no, esa mayor o menor identificación con él? Si el personaje se rebela, lo hace en razón a una ruptura, a una lucha por conseguir la libertad, por un más justo orden social, por evitar la aniquilación, por una serie de normas y convencionalismos inútiles (uniformes, bandera, el llevar una corbata, un determinado tipo de relaciones sentimentales y sexuales, un concepto del «teatro» y en general del «arte»). «La belleza es más importante que el pan. ¿Cómo explicar yo eso a sus hijos?», dice Cassidy cuando su hermana acaba de morir.

No obstante y con todo, quizá la obra se resienta de una excesiva simplificación respecto al doble plano en que se va a mover el protagonista. Por una parte, un tipo de relaciones digamos internas al personaje, y en sus relaciones de tipo más o menos afectivo (Nora, su familia, Daisy en cierta medida, aunque es un personaje un tanto episódico) y, por otra parte, un término de tipo más general, más amplio, más social. El eslabón puede residir en el personaje de Archie, el amigo. Y es que el proceso dramático se cierra en sí mismo. El medio y el fin se confunden en el propio Cassidy. No sé si la evidente separación de dos partes posiblemente demasiado diferenciadas en el film haga que en cierto aspecto exista una especie de desunión y discontinuidad meramente en un orden temático. Y ello hará y formará parte de su ruptura con Nora, en la lucha del personaje consigo mismo, con su expresión, en su búsqueda y en su autenticidad más allá de unas simples y al mismo tiempo complejas convenciones de orden sentimental.

Cardiff, que ha sido director de fotografía en un principio y que ha dirigido obras desiguales e incluso muy mediocres, como Mi dulce geishaEl leónLos invasores, ha encontrado y sabido dar el pulso a la narración. Especialmente un tipo de relaciones sentimentales y eróticas que Cardiff construye especialmente (recordemos Los invasores), y, además, ha logrado dotar al film de una gran belleza y de un sentido poético que se encuentra cerca del que posee el propio O'Casey. Incluso una conjunción del humor y el drama, del elemento trágico-cómico que maneja especialmente el dramaturgo. Muy especialmente las relaciones de Cassidy con sus hermanos (muy en el espíritu Ford e incluso posiblemente rodadas por él), en las que predomina un sentimiento humorístico y alegre muy notable, en la creación de sus tipos y caracteres, en el primer encuentro de Nora y él en la librería, etc. Un modo de hacer un cine intimista. Nunca pretendidamente distanciado, aunque necesariamente los términos alienación-distanciación no crea sean antagónicos.

Y Cardiff ha captado la emoción de la huelga obrera, la manera íntima de decir un personaje: «Mamá está muerta» (que me recuerda, sin saber por qué, a la emoción y sencillez del Mikkel que en «Ordet» dice: «Inger acaba de morir»), la muerte de la madre y la sensibilidad del sentimiento, las escenas del río entre Nora (maravillosa Maggie Smith) y Cassidy, sus relaciones, o las de lady Gregory y Johnny.

En suma, la ternura de dos personajes que se miran y yo los siento.

Enrique Brasó

Revista “Griffith” nº 6 (1966)

domingo, 27 de agosto de 2023

Frank Borzage

Frank Borzage (Salt Lake City, Utah, 1893-1962). De padres de origen italo-suizo, Borzage vagabundeó por todo el país, desde los trece años, con una compañía de teatro ambulante. Empezó a trabajar para Thomas Ince en 1913 y en 1916 ya dirigió sus primeras películas. La totalidad de su obra la componen 57 películas mudas y 44 sonoras. Obtuvo sendos Oscar por Seventh Heaven (El séptimo cielo, 1928) y Bad Girl (1931), pero durante los últimos cuarenta años ha caído en el olvido.

