martes, 2 de julio de 2024

Entrevista con José Luis Guarner

¿Cómo debutaste en la crítica de cine?

La primera crítica que publiqué debió de ser en el año 55, en una revista de la asociación de antiguos alumnos del colegio La Salle Bonanova, a la cual yo pertenecía. Fue sobre una película de Sáenz de Heredia que se llamaba Historias de la radio. El contenido no lo recuerdo muy bien, aunque sé que le puse objeciones porque la película no me había gustado.

Sí, en cambio, recuerdo perfectamente que aquella crítica me valió una cartita de un tipo de la agrupación o federación de padres de familia, diciendo que cómo me atrevía a poner mal una película que había sido clasificada 1, apta para todos, incluso niños. Entonces estábamos ya, no diré que en un primer período posglaciar, pero sí en un conato de deshielo. De modo que era una reacción exótica, pero que en cualquier caso puede dar idea de cómo funcionaba el ambiente en esa época.

¿Eras ya en tu adolescencia lo que después se ha llamado un cinéfago?

Sí, sin duda. Tanto mi madre como mi tía eran aficionadas al cine. Mi madre me llevaba al cine todos los jueves por la tarde. Y el domingo, en el cine de mi colegio, veía dos películas también. O sea que, en cualquier caso, ya a una edad relativamente temprana yo debía ver mis cuatro películas semanales. A partir de los diez años, que no está mal.

¿Cómo desembocaste en el cineclub Monterols?

En el Monterols desemboqué de una manera muy sencilla. En el susodicho colegio La Salle Bonanova, donde yo estuve, tenía de condiscípulo a un tipo cuyo nombre te sonará, porque ha sido luego director del Abc, que se llamaba José Luis Cebrián. José Luis Cebrián también funcionaba en esa asociación de antiguos alumnos.

En cuanto a mí, justamente cuando terminé el bachillerato, mi contacto ya un poco más formado con el cine -fuera de ir al cine- fue leer en la Biblioteca Central Una historia del cine, de Zúñiga, y la Historia de Antonio del Amo. Ahí descubrí que había películas de las cuales yo no tenía absolutamente ninguna noción, que se llamaban Caligari, Nosferatu, Potemkin y todas esas cosas... Naturalmente, pregunté si existía algún cineclub o alguna cosa donde pasaran ese tipo de material, porque en los cines comerciales ponían principalmente películas americanas. Me parece que esto lo comentamos una vez con Román Gubern, es un detalle indicativo de la generación nuestra, porque tenemos la misma edad. Bueno, Román me parece que es un poquito mayor que nosotros.

Tres años más.

Entonces, en esa época no había revistas, ni había política de los autores. Nosotros veíamos -por lo menos Román se acuerda y yo me acuerdo perfectamente-, veíamos en los cines unas películas que a mí me habían hecho impresión, como por ejemplo Al rojo vivo (que yo vi en el Tívoli), Cayo largo (que vi en el Íntimo) y películas de ese tipo, que a mí me llamaban particularmente la atención por encima de otras y que me gustaban. Estaban hechas por tipos llamados Raoul Walsh o John Huston, pero eso no lo descubrí hasta varios años más tarde.

En el principio, pues, no fue una política de los autores, sino una política de películas. Es un dato bastante significativo, porque creo que también indica muy bien cómo era la época. Porque hoy en día, con la información que hay, la subindustria cultural creada en torno a esto, es ya muy difícil que nadie haga un descubrimiento del cine así.

El paso siguiente, cuando eso me empezó a interesar, fue buscar un cineclub. Entonces ese tipo llamado Cebrián, que frecuentaba esa asociación, me habló de un cineclub llamado Monterols, que existía en una residencia llamada Monterols. Por un afortunado azar, la residencia estaba a doscientos metros de donde yo vivía entonces.

