lunes, 5 de agosto de 2024

Allan Dwan (Extractos)

Arte, industria, espectáculo, un poco de lo uno, un poco de lo otro, un poco de esto y un poco de aquello, esto y aquello mezclados correctamente en algunos, vulgarmente en la mayoría, de forma genial en unos pocos (aquellos a los que hemos decidido llamar los verdaderos clásicos del cine). Se ha dicho casi todo sobre este reparto, que en sí mismo no es interesante y que podría resumirse así: el cine es, hasta cierto punto, un arte más azaroso que los demás. El desarrollo de las carreras y la evolución de los estilos es menos regular, y por tanto menos cómodo para quien lo observa, que en cualquier otro lugar. Esta naturaleza azarosa del cine, que todo el mundo admite, tiene -debería tener- en cuanto a la mentalidad del espectador, algunas consecuencias inmediatas y que son más interesantes. En primer lugar, hacer huir lejos y deprisa a quienes, por una u otra razón, detestan todo lo arriesgado. En segundo lugar, advertir a los que quedan que la vigilancia, el escepticismo y la capacidad de asombrarse y decepcionarse constantemente no son cualidades accesorias o deseables del espectador de cine, sino que son, sencillamente, parte integrante del hecho de ver películas. Por último, pero no por ello menos importante, este carácter azaroso debería volver ecléctico al espectador. ¿Qué es el eclecticismo?

Se habla mucho de ello, la gente dice que hay que serlo (ecléctico), pero ¿qué es eso? El eclecticismo, una actitud agradable y bienvenida en todas las demás artes, es, en el cine, estrictamente indispensable.

Buscar la obra maestra donde no se espera, o donde apenas se espera, y a veces también donde se espera, ésa es la función del verdadero eclecticismo. Parecer sectario y parecer irrespetuoso, tal es la apariencia del verdadero eclecticismo. Sectario porque, como dice Jules Renard: "Sí, soy sectario, lo sé, porque no respeto lo que considero estúpido". Irrespetuoso, más o menos por las mismas razones, y porque "se dice que no respeta nada quien sólo respeta lo que merece ser respetado" (Montherlant, "Carnets", 1930). Ser ecléctico, si hacen falta ejemplos, es que te guste Lang y Guitry, Walsh y McCarey, Losey y Tourneur (¿y cómo, en efecto, ser más ecléctico?) y reconocer al mismo tiempo que Lang, durante veintidós años, no fue casi nada salvo cinco películas, que un Walsh de cada cuatro a lo largo de su carrera es una película más o menos indiferente, que King and Country, aunque sea del autor de The Lawless (otros tiempos, otros hábitos), es una película incalificable.

Ahora debemos hacer una distinción. El verdadero ecléctico, como acabamos de decir, busca la obra maestra en todas partes. El falso ecléctico, en cambio, la encuentra en todas partes. Si el cine se convierte, como en la actualidad, en amateurismo generalizado, arte pop, collages y otros tipos de graffiti, el falso ecléctico declara sentenciosamente: "Ya sabemos lo que es el cine, gracias a Dios, es amateurismo, arte pop, etc.". Aplica mecánicamente, como un robot, el adagio tantas veces repetido por Benda, a saber, que cuando una época o una generación carece de grandes hombres, lo mejor que puede hacer es inventar algunos; y eso es generalmente lo que hace. Y ¡qué invención tan prodigiosa de genios y grandes hombres ha habido en los últimos años, sobre todo en Francia e Italia! Además de esta capacidad desbordante de invención, el falso ecléctico evoca y continúa el eclecticismo del subastador otrora fustigado por Wilde ("sólo un subastador tiene derecho a admirar todas las escuelas de arte"). Este eclecticismo corresponde tanto a una renuncia de juicio como a una forma de miedo y autoprotección. Conoces bien al falso ecléctico: siempre tiene en la boca la opinión de que todas las opiniones son respetables (¿y qué hay menos respetable que una opinión cuando es falsa?), esperando que su propia opinión, sea cual sea, por infundada que sea, también sea respetada [...].