Borzage se parece a Welles en su expresionismo grandilocuente para conjurar horrores maniqueos. Y, también al igual que Welles, Borzage estructura sus films de manera que queda anulado cualquier rasgo de conflicto dramático. En cuanto a las diferencias entre ambos cineastas, la fundamental reside en que Borzage persevera —incluso más que Vidor y Ford— en su fe en lo milagroso, mientras que Welles cree en lo diabólico. Si Welles parece estar diciéndonos que toda realidad, incluso la nuestra, es una máscara que oculta un vacío, el empeño por parte de Borzage está en hacemos ver que la realidad física es espiritualidad radiante. John Belton hace la siguiente observación: «En Mannequin (Maniquí, 1937), la realidad tangible de una bombilla parpadeante en [una] escalera de vecindad es menos importante que la intangible luz parpadeante que emite» (Belton, 1974: 122). El espacio nunca divide o separa las cosas, ni siquiera en la llamada telefónica con pantalla dividida que vemos en Three Comrades (Tres camaradas, 1938). El espacio es un éter luminoso en el cual se unen todos los elementos. Las caras se funden entre sí, los acontecimientos nunca están separados realmente por una distancia geográfica. Lo carnal, lo espiritual, lo sexual, lo trascendente... todo es una sola cosa. Borzage es melodrama igual que Mahler es música. La vida en sí misma es melodrama, solía decir él. En palabras de Coursodon: «Así explica el soñador, en términos inequívocos, su creencia en el arte como imitación de la vida, sin rendir cuenta alguna a la credibilidad» (Coursodon, 1983: 11).

Henri Agel compara a Borzage con Nicholas Ray. Ambos habitan en el éxtasis del amor con una simultánea aprehensión de la felicidad en un mundo brutal, «que tiembla como consecuencia de una sensibilidad delicada y torturada, con ese don de coronar los destinos más sórdidos con un halo extrañamente puro» (Agel, 1960: 76).

Pero, a diferencia de Ray, de quien Godard dijo que estaba siempre preguntándose qué había «más allá de las estrellas» (Godard, 1958), Borzage no tiene problema alguno con el Mal. «Un hombre debe dejar de aprender por medio del sufrimiento antes de seguir adelante, [pero] tan implacable como el tiempo es su progreso hacia un futuro mejor; si no para sí mismo, al menos sufriendo por sus semejantes», dice el deán de la catedral en Green Light (1937); «Amén», le responden a coro. Y, al principio de Street Angel (El ángel de la calle, 1928) aparece el rótulo: «En cualquier lugar..., en cualquier ciudad..., en cualquier calle... nos cruzamos sin saberlo con almas humanas a quienes el amor y la adversidad han engrandecido.»

La misma muerte está dotada de una trascendencia casi rutinaria en las películas de Borzage, como una declaración de victoria, como «una señal, la más segura, de que hay algo junto a ella y más allá de ella» (Coursodon, 1983:317). En Green Light (basada en una novela de Lloyd Douglas), un hombre inocente arruina su carrera y su amor, en lugar de dedicarse a destruir al hombre que cometió un único error. La integridad, el «quién soy yo», es más vital que la vida mundana. Nuestro sufrimiento y nuestra muerte abrirán el camino a otros que vengan detrás.

Borzage es creyente más que cristiano. Sus personajes tienen una filosofía del amor en lugar de un Dios o una revelación personales. Como sucedía en Vidor y Walsh, el flechazo amoroso existe y es indeleble. Los mejores momentos de Borzage son simples muestras de alegría y pathos intensos, como el plano final de Man's Castle (Fueros humanos), en el que Spencer Tracy está tendido junto a Loretta Young, a quien adora.

Tag Gallagher

Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

 

miércoles, 23 de agosto de 2023

Orson Welles

Orson Welles (Kenosha, Wisconsin, 1915-1985) dijo en cierta ocasión que había sido educado en la religión católica y que nunca logró liberarse de ello. Pues bien, a juzgar por sus películas, la comunidad cristiana a la que perteneció debió de estar compuesta por brujas y hechiceros. Welles nunca está contento. Sus personajes (Kane, Falstaff y los demás), tampoco. Los escasos momentos en que asoma la alegría, ésta se ve forzada, afectada, reducida a una mueca. La vida es algo espantoso o, cuando menos, extraño. A excepción de Anne Baxter y Joseph Cotten en The Magnificent Ambersons (El cuarto mandamiento, 1942), las personas son una porquería; en especial, aquellas a las que uno ama, y nosotros mismos los primeros. Sus films son dolorosa e intencionadamente desagradables, con imágenes retorcidas y unas bandas sonoras que chirrían y exasperan los nervios a cualquiera. Welles es un maniqueo sin buenos principios con los que combatir la oscuridad. Se puede decir que sus películas tienen un diseño, pero no un esquema dramático. Su concepción de la trascendencia se basa en la ironía; una ironía estridente, como bien lo demuestra en el cuento sobre el escorpión y la rana que se narra en Mr Arkadin (Mr. Arkadin, 1955): el primero le pregunta a la segunda si puede atravesar el río montado en su espalda. «Pero me picarás, y tu mordedura es mortal», protesta la rana; a lo que replica el escorpión: «¿Dónde está la lógica de ese razonamiento? Si te pico, nos ahogaremos los dos.» Entonces la rana decide llevar al escorpión sobre su espalda y, en mitad del río, éste le clava el aguijón. «¿Dónde está la lógica de lo que has hecho?», acierta a decir la rana moribunda. «Mi carácter es así», replica el desahuciado escorpión, «y el carácter no tiene lógica alguna».