Recuerdo todavía bastante bien la tarde en que aparecí por ahí. Me dieron el nombre de un tipo que se llamaba Fernando Loriente, que era uno de los que llevaban el cineclub. Aparecí allí una tarde para verle, y recuerdo que me bajaron por una escalerita a un piso de abajo y me metieron en un cuartito. Ahí estaban Loriente y otro tipo que no recuerdo, con un armario lleno de revistas de cine. Estaba el hombre hojeando una cosa que se llamaba Cahiers du Cinéma: creo que fue la primera vez que vi la revista ésa. Eso sería exactamente en el año 57.

Entonces tú te encuentras ya en el Monterols, colegio mayor del Opus. ¿No intentaron captarte para la Obra?

Eso sería conveniente explicarlo. Yo había sido educado, como mucha gente de esa época, en una absoluta ignorancia política y de todos los órdenes. Mi padre y mi tío estaban exiliados, y eso era como una especie de vergüenza familiar que se soslayaba con hábiles eufemismos.

A mí, en esa época, me interesaban fundamentalmente dos cosas, los libros y las películas, y con eso me contentaba. Creo ahora, con la perspectiva que da el tiempo, que los libros y las películas eran una válvula de escape frente a algo que yo intuía extraño y que no entendía muy bien, aunque tampoco tenía un interés particular en conocer.

Había oído algo del Opus Dei, no sabía exactamente lo que era ni me preocupaba mayormente. Hitchcock decía en esa famosa entrevista de Truffaut: «Mi amor por el cine es más fuerte que cualquier moral.» Yo me reconozco un poco en esa frase. Por lo menos en esa época, a mí lo que me interesaba era el cine. Entonces esos tipos, que me ofrecían la posibilidad de ver unas películas, pues de momento resolvían esa necesidad.

Aunque sea quizá un poco anecdótico vale la pena contar todo esto, porque se conoce también cómo funcionaban las maniobras de ese tipo. En efecto, el hecho de que yo empezase a aparecer por allí motivó cierto esfuerzo de captación. Fernando Loriente me habló de que yo debía tener un director espiritual, cosa que me parecía como absolutamente inaudita y exótica. Me procuraron una entrevista con un padre que corría por allí que simplemente me dio dos libros, que era Camino y El valor divino de lo humano. Me dijo que los leyera y que si no me importaba los comentáramos al cabo de un mes o cosa así. Eso debía de ser el año 58.

Me acuerdo de que efectivamente leí esos dos libros, y al cabo de un mes el mancebo me llamó para hablar del tema. Recuerdo que Camino me hizo una cierta impresión, aunque había una serie de metáforas de tipo militar que quizá (como toda mi familia era de militares) me resultaban antipáticas. Pero, prescindiendo de esto, me pareció un libro serio. El valor divino de lo humano me escandalizó. Por aquella época había acabado de leer Contrapunto, de Huxley, en cuyo capítulo tercero o cuarto hay una magnífica parodia de un pastor protestante, que es realmente una pieza muy distinguida. A mí lo que me hizo gracia fue que El valor divino de lo humano me pareció exactamente igual, en tono y en contenido, que el discurso del pastor protestante. Y tal cual le di ese juicio al sacerdote ése.

Eso debió de tener más efecto del que yo pensé -porque no le di al asunto la menor importancia en su momento-, porque ya nunca más nadie (excepto Fernando Loriente) me habló de la Obra ni de historias. Loriente un día me dijo: «Coño, el domingo hacemos retiro. Ven a acompañarme.» Entonces, como mucha gente de esa época, yo me sentía muy solo en casa. Como un tonto, fui algún domingo allí a acompañarle.

Recuerdo que un tiempo después, cuando ya conocía a Joan de Sagarra y nos gustaba mucho el jazz, un tío del Monterols que se llamaba Javier Comas y era aspirante a factótum del jazz, nos invitó a dar unas conferencias de jazz en la residencia del Opus para señoritas que hay por ahí, cerca de Vía Augusta. Fue muy divertido. Sagarra y yo recuerdo que nos quedamos escandalizados, porque Monterols era de una decoración relativamente austera para tíos que estudiaban, pero la residencia de señoritas era de un lujo absolutamente insultante. Nos metieron en una sala para que nos recibiera la directora o no sé qué puñetas y nos tuvieron como tres cuartos de hora esperando. Nos cabreamos y robamos un retrato de Escrivá que había por allí y nos largamos: no recuerdo qué hicimos luego con él.