En cuanto a la necesidad del eclecticismo, la obra de Dwan ofrece un ejemplo sorprendente y excepcional, y muy "cinematográfico" también en su excepción. Ofrece a quienes persisten en buscar la obra maestra en las brumas de conceptos tales como la ambición aparente, la continuidad de la obra o la secuencia lógica de los periodos, un desmentido categórico. Lo que importa con Dwan no es el primer aliento, ni el segundo, ni el tercero, ni el cuarto, ni siquiera su sucesión, sino el último, sólo el último, y en este último no hay nada sin aliento, nada nostálgico, nada, en realidad, de despedida, sino al contrario serenidad, una especie de dicha incluso, y sobre todo, en cada historia, en cada guión y justo antes de que Hollywood pareciera desaparecer, la idea misma de Hollywood redescubierta y preservada: grácil, fuerte, razonable, aventurera - a veces encantadora.

Según algunos rumores, Dwan habría colaborado en 1.600 películas. Él mismo cree que trabajó en 600. La lista más larga que conocemos es de 420. Hemos visto 35 de ellas y 11 son obras maestras, todas realizadas entre 1948 y 1958. Se trata de cifras asombrosas, que quizá habría que examinar más detenidamente. De entrada, las cifras más elevadas pueden explicarse teniendo en cuenta: 1° el número de colaboraciones (supervisiones, producciones, guiones); 2° la corta duración de las películas en cuestión. A continuación, las variaciones entre estas mismas cifras se limitan a los años 1911-1917. Dadas las fuentes de información disponibles, no nos es posible comprobarlas en la actualidad. No obstante, es evidente que una lista de 110 películas para el periodo 1918-1958, tal y como puede establecerse hoy en día, probablemente contenga menos de un 5% de omisiones.

Lo que sigue sorprendiendo, sin embargo, es el número extremadamente reducido de obras maestras (en comparación con el número de películas realizadas) y su agrupación en el último periodo de la obra, dos puntos indiscutibles. De hecho, según las incursiones y sondeos que se pueden hacer sobre el conjunto de la obra, parece del todo improbable que, para esta obra supuestamente conocida en su totalidad, el número de doce obras maestras aumente y vaya a sobrepasar la veintena. Digo "sondeo" y no es ello algo voluntario: nos gustaría verlas todas, pero ya se sabe cómo es esto, y muy a menudo nos vemos reducidos a este tipo de sondeos. Sin embargo, hay que señalar: 1º que estas obras maestras se limitan a un solo periodo y que este periodo, por ser el más reciente, es también el más accesible; 2º que lo que sabemos de los otros periodos nos los aclara bastante - nos hace ver, en todo caso, su completa diferencia de naturaleza con respecto al último.

Al final, pues, quedan esta evidencia y esta paradoja: después de doscientas (o mil doscientas, da igual) películas artesanales más o menos agradables, más o menos ajadas, más o menos extraídas de sus temas y de sus intérpretes que, la mayoría de las veces, no debían de ser gratas de dirigir, en menos de diez años Dwan realizó una pequeña serie de películas (la mayoría de ellas con el mismo equipo), películas que ciertamente no deberían clasificarse en la historia del cine, pero sobre las que hay que decir, para ser justos, que nada en esa historia puede superarlas. Puede haber películas tan bellas como las de Dwan; no creo que las haya más bellas. Y ninguna película, sin duda, es superior a Angel in exile, Silver Lode, Passion, Cattle queen of Montana, Escape to Burma, Pearl of the South Pacific, Tennessee's partner, Slightly scarlet, The river's edge, The restless breed, Most dangerous man alive.

Antes de estas películas, y durante casi cuarenta años, Dwan hizo de todo. Se ha dicho de muchos directores americanos, y no es cierto. En su caso, sí. Y nunca se dejó atrapar, como tantos otros, en una "manera" artificial o en un tipo de tema repetido estérilmente durante años. Quizá, entre otras cosas, esto le permitió envejecer bien.