Tampoco la redención está presente en Welles, ni siquiera la de tipo existencial. Citizen Kane (Ciudadano Kane, 1941) es una incursión en el verdadero carácter de Kane, que se revela como un vacío completo. En la mayor parte de las otras películas de Welles, como en El cuarto mandamiento o en The Lady From Shanghai (La dama de Shangai, 1948), la trama versa sobre el derrumbamiento de un ego.

Welles como actor se parece a Kane como persona y a Welles como director; es decir, lo que nos muestra no es más que un ego pobre, que trata de hacerse con todo lo que le sea posible, en una pasión despiadada por satisfacer su vacío. Su aspecto físico, un cuerpo que parece estar «vencido hacia delante», causa la impresión, igualmente, de aplastarlo todo. Se puede argüir que Rossellini, Godard y Ford subrayan sus puntos de vista tanto como Welles; pero su mirada va más allá de lo que poseen o de su forma de entenderlo: es decir, las cosas les responden, se establece un diálogo. Pero en Welles, no. Todo lo que él ve está al mismo nivel que su subjetividad (se podría afirmar que, en este sentido, es el más «expresionista» de los directores), y ésta lo convierte todo en un vacío, o en algo extraño en el mejor de los casos. Aun así, él se cuidará bien de apropiarse de ello.

Lo que Welles hizo al catolicismo se lo hizo asimismo a John Ford, a quien consideró como paradigma y héroe. El estilo de Welles es el de Ford, pero hiperbolizado, privado de cualquier fe en la belleza. Como sostiene Jonathan Rosenbaum, Welles no es un director cinematográfico en absoluto, ni siquiera desde el punto de vista comercial, sino un habitante del subsuelo cinematográfico en donde se da rienda suelta a las obsesiones personales. Tras unos comienzos espectaculares en el teatro y en la radio y el hecho de ser el «niño prodigio» al que se le concedió el montaje final de Ciudadano Kane, fue una víctima del sabotaje, la calumnia y la mala suerte permanente. Sus once largometrajes estrenados representan tan sólo una fracción de su obra, inacabada o sin estrenar en su mayor parte. Aunque, pensándolo bien, un carácter como el de Welles lo que menos pretendía era ser popular.

Tag Gallagher

Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

martes, 22 de agosto de 2023

Raoul Walsh

Raoul Walsh (Nueva York, 1887-1980) realizó más de un centenar de películas entre 1914 y 1964. Resulta difícil pensar en una sola en la que algún personaje evoque a Dios. En Ford y Vidor se puede hablar de trascendencia; en Hawks, de ascendencia biológica y en Walsh de inmanencia. Si Albert Camus hubiera sido director de Hollywood y hubiese tenido más talento, habría sido otro Raoul Walsh.

The Roaring Twenties (1939) comienza en un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial, donde vemos a Humphrey Bogart matar a un alemán de quince años y bromear sobre ello. Segundos más tarde, se anuncia el armisticio. Walsh no resalta ni la insensibilidad de Bogart ni la ironía del armisticio. Para Walsh no existen las abstracciones, únicamente las personas. Por tanto, si no somos capaces de percibir la atrocidad moral que grita desde la pantalla (tanto más sonora por no estar explícita) no entenderemos nunca la esencia de Walsh.