Total, que ahí quedó la cosa. Lo que ocurrió (los posefectos no los advertí hasta mucho más tarde) fue que de puertas para afuera, incluso en mi propia familia, daban por sentado que yo me había hecho del Opus, cosa que a mí no me importó.

Luego, claro, cuando empecé a entender las reglas del juego y otro tipo de cosas, me pareció hasta divertido: no he podido evitar hacer maraña, incluso hacerme pasar por autoridad en público: siempre había siete tontos que se lo creían. Han pasado veinte años y todavía colea de vez en cuando. Cuando veo, por ejemplo, que el pobre Jorge Grau todavía amenaza a un tío con un proceso cuando le acusan de haber sido del Opus, me parece excesivo. Lo que pasa es que mi caso es un poco atípico -simplemente porque yo era muy loco y muy inconsciente en esa época-, pero es curioso, es divertido.

Al margen de esta cuestión, te encuentras en el Monterols con una serie de personas interesadas como tú por el cine. ¿Hasta qué punto fue el Monterols el lugar donde se incubó la, digamos, crítica cahierista española? Tú mismo has dicho que allí viste por primera vez Cahiers.

Ésa es una cuestión que algún día habría que estudiar detalladamente, porque es una cuestión curiosa. Eso fue un poco como lo del Opus, se colgó el sambenito de Cahiers de la misma manera que se colgó el sambenito de Opus. Obviamente, Cahiers sí que ejerció una influencia sobre nosotros, por lo menos sobre mí. Y digo sobre mí porque quizá era el único de los que había allí que leía francés bien y tenía cierto background de cultura francesa. En ese sentido supongo que me pudo influir más que a otros.

Efectivamente, Cahiers, en aquel entonces, sí tenía un sonido nuevo, distinto por ejemplo del que tenía Bianco e Nero, que también corría por allí. Bianco e Nero era un plomo, no se podía leer. En cambio, en Cahiers sí se hablaba en un tono cercano al tono que yo inconscientemente buscaba.

La historia de la intelectualidad de Monterols... Efectivamente, Monterols sí fue un germen muy curioso y muy adelantado a su época, aunque curiosamente envuelto en una córnea de tipo espiritualista y metafísico. Porque efectivamente aquello llegó a tener la fuerza de una pequeña doctrina. Era pequeña, pero como en el exterior no había ninguna, obviamente acabó haciendo mella. Sobre todo, hay que tener en cuenta la época. Aquí confluyen simultáneamente varias cosas que voy a intentar desglosar.

En esa época yo tenía veinte o veintiún años y era un tipo como protegido por un fanal de cristal. Intelectualmente quizá estaba por encima de esa edad, pero humanamente era como un niño de catorce años, que es también un factor significativo. Toda la crítica de entonces, consciente o inconsciente -y eso es una consecuencia de la época-, tenía un carácter redentorista: el cine no era nada entonces, era poco más que mierda; el cine, el jazz o la ciencia ficción eran subcosas cuya condición de arte había que defender a toda costa. Los primeros teóricos del cine, empezando por Ricciotto Canudo y todos esos tíos, eran el perfecto equivalente de lo que éramos nosotros entonces: unos tipos que con toda buena fe descubrían una cosa que les gustaba, que intuían que tenía una sustancia creativa y que trataban de ponerla de largo. Ponerla de largo era demostrar su carácter artístico, la misma idea base que planea sobre todos los escritos de gentes como Eisenstein: pues ahí estábamos nosotros todavía en esa época.

Estábamos mal informados y no teníamos películas para ver. Habría que estudiar, en la historia de la crítica en los sesenta, si esa proliferación que hubo no fue un poco la consecuencia de que como no había películas había que inventarlas por escrito: ahí se inventó sin saberlo un universo paralelo casi borgesiano.

El espíritu que había entre nosotros era muy redentorista y el cine era como muy importante. Monterols produjo al menos dos documentos que son importantes, uno de ellos la famosa carta sobre Rossellini.