Hizo de todo. Westerns, comedias, melodramas con Marguerite Clark, con Mary Pickford. Trabajó a las órdenes de Griffith y junto a él. Periodos de aprendizaje desconocidos, mal conocidos, y de los que las películas con Douglas Fairbanks (The Habit of Happiness, Manhattan Madness y, mucho más tarde, Robin Hood) nos parecen hoy las más alegres, las más cuidadas - y las menos aburridas. Firmó melodramas mundanos con Gloria Swanson, comedias disparatadas y comedias sofisticadas. El sonoro añadió más, si cabe, a esta variedad: sub-"americana" (Man to Man), fotonovela deportiva y bélica (Chances), parodias de películas de espías (I Spy) y de terror (The Gorilla), dramas familiares (Black Sheep, Navy Wife). Al mismo tiempo, también dirigió a Shirley Temple, o más bien la dejó hacer, como también dejó hacer a los Ritz Brothers sus tres voluntades, cuyos absurdos triviales y bonachones sin duda usted disfrutará (sobre todo en The Three Musketeers), siempre que ponga un poco de su parte. Dirigirá precisamente, y varias veces, al ventrílocuo Bergen y su marioneta, y los dirigirá incluso hasta el Far West (Here we go again). También encontró tiempo para descubrir y lanzar (en Her first affair) a Ida Lupino, que fue obviamente su mejor hallazgo. Al mismo tiempo, consiguió -a duras penas- interesarnos (en Suez) por un género costoso y magnífico, el fresco histórico, en el que iba a triunfar Henry King. En cambio, no consiguió, nada en este caso, interesarnos (en Friendly Enemies) por el terrible dilema de dos ancianos de origen alemán instalados en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Año tras año, siguió haciendo todo tipo de películas, de aventuras (aunque, curiosamente, en menor parte), incluso vodeviles, todo hasta el día en que se unió a la Republic...

Hasta entonces, no había sido un director molesto, ni en la elección de sus temas (o más bien en la manera de aceptar los que le proponían), ni en la relación con sus intérpretes, y eso se nota. Respetaba el carácter pintoresco de cada uno y quizás les guardaba de caer en la vulgaridad.

¿Qué aprendió, qué conservó de todos esos periodos? ¿Para qué se estaba preparando? Incluso, ¿se estaba preparando para algo? No lo sé, y seguro de que él tampoco. ¿Qué relación podemos encontrar entre los primeros treinta y cinco años de su carrera y los diez últimos? Tengo una hipótesis al respecto, que también se aplica a Lang, y que les ofreceré por lo que vale, es decir, no mucho. Observando hoy estas obras, en su conjunto y desde lejos, pero no desde una distancia suficiente para estar seguro de nada, se tiene la impresión de que estos largos periodos que nos parecen de preparación, de vacilación, no inactivos ciertamente, sino al contrario muy laboriosos, a veces gloriosos (gloriosos para Lang: su periodo alemán; casi gloriosos para Dwan: nunca fue una celebridad, al menos estuvo mucho más cerca de serlo, de hecho fue bastante conocido, desde la época muda hasta 1940, de lo que lo sería después, tras la guerra), uno tiene la impresión, como decía, de que esos periodos de gran productividad, pero que hoy ya no nos emocionan, sirvieron para dar salida a las cualidades secundarias de esos autores y a las ilusiones, más tarde disipadas, que podían tener sobre el género específico de su talento y la dirección en la que triunfaría más tarde. Esos periodos expresan esas cualidades, las expresan en el sentido de materializarlas, de darles forma, pero también en el sentido, más interesante para nosotros, de rechazarlas, de expurgarlas, dejando así espacio libre en sus mentes y en sus obras para lo que más tarde será su verdadero genio.