La vida —aquí, ahora y en todo su esplendor— lo es todo para él, como lo fue el sol africano para Camus. Todos sus hombres anhelan ser Gregory Peck al timón de un gran velero, navegando en un océano enfurecido, con una música romántica in crescendo, con Ann Blyth y con The World in His Arms (El mundo en sus manos, 1952). No obstante, la mayoría de las veces los hombres de Walsh han nacido perdedores. Y no se quejan por ello; o se quejan tanto como se ríen de sus propias bromas o meditan sobre Dios. Es una cuestión de orgullo. La vida está llena de reveses que hay que encajar e intentar seguir en pie. A lo largo de toda la depresión económica, los personajes de Walsh muestran un aire jactancioso, o al menos lo intentan, y piden al mundo que se comporte según sus deseos. Así, vemos a Steve Brodie (George Raft) irrumpir como un toro bravo en el salón en The Bowery (El arrabal, 1933), o a Jim Corbett (Errol Flynn) invadir pavoneante la alta sociedad en Gentleman Jim (Gentleman Jim, 1942). Los héroes en Walsh imponen su propio ambiente, a través de un baile o de un altercado, e invitan a los demás a participar con ellos (como sucede actualmente en las películas de Abel Ferrara). Me and My Gal (Mi chica y yo, 1933) consiste en una serie de escenas corporales y verbales que permiten a unos amigos prometerse solidaridad mientras hacen el payaso, y a unos amantes dedicarse a sus juegos amorosos.

Más a menudo, naturalmente, el mundo rechaza la forma que cada uno tiene de cantar y bailar. En Gentleman Jim lo chocante es, precisamente, que Corbett sea la excepción: el tipo que nunca se lleva su merecido. Mientras que los personajes de Vidor son seres perdonados y redimidos, los de Walsh han de pagar las consecuencias de todo lo que hacen: sus vidas se convierten en purgatorios creados por sus propios imperativos morales. Como afirma Sarris, los personajes de Walsh poseen el pathos y la vulnerabilidad —inexistente en Ford y Hawks— de un niño perdido en un mundo inmenso, precipitándose hacia lo desconocido, siempre inseguro sobre lo que va a encontrar allí (Sarris, 1968: 120). Y las simpatías de Walsh están de su lado, del lado de los marginados, de quienes desafían a la sociedad o no pueden conformarse y terminan atrapados en lo alto de un precipicio. Es el caso de «el “gran” Roy» Bogart en High Sierra (El último refugio, 1941). Walsh los dispone en un extremo de la pantalla, mientras ellos tropiezan sin cesar, intentando en vano tener un mínimo control sobre sus vidas. Tanto en la acción como en el ritmo de las películas de Walsh queda reflejada la inestabilidad de la vida. Sus frecuentes tomas con cámara al hombro acentúan la distancia y la separación más que la cercanía, y sus héroes son ingenuos, incluso estúpidos. Según opinión de Martin Rubin, puede que Rambo, Clint Eastwood o John Wayne, típicos representantes del héroe en el cine, no sean intelectuales, pero tienen un instinto especial para detectar cualquier indicio de fraude y apuntan certeramente. No pasa lo mismo con los héroes de Walsh. Bogart persigue a una estúpida de clase media que se cree una auténtica princesa; gasta todo su dinero en ella y se ve obligado a atracar un establecimiento. Lleva siempre consigo a una mujer y a un perro y, finalmente, por intentar localizarles, sale de su escondite y lo matan. Aun así, afirma Rubin en una carta personal fechada en 1991, «Walsh considera que la incapacidad de Bogart para llevar una vida respetable es parte de su heroísmo y nobleza».

Vilma, el amor de Bogart en El último refugio (Joan Leslie), es una caricatura tan clara como odiosa de la hipocresía de la clase media, como lo es Ida Lupino en They Drive by Night (Pasión ciega, 1940). Un ejemplo más sutil y complejo de la obsesión permanente de Walsh por la femme fatale lo representa Jean Sherman (Priscilla Lane) en The Roaring Twenties (1939). La podredumbre de Priscilla Lane nunca desfigura su encantador sex appeal, ni resta valor al atractivo de su respetabilidad. Cagney no es capaz de reconocer su juego, como tampoco lo es el espectador: Priscilla Lane se limita a representar la «imagen que tiene que dar en la pantalla». No se le puede negar de ninguna manera su virtud. Nos convence de su castidad al tiempo que es figura principal de un espectáculo erótico; incluso ella misma está convencida. Asimismo, es incapaz de darse cuenta del papel que ha desempeñado al llevar a Cagney al estado en que se encuentra al final de la película (un estado lamentable), cuando ella corre a su encuentro; y, a decir verdad, tampoco Cagney llega a darse cuenta. Donde quiera que esté, Jean impone su visión de la realidad, su «sensibilidad»; y, a pesar de su egocentrismo estúpido y sin esfuerzo alguno, procura hacerse con la mano de obra suficiente para ponerlo en práctica. Al igual que Rita Hayworth en The Strawberry Blonde (1941), aunque con un buen gusto infinitamente mayor, Jean se recrea con la sensación que causa entre los hombres y, como aquélla, no puede comprender a un pretendiente (Cagney en ambas películas) capaz de decirle que él nunca le silbaría como lo hacen los demás porque la respeta demasiado. Al igual que Alice Faye en El arrabal, Jean es de una dulzura que desarma, una dulzura que representa precisamente todo lo contrario al implacable egoísmo que ninguna de las dos mujeres reconoce poseer.