Además, yo me encontré allí con un grupo de cinéfilos, un grupo de tíos extrañísimos donde había tipos del Opus Dei, profesionales, estudiantes sin más con interés por el cine. Hubo un grupo que propugnó una minirreligión y consiguió seducir a más gentes. Esa religión se basaba en dos personajes concretos que eran absolutamente anatematizados en la época, Renoir y Rossellini, fíjate qué increíble modernidad hace veinticinco años, es una cosa que me sorprende mucho vista hoy. Pero entonces todo eran intentos conscientes o inconscientes de crear teorías redentoras del cine, a partir del catolicismo además, y frente a Cahiers, que era cosa de agnósticos.

Aunque Bazin era católico.

Sí, lo que pasa es que era un católico demasiado católico, demasiado católico para lo que se llevaba entonces aquí. El problema de Bazin todavía está sin analizar. Mi teoría particular es que Bazin lo único que hizo fue tomar y aplicar unos principios de la teoría del arte de Malraux. Pero esto ya sería largo y nos sacaría del tema.

Entonces, yo recuerdo que en una revista francesa publicaba artículos un tipo llamado Jean d'Yvoire, artículos que consiguieron un arraigo notable entre ese grupo de católicos españoles. Jean d'Yvoire era una bellísima persona, pero completamente desfasada. Yo sentía también admiración por él. Claro, en ese tiempo en que eres todavía muy permeable a todo tipo de influencias, un tipo que de repente te abre una pequeña puerta metafísica llama mucho la atención. Esos artículos, que nunca se llegaron a publicar como libro en Francia, se publicaron aquí como libro, mejor dicho, librito. Yo hice la traducción. Por cierto, se llamaba El cine, redentor de la realidadlo cual era ya todo un programa.

Pero ahí, dentro de toda esa pandilla de locos, cada uno sustentaba su pequeña teoría. Fernando Loriente -apoyado en un tipo llamado Antonio María Ramírez, del que después hablaré- había inventado el «montaje continuo». Después, otro tipo, un loco de Torredembarra a quien habrás conocido en la Escuela y que se llamaba Esteban Parré, había inventado una cosa que se llamaba el «diafanismo», que era el montaje continuo de otra manera. Incluso yo inventé un intento de sistematización de esas cosas, que se llamaba el «cine interior».

En realidad, ahora me doy cuenta exacta de que lo que intentábamos era amueblar intelectualmente una cosa que era denostada en las esferas de la cultura oficial. Aparte de la carta sobre Rossellini que hizo Antonio María Ramírez, la manifestación más sólida que tuvo todo aquello (que así contado queda como muy exótico) fue el Manifiesto del color, donde ya intervenimos todos. Pero eso es otra historia. La carta sobre Rossellini no se llegó a publicar, pero era realmente penetrante para la época.

A Antonio María Ramírez yo lo conocí superficialmente: después se ordenó cura del Opus y no he vuelto a verle. Era un tipo con sensibilidad que, no conociendo nada del cine, montó una magistral teoría sobre la base de media docena de películas. No hicieron falta más. Eran Stromboli, Europa 51 y Viaggio in Italia (que era lo único que había de Rossellini entonces) y La gran ilusión, El río y no recuerdo si alguna más de Renoir. Entonces, a partir de ahí, sin ningún tipo de prejuicio estético y no conociendo otras cosas del cine, el tío montó su teoría. Fue un descubrimiento interesante porque lo hizo por su cuenta y riesgo. Cahiers aún no se había visto y era obvio que el tío defendía esas películas dando sus propias razones, no tomando unas razones prestadas de otros. Ese chico, ahí, tuvo la feliz intuición de que esas películas proponían de alguna manera un lenguaje nuevo. Fernando Loriente hizo una versión anotada de esa carta, con llamadas e intentando razonar más las cosas.