Hay en Dwan una bonhomía, una amabilidad, un carácter de lo más acogedor que son muy suyos, no cabe duda, y que, combinados con lo que él creía una aptitud para la comedia, se expresaban, por ejemplo, en una película como The habit of happiness, pero que afortunadamente se borraron, se sublimaron si se quiere, en el resto de su obra y en particular en su última década, permitiéndole así entrar en un registro completamente distinto. (Casi lo mismo podría decirse de Lang, en cuanto a su metódico esfuerzo por alcanzar, en su periodo alemán, una visión cósmica y trágica de las cosas al sesgo de la leyenda y lo colosal - simetrías y desorden dentro de lo colosal: la parte más artificial de la arquitectura; luego está el gusto que tenía, muy pronunciado, por un cierto pintoresquismo un poco espeso, un poco sórdido, de hecho mucho más espeso y sórdido que misterioso, y que es el de los bajos fondos, el de las sociedades secretas, el de ese underworld donde creía encontrar, y representar, las obsesiones de todos nosotros; todas cosas que desaparecieron y se sublimaron, es decir desaparecieron como tales, en su obra americana.)

Con su llegada a la Republic, Dwan se encontró ante una pobreza definitiva, mayor que la más pobre de sus producciones anteriores. Al mismo tiempo, se dedicó a un género especial de historias, bastante común en esta firma, historias que eran a la vez misteriosas y familiares, la misma mezcla, el mismo tejido de misterio y familiaridad del que están hechas ciertas leyendas, y cuya característica principal, en el caso de Dwan, era sin duda la intimidad. Se habla mucho de intimidad en el cine. Es ciertamente arriesgado proponer una definición, pero podemos creernos autorizados a hablar de ella en una película cuando, en ésta, la progresión de la trama despoja tranquilamente a los personajes de todo su pintoresquismo particular (contrariamente a lo que había sucedido hasta entonces en las películas de Dwan), pintoresquismo tanto de carácter como de vestimenta y costumbres, y se reduce entonces a mostrar, en todos los ámbitos pero sobre todo en el moral, lo que los personajes aprenden tanto de sí mismos como de los demás: las resonancias de este aprendizaje son, por una parte, mínimas, minúsculas, estrictamente personales, y, por otra, fabulosas, míticas, ya que afectan a la condición humana en su conjunto, de modo que cada uno de nosotros puede encontrarlo todo en sí mismo en las circunstancias trágicas necesarias para su realización. Esto no es nuevo, pero no es eso… ser nuevo, eso le pedimos.

Este carácter íntimo de la trama se consigue, o más bien se encarna y enaltece, y logra conmovernos, a través del decorado, a través de la intimidad del decorado. La intimidad de Dwan, y aquí nos encontramos cara a cara con el lado insustituible de su obra, no significa que el decorado se desvanezca o desaparezca; al contrario, consiste en una relación muy cordial y muy llana entre el decorado y la trama. Del mismo modo, la trama se va concentrando en un contenido legendario y mítico que tiene que ver con el descubrimiento que hacemos de nosotros mismos y con la actitud hacia los demás y el mundo que este descubrimiento determina en nosotros; que tiene que ver con nuestra verdadera imagen, liberada por fin de las sombras y la niebla y la confusión de los acontecimientos, una imagen mítica y ajena a cualquier noción de sociedad - como la historia del convicto fugado, verdadero "ángel en el exilio", que es celebrado como benefactor y santo por los habitantes del pueblo que lo acogió; como el justiciero de The Restless Breed, a quien un grupo de niños pregunta si es un arcángel, y que ha venido a vengar a su padre a un pueblecito perdido en el que al final decide instalarse - del mismo modo que la trama gira generalmente en torno a un lugar elegido y cerrado en sí mismo, es decir, cerrado a otras comunidades, pero abierto al mundo y a un cielo que, allí como en otros lugares, entierra sus raíces y sus maldiciones.