Las mujeres como Jean son las que dominan a los hombres en las «películas masculinas» de Walsh. Y nunca es mayor su poder que cuando aparentemente carecen de él. Su precursora en la cultura americana, quizá su «arquetipo», es Hester Prynne, la protagonista de la novela La letra escarlata, escrita en 1850 por Hawthorne. Son mujeres a quienes se venden cierto tipo de hombres, destinados al masoquismo y muy representativos del americano. Mujeres en las que los hombres vislumbran el paraíso y en cuyo seno encerrarían su moralidad y mentalidad masculinas. Mujeres que traicionan a sus hombres hasta el final y que, si éstos se quitan la vida, lo advierten sólo alguna que otra vez. «Ven conmigo, triste niño mío», canturrea Priscilla Lane, sin atisbo alguno de burla. En El arrabal, Alice Faye ni siquiera advierte cómo Wallace Beery, convertido en una auténtica mina, la mira perplejo conforme pasa en un carruaje junto a George Raft, el nuevo rey de la calle, que ha robado en el salón de Beery (al igual que Bogart robará lo conseguido por Cagney en una operación de contrabando, en The Roaring Twenties). Son mujeres que llevan a los hombres a encogerse en posición fetal escondidos en los rincones.

La magia del personaje de mujeres como Jean Sherman o Hester Prynne está en que se le dibuja con el mismo carácter realista que observamos en el campo de batalla de la Primera Guerra Mundial que aparece al principio de la película, o en el racismo y las actitudes fascistas de los personajes de El arrabal. Este apego a los hechos está en lo más profundo del sentido de la tragedia que tiene Walsh, verdaderamente «homérico», como resalta Coursodon; si bien éste se equivoca cuando argumenta que se trata de una «aceptación acrítica» (Coursodon, 1983: 355).

Si no fuera por esta tragedia realista de Walsh, el comportamiento de sus «buenas mujeres» tendría menor significado: por ejemplo, su modo de imitar a los hombres físicamente; su actitud de no renunciar nunca a las responsabilidades o su forma de jugar siempre con las cartas boca arriba. No debe sorprender, pues, que estas mujeres sean tan solitarias como los hombres de Walsh. A Olivia de Havilland e Ida Lupino (las heroínas positivas de Strawberry Blonde y El último refugio) no se les presta ninguna atención, mientras que Cagney y Bogart suspiran por Rita Hayworth y Vilma, respectivamente. Sin embargo, las mujeres como Hester Prynne muestran una actitud más fuerte que los hombres ante los retos de la vida. En The Man I Love (1946), Lupino sabe manejar bien a un rey del hampa que la persigue sexualmente. Nos recuerda, incluso, a los héroes de John Ford por su papel de mediadora en los problemas de los demás, mientras abandona los suyos propios. Pero, al igual que los personajes de Vidor y que todas las mujeres de Walsh que aman de verdad, Lupino sabe reconocer al instante al hombre al que ama cuando lo encuentra. Algo parecido tiene lugar en Pasión ciega, cuando George Raft se queda dormido en la cama de Ann Sheridan y ella se da cuenta de repente que ése es el hombre al que ama.

Walsh no olvida nunca que el mundo reflejado en sus películas está concebido sólo para ellas. Nunca olvida que su obligación es entretenernos, mantener nuestro interés, cautivarnos. Al igual que Ford, sus mejores momentos los alcanza cuando yuxtapone desordenadamente emociones, tempos y puntos de vista divergentes. La primera media hora de El arrabal, en la que se habla una jerga que sólo un nativo podría apreciar o comprender, constituye, quizá, el mejor ejemplo de su obra.