Fernando Loriente era también un tipo altamente peculiar. Era ingeniero industrial, era un tío muy inteligente, muy absolutamente loco y muy aficionado al cine. El sí tenía una mayor cultura cinematográfica, se había molestado en leer, había visto clásicos rusos. El invento ese del montaje continuo era de hecho la racionalización de una posibilidad estética cinematográfica contrapuesta al montaje dialéctico e ideológico ruso. Loriente preconizaba películas hechas de planos largos, con un montaje digamos contemplativo, que daba tiempo de ver las cosas, donde las cosas actuaban, no por estacazo en la cabeza como Eisenstein, sino por sedimentación.

Todo ello muy próximo a las teorías -por llamarlas de alguna manerade Bazin.

Sí, lo que pasa es que eso Bazin no había llegado a formularlo con esa claridad ni de una forma tan tajante. Creo que tanto la carta como las notas, si llegaran a publicarse ahora, llamarían la atención porque eran de una perspicacia fuera de lo común para la época. Claro que eso iba mezclado con ciertas apetencias espirituales personales que a mí no me interesaban particularmente, aunque coincidiendo con esa época tuve un breve período de misticismo metafísico que pronto pasó.

En cualquier caso, la carta en cuestión era una cosa absolutamente novedosa, me parece que nadie en España se había planteado aún ese problema. Lo que tiene más gracia es que todas esas cosas son siempre el fruto de un conocimiento insuficiente del cine. Porque ¿dónde ver cine? Recuerdo que devorábamos los pocos clásicos del cine que conservaba la Filmoteca, muchos de ellos en copias hechas un asco. Entonces, ya prescindiendo de las alturas elevadas de Rossellini y de Renoir, lo único que nos ofrecía cierta continuidad eran las películas americanas bien hechas.

Esta es un poco la historia de una intelligentsia cinematográfica de derechas, que surgió por pura casualidad y que curiosamente vio mucho más allá de lo que veía la intelligentsia cinematográfica subterránea, que era de izquierdas, obviamente. Porque aquí, en España, no había existido nunca cultura cinematográfica de derechas: piensa en Juan Piqueras y Nuestro Cinema, en toda esa gente.

Estaba Ernesto Giménez Caballero...

Sí, pero Giménez Caballero es un caso demasiado atípico para haber podido sentar escuela en ningún lado; porque, por ejemplo, esas gentes de Monterols, que podían haber tenido connivencias con Giménez Caballero, le consideraban un excéntrico. Efectivamente yo leí los libros de Giménez Caballero, que son más interesantes de lo que parece. Pero le considerábamos un excéntrico y un loco. Además, está esa cosa suya del film y la Hispanidad... y si había una cosa en la que comulgábamos todos nosotros era en nuestro más absoluto desprecio hacia el cine español, que nos parecía la más absoluta de las bazofias.

Si te parece, hablamos ahora de tu traslado a Madrid.

Antes quisiera terminar con el Monterols. La operación Monterols, esto yo no lo comprendí hasta más tarde, fue efectivamente una operación muy maquiavélica, que tenía un objetivo conquistador. A partir de esas cosas de que te he hablado, no sé con quién coño hablaría Fernando Loriente ni a qué conclusión llegaron, pero pusieron en marcha una operación perfectamente deliberada y planificada para hacerse con el cine español. Eso coincidió con la puesta en marcha del cineclub, que por lo visto era una especie de caldo de cultivo de la cosa.

Lo que ocurre -y siempre pasa con las operaciones planificadas- es que ahí había una serie de personajes atípicos que finalmente hicieron imposible que la operación se efectuara. En esa época montaron con la editorial del Opus los libros de cine Rialp. Eso lo hicimos nosotros. Uno de los veteranos que había ahí era un tío llamado Juan Ripoll, que me parece que tampoco llegó a ser nunca del Opus. Pero se encontraba cómodo, le daban una posibilidad de funcionar y el hombre se agarraba a eso sin más complicaciones: su inconveniente, por lo menos a mí me lo parece, es que era un tipo muy mediocre. Al mismo tiempo, la gente del Opus montó la productora Procusa, donde un tipo llamado José Villota, que era ingeniero industrial y a quien yo recuerdo de los coloquios del Monterols, pasó a ser consejero-delegado. El capital era de los Luca de Tena y del Opus. Por otro lado, en el cineclub pasaron a tener un papel protagonista gentes nuevas, como Grau y José María Otero. Siguiendo con esa defensa de la modernidad contra el cine antiguo o el cine clásico, inventamos la defensa del cine en color. Hicimos un ciclo de tres meses dedicado al estudio del empleo del color en el cine, que terminó convirtiéndose en manifiesto.