A partir de entonces, la idea de refugio se encuentra, implícita o explícitamente, en el corazón de cada una de las historias de Dwan. Pero la verdadera peripecia de sus películas reside mucho menos en el descubrimiento de un refugio que en lo que ocurre una vez encontrado, amenazado o perdido, y en la necesidad de recuperarlo. De hecho, es en el momento en que lo que creíamos haber ganado de una vez por todas y se ve amenazado o perdido cuando sus películas realmente comienzan. Y esta reconquista de un lugar familiar presa de los invasores, del pasado, del mal, de los matones u de otro tipo de aventureros, nunca va sin un redescubrimiento del yo, ahora vinculado para siempre a la tierra que lo propició.

¡Cómo se parecen estas películas y cómo extrañamente también nos conmueven!

Al menos en un aspecto, se apartan de la tendencia general del cine americano, a la que en muchos otros aspectos permanecen unidas; y este alejamiento es un indicio de su íntimo parecido. Como la Odisea, como gran parte de la literatura occidental, la mayoría de las grandes películas americanas son viajes, relatos de viajes - viajes interiores y viajes también entre los obstáculos, no menos reales, del mundo exterior. El itinerario, la errancia (y a veces la errancia a escala de todo un continente) impusieron, en cada etapa de la evolución de este cine, tanto la moral como el ritmo de cada historia. Anthony Mann contaba la historia de un hombre que encuentra su equilibrio moral y social al final de un itinerario más o menos rectilíneo, más o menos inteligible. Fuller intentó mostrar a un hombre (o a una mujer) que, a través de un conjunto de máscaras y rostros y lugares extraños, intenta vislumbrar su verdadera identidad, y fracasa. John Ford, en cambio, no deja de contemplar la errancia de un hombre en busca de puerto, una errancia salpicada de éxitos y abandonos, y que dura tanto como su vida. En la obra de Dwan, la búsqueda de los personajes es mucho menos dinámica, en cierto modo sería una búsqueda inmóvil. A diferencia de la mayoría de los héroes americanos, los héroes de las películas de Dwan no se esfuerzan por conseguir algo, sino que restauran y reconstruyen, en la medida de lo posible, lo que ha sido destruido. Para ellos, no se trata de un itinerario, menos aún de una errancia, sino a lo sumo de una circunnavegación muy limitada en relación con un punto que pronto averiguarán, si no lo saben ya, que es su puerto de origen. […]

He dicho antes que Dwan debía contarse entre los verdaderos clásicos del cine. Es una opinión compartida y expresada actualmente por algunos que el cine necesita más que nunca el clasicismo. Creo que esta opinión es un poco inexacta: el cine no necesita clasicismo porque, ciertamente, eso es todo lo que es - clasicismo. Quizás podríamos dedicar los minutos que nos quedan a examinar algunos de los elementos de este clasicismo que a veces se malinterpretan. No hay cine, ningún cine que se precie, sin realismo. ¿Qué es el realismo? Dos definiciones, o más bien dos observaciones, de Wilde y Ruskin, sobre la pintura, lo dicen todo. Sin duda, la palabra realismo les habría hecho gritar; la cosa les era familiar. Primero Ruskin: "La única buena pintura es pintar de rosa las mejillas de los niños". Y Wilde ("Orígenes de la crítica histórica"): "Uno debería poder decir de un cuadro no que está bien pintado, sino que no está pintado". Estas afirmaciones pueden resultar sorprendentes a causa de sus autores, a quienes a menudo se toma por decadentes, artistas para artistas, qué sé yo. En cualquier caso, demuestran que Wilde, Ruskin y otros como ellos, que se hacían constantemente preguntas sobre la naturaleza y los fines del arte, apenas se planteaban cuestiones sobre sus medios. De hecho, eran espíritus sencillos, y bien formados. Lo complicado fueron las luchas y polémicas que tuvieron que librar contra la bajeza y el conformismo de su época.