Tag Gallagher

Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

lunes, 21 de agosto de 2023

Howard Hawks

Por el contrario, buscar algún rastro de trascendencia en Howard Hawks (Goshen, Indiana, 1896-1977) resultará en vano. Sería difícil encontrar siquiera una idea abstracta. Los desarraigados personajes de Hawks (¡en sus películas no aparecen familias!) vagan libres moral e ideológicamente. No hay normas que obliguen, ni instituciones que guíen. La sociedad no existe, como tampoco existen los problemas sociales. Los héroes de sus films, como los de Hemingway, están entregados a su trabajo. Pero no, como hacen los artesanos, por el valor que éste posee en sí mismo, sino como adolescentes que emplean sus habilidades para demostrar su coraje. Disfrutan de una libertad ilimitada, fronteriza con el estado salvaje —incluso mientras van en el tren en Twentieth Century (La comedia de la vida, 1934)— y sólo conocen un mandamiento: cumple tu contrato o devuelve el dinero. No les ata ni siquiera la amistad. Que cada uno se preocupe de lo suyo.

Cuando Ricky Nelson participa en la salvación de John Wayne en Rio Bravo (Río Bravo, 1959), ambos consideran esta intervención irracional (aun cuando se supone que Wayne, siendo el sheriff, ha de defender el orden público). De acuerdo con esto, el típico paisaje de los westerns de Hawks es una llanura desierta, ya que no hay nada que pueda influir en las personas. El polo opuesto estaría representado por el Monument Valley de Ford, donde las formaciones rocosas, que se yerguen como templos griegos o minas romanas, representan verdades eternas. En Hawks los dramas se interiorizan, los desafíos tienen su origen en problemas privados (por ejemplo, la embriaguez), no en el mundo o en la sociedad. Los paisajes vacíos borran en beneficio del símbolo todo rastro de lo aprehendido moralmente, algo que en Vidor y en Ford es parte esencial de la condición humana. Como afirma Robin Wood: «En el universo de Hawks no hay pasado (sólo en forma de experiencia desgraciada que conviene dejar atrás y olvidar cuanto antes), ni futuro (mañana, todos podemos estar muertos); la vida se vive, de manera espontánea y emocionante, en el presente» (Wood, 1981: 177). Todo el gigantesco armazón de idealismo trascendente que soporta los universos de Vidor y Ford se reduce en Hawks a estructuras tangibles tejidas por la lealtad personal, el deseo y la biología. Entonces…, ¿no ejemplifica Hawks la conciencia moderna de estar completamente solos, sin depender de cosa ni persona alguna más que de nuestras propias dotes y voluntades? ¿No representa una independencia, mítica y genuinamente americana, con respecto a la sociedad que ningún europeo, ni siquiera Camus, pudo siquiera imaginar?

Sumaya Khauli [en un texto citado por un ensayo inédito del autor, de 1991], escribe: «Los personajes de Hawks son capaces de alcanzar la felicidad porque desean comprometerse y adaptar su moralidad al mundo que les rodea. Su actitud realista hacia la vida contrasta con los héroes idealistas de Kenji Mizoguchi, a quienes resulta más difícil conseguir el éxito, ya que lo que pretenden es cambiar el mundo y ajustarlo a sus valores morales. Los héroes de Mizoguchi son más valientes que los de Hawks porque no tienen miedo de mostrar sus emociones y de sacrificar sus vidas para que se cumplan sus sueños. Pero es la moralidad de los personajes de Hawks, más práctica y menos valiente, la que sobrevive en un universo caótico de codicia y corrupción.»

Molly Haskell, por poner un ejemplo, compara a Hawks con Homero: sólo los actos de los hombres merecen la inmortalidad, excepto la soberbia, que conduce no a la tragedia, sino a la comedia. Lo que exalta en Hawks es su «visión del hombre como paradigma de coraje y tenacidad, como una floritura en el margen del universo, situado, de manera cómica o heroica, frente a una naturaleza antagónica. El hombre es una nada tan desprovista de significado como la de Samuel Beckett, si bien decidido a cumplir de todas formas con su destino, a hacer valer la inteligencia sobre la estupidez» (Haskell, 1980: 474).