La nueva frontera del color.

Despeluzar el manifiesto del color y descuartizarlo es interesante, porque creo que es muy como éramos entonces. A mí me sorprende porque es un documento altamente perspicaz. Se preconizan cosas que han ocurrido todas puntualmente veinte años después. Claro que todo eso envuelto en una jerga humanista y metafísica de la cual yo me avergüenzo un poco ahora, pero que es muy típica de esa cosa idealista en la que entonces estábamos todos inmersos.

Claro que, curiosamente, creo que era un espiritualismo no religioso, sino estético. A mí todavía me divierte cuando, muchos años después -sospecho que con propósitos avergonzadores-, todavía nos pasan el manifiesto ese por las narices. Ya te digo, a mí en ese sentido no me avergüenza, sino todo lo contrario. Te puedo decir que me parece una cosa muy ingenua y muy desfasada en cuanto a su planteamiento digamos humanista, pero en cambio en lo que respecta a cosas concretas de cine específico te puedo decir que está bien.

En Film Ideal apareces en julio del 61, con una crítica del Interludio de amor, de Douglas Sirk. Ahí figuran ya algunas constantes del cahierismo: hablas de la puesta en escena y aprovechas para «cargarte» a Torre Nilsson, Ritt, Zinnemann, Delbert Mann... Poco antes se habían ido de la revista Pérez Lozano y los curas. ¿Crees que tú fuiste un poco el impulsor del giro de Film Ideal desde el catolicismo «a la antigua» a un cierto cahierismo?

Sí y no. No, en el sentido de que no tengo nada que ver con la marcha de Pérez Lozano: yo estaba en Barcelona. Lógicamente, cuando hay una escisión de ese tipo se buscan nuevos colaboradores. A mí no sé de qué me conocían exactamente, pero me ofrecieron colaborar y acepté.

Por esa época yo había frecuentado ya la biblioteca del cinema de Dalmiro de Caralt. La historia de la biblioteca de Dalmiro de Caralt es un poco la historia de cómo ha funcionado la cultura cinematográfica, por lo menos en Barcelona. Fernando Loriente descubrió esa biblioteca a través de no sé quién. De repente, pasábamos de no tener nada a tener una biblioteca con tres mil libros de cine. Era, no sé, descubrir que la biblioteca de Alejandría no se había quemado, después de todo.

Con eso, en Monterols, los jueves, se hacían como unos pequeños seminarios -éramos muy pocos, doce o veinte tíos- llamados «Estudio de teóricos». Se empezaba por Ricciotto Canudo y se seguía por Eisenstein y todos esos señores. Todos esos tipos los conocimos gracias a la biblioteca de Delmiro de Caralt, porque esos libros no eran encontrables absolutamente en ningún sitio. Don Delmiro nos prestaba esos libros. Entonces yo me llevaba El sentido del cine, de Eisenstein, me lo leía, hacía una especie de resumen y lo exponía en el seminario, que ya era una operación curiosa para la época, ¿no?

Volviendo a lo de Film Ideal, quiero decirte con esto que yo para la época ya había leído mucho. Cuando llegué a Madrid ya era un lector bastante asiduo de Cahiers, donde encontraba, como ya te dije, cierta afinidad de lenguaje. Como yo era muy joven, de la misma manera que eres influenciable a ideas lo eres a tics de lenguaje, de estilo, etcétera. No se me ha ocurrido nunca analizarlo, pero efectivamente una influencia la hay. Aunque no se trataba de devoción y repetición -que es de lo que nos han acusado-, porque yo sí recuerdo que había cosas de Cahiers que nos parecían muy bien, pero otras que nos dejaban absolutamente escandalizados.