Sus observaciones sitúan al realismo en su verdadero terreno. El realismo no tiene que servir o ilustrar una concepción sórdida y monótona de la realidad, como tampoco tiene que hacerlo con ninguna otra. Lo suyo es la naturalidad, el sentido común (toda historia, para ser bien contada, necesita un narrador natural y lleno de sentido común), y sobre todo es la máxima invisibilidad de los medios utilizados para representar la realidad a través de una historia. A veces se dice, sin pensar, que el realismo en el cine obstaculiza la invención. Nada más lejos de la realidad: lejos de bloquear el camino, el realismo fomenta y acoge cualquier invención susceptible de hacernos olvidar un poco más la naturaleza técnica del cine, y su inevitable fragmentación, en beneficio de la historia, en beneficio de la realidad y de la continuidad de la historia. Nunca se repetirá lo suficiente.

Un segundo punto, también sujeto a interpretaciones erróneas. El clasicismo, cuya condición sine qua non es el realismo, se nutre a menudo, y sobre todo en Dwan, de un sentimiento trágico ante la vida. Una desafortunada confusión mental equipara a veces este sentimiento trágico con un pesimismo fundamental -que, sin embargo, no tiene nada que ver con él ("El pesimista y el optimista, ese eterno par de tontos", como dice Chesterton...). Este sentido trágico de la vida, presente en toda la obra de Dwan, no es en realidad más que el sentimiento inspirado por un mundo frágil, precioso y amenazado, sentimiento que también armoniza con el sentido del realismo, pues si la vida de los personajes está hecha, en gran parte, de evolución inexorable y de momentos clave, del mismo modo está constituida por instantes que no tienen sentido en sí mismos sino por participar en la vida de los personajes y, en algunos casos, por expresar una satisfacción de ser que puede ser difícil de definir, pero que es evidente y memorable. Una satisfacción que es simplemente humana, una satisfacción que es simplemente la prueba, para aquellos que la sienten, de que no pueden evitar ser sensibles a la belleza del mundo, del mismo modo que no podrán evitar ser sensibles a sus peligros y catástrofes, es decir, ser sus víctimas.

Hay un momento en la película que están a punto de ver en el que los personajes, la heroína (Barbara Stanwyck) y su padre (Morris Ankrum), están tumbados junto a un río. Están descansando y hablando. Sus palabras -su charla- se mezclan con el silencio que ponen entre estas palabras, el sonido del agua tras ellos y quizá, si se presta mucha atención, el susurro del follaje movido por el viento. Más adelante en la película, el padre es asesinado, los rebaños se dispersan y todo tiene que empezar de nuevo. Pero, por el momento, nadie sabe nada, y ¿a quién se le ocurre preocuparse por el futuro? Todo está en calma, sin misterio. Esta calma, como ven, no es la que precede a la tormenta o la que la presagia; tampoco es la que se alterna con ella o está en dramática armonía con ella; es, más concretamente, la calma que no tiene nada que ver con la tormenta, una calma que se percibe, se siente y de la que no se puede decir nada.