Se ha afirmado con frecuencia que Hawks sobresalió en todos los géneros: gángsters —Scarface (Scarface, el terror del hampa, 1932)—, cine negro —The Big Sleep (El sueño eterno, 1946)—, screwball comedy —Bringing Up Baby (La fiera de mi niña, 1938)—, musical —Gentlemen Prefer Blondes (Los caballeros las prefieren rubias, 1953)—, épico —Land of the Pharaohs (Tierra de faraones, 1955)—, western —Red River (Río Rojo, 1948)—, bélico —Sergeant York (Sargento York, 1941)—, etc. Pero también se puede decir que sus localizaciones son relativamente intrascendentes. David Thomson escribe: «Así como Monet siempre pintó lirios, Hawks sólo ha hecho un trabajo artístico» (Thomson, 1979: 235). Río Bravo y El sueño eterno podrían intercambiar los decorados y el vestuario tan sólo con pequeñas variaciones en el guión. La ambientación suele ser un decorado de fondo, que poco tiene que ver con los bien documentados detalles que tanto amaban Vidor y Ford, en cuanto que la acción suele reducirse a la larga evolución de dos o tres personajes en unas cuantas situaciones y en secuencias extremadamente largas. No hay mundo en las películas de Hawks, sólo lo que sucede entre los personajes.

Pero lo que sucede entre ellos ya es bastante. Thomson escribe: «Lo mejor de Hawks está en los momentos en los que no pasa nada, aparte de las discusiones entre algunas personas sobre lo que puede haber pasado o ha pasado ya.» Los guiones son un mero estímulo para interpretar. Eric Rohmer, cuyas películas dejan clara su deuda con Hawks, confirma lo anterior en un artículo publicado con su nombre real, Maurice Schérer, en 1953: «No conozco a ningún director tan indiferente a los valores plásticos, tan trivial en su montaje y, a la vez, tan sensible a los detalles exactos del gesto, a su duración exacta.» Sólo cuando uno observa por segunda vez las increíbles sutilezas en cuanto a insinuaciones, inflexiones y lenguaje corporal de, por ejemplo, la escena en la que Bogart conoce a Bacall en El sueño eterno, es cuando comprende por qué Hawks, careciendo de tanto, tiene tantas cosas.

Su principio, según Thomson, es que «los hombres son más expresivos liando un cigarrillo que salvando al mundo. Y hay que subrayar que Hawks se ocupa de cosas tan pequeñas porque es el mayor optimista que ha dado el cine… Su optimismo se funda en que conoció el fracaso, y está basado en las virtudes y en el calor que hay en las personas que van de la mano de sus defectos. La muerte, la ruptura y la derrota abundan en el mundo de Hawks, aun cuando se las contemple con calma» (Thomson, 1979: 235).

Una vez más, se puede afirmar lo contrario y seguir estando de acuerdo. Los personajes de Hawks no toman con calma nada que afecte su equilibrio, y casi todo sucede de este modo, en especial, la muerte. Esto es algo que aprende bien Jean Arthur de Cary Grant en Only Angels Have Wings (Sólo los ángeles tienen alas, 1939), cuando ella se queja de la aparente indiferencia ante el moribundo Thomas Mitchell. La prueba definitiva para Hawks consiste en que uno mantenga el equilibrio: por eso sus hombres llevan unas vidas de continua jactancia masculina, encontrándose siempre un paso más allá de la tragedia o (a diferencia de los héroes de Homero) a punto de caerse de manera cómica.

Ellos preferirían, casi siempre la tragedia. Hawks tiende constantemente hacia el acercamiento, hacia esos momentos de camaradería (como la secuencia de la canción en Río Bravo) que Hawks observa a través de una cámara a la altura de los ojos, para así involucrar mejor al público. Pero esta tranquilidad sólo se vive en el mundo autosuficiente de los varones; las mujeres, con sus miradas maliciosas llenas de envidia, la destruyen por completo. Y es, precisamente, este aspecto de Hawks lo que parece haberle convertido en el eterno director favorito de mujeres y homosexuales. A Molly Haskell, por ejemplo, le parece «delicioso» que los hombres «teman» a las mujeres, y aun añade otro temor: el que sienten por la parte femenina que hay en ellos (Haskell, 1980: 478).

Ahora bien, aunque no dice por qué encuentra delicioso ese miedo, deja suficientemente claro que ella no sólo disfruta con esa «proliferación de disparates» que frustran el «narcisismo» masculino, sino también con los «impulsos bipolares» entre hombres y mujeres, y con el permanente lenguaje corporal utilizado para llamar la atención. Asimismo, disfruta con «la fuerza de energía desatada —llámese hombre, mujer o sociedad moderna, llámese poción amorosa, ambigüedad sexual o drogas alucinógenas— que confunde, abruma, exaspera, humilla y exalta a los personajes de Hawks en su avance y retroceso» con respecto a los encuentros que tienen a lo largo de sus vidas (op. cit., pág. 479).