En cuanto a la influencia en Film Ideal, después se ha comentado que yo les había hecho cambiar. Yo tanto no puedo decir, pero sí hubo un punto de fisura muy claro. Fue un coloquio sobre cine americano. Me llamó Martialay y me pagaron el viaje a Madrid porque querían hacer un coloquio sobre cine americano, que era un poco lo que yo estaba defendiendo. Curiosamente, no lo estaba defendiendo motu proprio: ya estaba trabajando sobre un pequeño bagaje colectivo adquirido en Monterols. Y es que ocurre una cosa que ya te apunté: Rossellini y Renoir se nos habían agotado en cuatro películas, y aquello era muy difícil seguirlo en aquella época; pero películas americanas que alentasen la llama había muchas. Con una de esas paradojas históricas que tienen mucha gracia: Film Ideal se dedicó -cuando ya ni siquiera lo hacía Cahiers- a cantar las grandes alabanzas del cine americano cuando el cine americano ya estaba agonizando. Por una cosa muy simple: porque nuestra información se alimentaba de las películas, y las películas, en esa época, llegaban con mucho retraso (Interludio de amor, por ejemplo, era una película de 1957). Quiero decir que en los primeros años sesenta se desarrolló una ilusión, se creó la ilusión de un cine que existía, cuando era un cine que ya estaba acabado desde hacía tiempo, porque funcionábamos sobre la base de películas que tenían diez años de antigüedad.

Parece que el punto de cesura fue ese coloquio, en el cual me tocó llevar la voz cantante. A partir de ahí parece ser que efectivamente hubo un cambio de orientación en la revista. Un cambio en el cual mi influencia es casi sólo, me parece a mí, haber destapado una caja de Pandora. Porque recuerdo con absoluto escándalo críticas entusiásticas de Juanito Cobos, que ponía por las nubes alguna que otra película que a mí me parecía un horror. En cualquier caso, creo que eso fue una operación absolutamente artificial, absolutamente involuntaria. Ahí hubo un fenómeno de espejismo y de deformación: estudiar esas críticas no es estudiar historia del cine, sino estudiar la historia de los mitos y obsesiones de jóvenes españoles de cierta edad en los años sesenta.

De una manera distinta a la de Monterols, se hacían un poco las misiones, se predicaba el cine a los infieles. Operación que, con todo, a la larga funcionó. Quiero decir que hoy en día hasta Martínez Tomás [crítico cinematográfico de La Vanguardia hasta 1980] sabe que Minnelli es un señor respetable, aunque no tenga ni zorra idea del porqué. Efectivamente, con aquello parece ser que hubo una serie de directores que por escalafón subieron de categoría, esto es obvio. Toda esa historia, finalmente, es muy irónica, ¿no?

No sé si puede decirse que fuiste el artífice de la cuestión, pero sí por lo menos uno de los que pusieron en marcha la «operación Lazaga», con una crítica de Trampa para Catalina en el número 140 de Film Ideal. Dices ahí que Lazaga es un buen artesano, no un genio, que haciendo películas malas ha aprendido a hacerlas buenas, que la película es un documental sobre Conchita Velasco... Es decir, en alguna medida también lanzas el fenómeno Lazaga, que es uno de los que más comentarios ha promovido en torno a Film Ideal.

Sí, pero insisto en que esa influencia es marginal. Puedo haber dado el empujón, o simplemente haber abierto esa puerta que es el pequeño invento de: «Ah, ¿pero también se pueden ver así las películas?». Desde el momento en que se puede ver así una película, no sólo ésa, sino diecisiete mil se pueden ver así. Es un fenómeno de inversión del telescopio, que si no se utiliza con cabeza puede dar resultados absolutamente aberrantes.

De lo de Pedro Lazaga obviamente sí me acuerdo, porque Pedro Lazaga era un tipo que habíamos conocido en Monterols: había traído una película que sería muy curioso ver ahora, porque era una película «de arte y ensayo» hecha con muy pocos medios, Cuerda de presos.