Por último, creo que la originalidad de la obra de Dwan bien puede residir en el hecho de que existe la mayor distancia entre un sentido trágico de la vida, que ella sabe expresar y comunicar como nadie, y un pesimismo doctrinario al que es completamente ajena. El reducido peregrinaje de los personajes que tan a menudo describe, y que hemos dicho que sustituye a lo que, en otras obras, corresponde a un largo itinerario o a una errancia desordenada, tiene algo que ver con ello. Y es que, en cierto modo, tras la aparente libertad que parece favorecer, la idea de itinerario está profundamente ligada a la idea de presentimiento y, más secretamente aún, a la idea de obediencia (obediencia al destino o a la ley moral), así como a la idea de fatiga, o incluso de agotamiento. Se ha visto muchas veces el estado de agotamiento físico y moral al que llegan algunos héroes al final de su viaje y al final de su verdad. En cuanto a la fatiga y el abatimiento moral -a veces enmascarados por la apariencia de un endurecimiento o un cinismo voluntarios- que resultan de una errancia prolongada, no es necesario insistir en ello. Por el contrario, en la obra de Dwan, el deambular de los personajes les brinda generalmente la oportunidad de encontrar nuevas fuerzas en los acontecimientos que se les presentan, y no sólo nuevas fuerzas, sino también la ayuda inesperada y a veces imprevisible de los demás. La reciben con sorpresa y satisfacción, porque la necesitan mucho, pero también con silenciosa gratitud, pues apenas tienen tiempo para hablar. Se trata de un acontecimiento no remarcado, pero fundamental, que encontraréis en muchas películas de Dwan de la última época: un vecino, a veces una persona anónima, no en todo caso un amigo, entra en la trama para proporcionar a un personaje, cuando menos se le espera, la asistencia o la ayuda activa que pueda dar, y el curso de los acontecimientos se ve entonces alterado por él. Sucede en alguna ocasión que sea uno de los protagonistas el que de repente se muestre benefactor, y de una forma que desconocíamos: en este caso, nuestra opinión sobre él y sobre los demás protagonistas se verá alterada, de modo que no dejaremos de ir de sorpresa en sorpresa.

Porque hay una última constante que aleja esta obra del pesimismo. El Mal tiene poca cabida en ella. Está ciertamente presente, activo, muy activo incluso, pero está ahí sobre todo por contraste y también porque existe, como saben, en la realidad - en cualquier caso, en absoluto sobrevalorado. La mayoría de las veces, simplemente se le condena por su mera presencia en lugares preciosos: las callejuelas mexicanas en Passion, la villa costera en Slightly Scarlet... pero no intentemos hacer una lista de inacabables maravillas - lugares y maravillas que el Mal ofende y a los que insulta con sus gritos y muecas (Lon Chaney en Passion, Ted de Corsia y su banda en Slightly Scarlet, etc.).

Sin duda habrán observado, tal vez con inquietud, cómo ciertos autores que tienen que mostrar a personajes nobles intentando vivir como es debido se ven de repente atenazados por un escrúpulo y creen que no pueden completar adecuadamente su retrato hasta que no hayan añadido alguna debilidad particular que, piensan, aumente su credibilidad al llevarlos al seno de la humanidad común. A Dwan le tienta más la actitud contraria, que consiste en tratar de vislumbrar un rastro, un brote de nobleza en la más envilecida de las criaturas. En cualquier caso, las debilidades humanas, e incluso las más flagrantes, como las obsesiones, están prácticamente ausentes de su obra; tanto más la complacencia al respecto de la que hacen gala tantos "modernos" cuando hablan de este tema. (En cuanto a la cleptomanía de Arlène Dahl en Slightly Scarlet, manía infantil en la que el Mal no tiene nada que ver, es sobre todo un pretexto para suscitar, frente a la codicia de la banda antes mencionada, la devoción, bastante encantadora de contemplar, de su hermana Rhonda Fleming, y hacer de toda la película, en una atmósfera colorista, ligeramente cruda, irónica y a veces erótica, una especie de versión moderna de "Las dos huérfanas", puesta al día pero en absoluto contraria a la tradición.)

Resumamos. Una gran sensibilidad para los lugares casi paradisíacos y para "esos momentos demasiado raros que devuelven las cosas a su orden natural" (Rousseau, “Confesiones”, III); el gusto por la razón; una muda gratitud hacia esos seres que se han mostrado benéficos, son las cosas que los personajes de Dwan tienen para oponerse al Mal, y a las sangrientas catástrofes que son sus habituales productos. Y, en general, son armas bastante potentes. También en eso consiste el clasicismo de esta obra. Porque ésta es la constante indudable, o, si se prefiere, la "flor y nata" de todo clasicismo, querer sostener que este mundo, a pesar de todo, es un mundo hospitalario.

Fragmentos del artículo de Jacques Lourcelles publicado en el nº 22-23 de “Présence du cinéma” (otoño de 1966) y recogido en “Dictionnaire des films” en la edición de 2022.

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