No cabe duda de que tanto para Hawks como para Vidor el sexo hace estragos. Ambos directores pueblan sus películas de exhibicionistas descaradamente en celo. La sexualidad hiperbólica de los personajes de Hawks trasciende todo lo que tenga que ver con la realidad normal, internándose en el reino de la poesía fantástica. El sexo sobrecoge, se convierte en la única fuerza motriz; animales, rebaños y motores se transforman en las principales metáforas (ganado, caballos, leopardos, siervos que construyen pirámides, coches de carreras, aviones, trenes). No es de extrañar que a los hombres les asuste; sólo nos queda por saber por qué a las mujeres de Hawks no. ¿Por qué en las películas de Hawks no aparece ninguna mujer que tema a un hombre?

Haskell se equivoca, no obstante, cuando afirma que los hombres temen la parte femenina que hay en ellos, pues comprobamos que cuando se intercambian la ropa o se entregan el uno al otro y ensalzan mutuamente su narcisismo, no sienten pudor ni vemos rastro alguno de timidez. The Big Sky (Río de sangre) consiste en una serie de historias de amor entre hombres, cuyo escenario es un bote, y cuyos personajes constituyen la más extraordinaria colección de arquetipos homosexuales que uno pueda imaginar. Y tanto el río por el que navegan como el bosque que atraviesan son mucho más satisfactorios que sus equivalentes en el cuerpo femenino. La homosexualidad es la condición favorita de Hawks. Para algunos críticos, el hecho de que Kirk Douglas y Dewey Martin lleguen a un acuerdo con respecto a que este último deje de ser socio de aquél por una mujer supone cierta «madurez». Pero no deja de ser un poco perverso el modo en que Hawks lo dispone todo, ya que Martin no sólo tiene que renunciar a los hombres, sino que también tiene que permanecer entre los indios del bosque, quienes viven más allá —mucho más allá, como se insiste en la película— de la frontera más lejana con la civilización.

Por el contrario, la eyaculación masculina —a lo que se refiere Haskell con su «fuerza de energía desatada», etc.— parece ser ridícula o, en sus propias palabras, «deliciosa». Cuando una mujer entra en escena, desaparece la paz, la dignidad, la ciencia, la diversión y el progreso humano. Hawks es un verdadero cátaro en su convicción de que el mecanismo biológico que permite el progreso es en sí contrario al mismo. Es cierto que el acercamiento a una mujer constituye siempre la fuerza y el objetivo de los argumentos de Hawks, que incluso llega a socavar las supuestas estructuras del género, como en el caso de Río Rojo, donde Joanne Dru acaba con el enfrentamiento entre John Wayne y Montgomery Clift, que parecía constituir el motivo principal sobre el que había estado girando toda la película. Pero el acercamiento a una mujer nunca se produce en escena: Hawks siempre termina antes la película. Lo que le obsesiona no es la unión de los sexos, sino su antagonismo. Ahora bien, aunque no le interesan las dulces escenas de amor, sus historias amorosas (sean homo o heterosexuales) no descienden (ni se elevan) a los extremos sadomasoquistas de Vidor.

En lugar de eso, lo que existe es una desesperación casi nihilista. Privado de la posibilidad de la tragedia, en particular en los géneros menos importantes, el mundo del hombre se desmorona irreparablemente con las primeras escenas. Así, como bien observa Andrew Sarris: «La consistencia interna de los musicales y las comedias de Hawks es impresionante, pero las obras en sí mismas son desagradables» (Sarris, 1972: 61). En otros géneros, al menos durante un tiempo, Hawks acaricia la ilusión de que es posible una muerte homérica. Pero no es más que una ilusión. Para él, el momento más peligroso —y a la vez el más mágico— está, inevitablemente, en esos segundos en los que el hombre no presta atención, baja la guardia, el antagonismo le deja de proteger y abandona sus principios. Es en ese preciso instante cuando una quimera de felicidad hace señas desde fuera de la pantalla, el hombre es atrapado por la mujer y se pierde para siempre.

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Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]