Esa película se estrenó en el Kursaal y me sorprendió, porque era una cosa que entonces (no he vuelto a verla) funcionaba muy bien (me refiero a Trampa para Catalina). Era un intento de fundir comedia americana con comedia italiana. Por otro lado, ya en esa época atacábamos a William Wyler, al cine digamos A, para defender el de serie B, que entonces eran Nicholas Ray y Fuller. La película de Lazaga, que tenía bastante gracia, era un perfecto ejemplo de que ese cine, ese esquema de cine de serie B, daba mejores resultados que las monstruosas películas de mensaje que paría por entonces el cine español.

Lo que ocurrió, en el caso de Lazaga concretamente, fue que en Film Ideal acabaron desbarrando por una serie de razones: porque estaban en Madrid, porque alguno terminó como de guionista con Lazaga, o de actor como Marcelo Arroita, etcétera. Y la cosa se convirtió en un culto.

Curiosamente, en esa línea, iniciada por ti en cierto modo, hubo gente que fue más lejos. Quiero decir gentes como Pala, Buceta, Villegas, los llamados marcianos.

Esto es muy curioso, porque además hay que confrontarlo con la otra crítica, la crítica «seria», cuya fuente de inspiración no era el cine americano, sino el cine italiano, el neorrealismo y todas esas cosas.

Más tarde, el realismo crítico de Visconti que defendían los de Nuestro Cine.

Sí, eso es posterior. Pero ya desde antes la influencia era cierta, estaba a nivel de lenguaje. De la misma manera que en Film Ideal se deslizaban escandalosos galicismos, fruto de la lectura desmedida y continuada de los profetas, también en Objetivo se deslizaban maravillosos italianismos fruto de la lectura continuada de Cinema Nuovo.

En el caso del grupo de ruptura de Film Ideal, porque efectivamente fue una absoluta ruptura... No sé, yo al principio estaba en Barcelona, y cuando estuve en Madrid tampoco participaba mucho en las querellas porque estaba muy ocupado en Documentos [Cinematográficos]. Pero sí, en Madrid eso fue dramático. Esos chicos, los marcianos, vinieron a ocupar un poco una función como la que Luc Moullet introdujo en Cahiers, por ejemplo. Porque los otros, finalmente, sólo pretendíamos cambiar una cosa académica por otra cosa académica. Porque lo que yo propugnaba era en el fondo una cosa como muy cultural, muy creativa y pese a todo muy respetuosa de las estructuras.

Ellos dieron un paso más. Hicieron otra cosa, que ya era -sin ellos saberlo- un tímido intento de crítica behaviorista. Reducir la cosa a su simple esquema es muy sencillo. Ahí se trató de ejercer una ruptura contra la digamos crítica de contenidos. Hasta entonces una película valía lo que decía, y si no decía algo concreto importante no valía nada. Eso era una cosa mucho más arraigada y mucho más grave de lo que pueda parecer ahora, veinticinco años después. Si tú lees, por ejemplo, que en el año 53 Berlanga tuvo que decir una cosa del calibre de que el cine de evasión es defendible cuando es inteligente, te puedes dar perfecta cuenta del grado de deformación al que se había llegado.

La ruptura que nosotros iniciamos fue en la línea Bazin -que era finalmente el plan Malraux-: el contenido no se dice a través del contenido en sí, se dice a través de una forma cuya misión es la de explicitar dicho contenido. Ésa es una cosa que se presta a mucha deformación literaria y a mucha historia todavía. Esos mancebos, que eran unos puros, iban todavía más allá. Es decir, pusieron un ladrillito estructuralista sin saberlo: no creemos en contenidos, no creemos en nada, creemos únicamente en la realidad del fotograma. Sin saberlo, pusieron en el ruedo uno de los caballos de batalla de la crítica moderna, pero a un nivel que se prestaba enormemente a confusión. Y, efectivamente, hubo todo tipo de confusiones, pero la cosa tuvo gracia. Yo no recuerdo quién me descubrió a Marcelino Villegas, pero -debía de ser en el año 63- Marcelino Villegas me trajo unas críticas para Documentos que eran absolutamente incomprensibles, porque además estaban muy mal escritas y yo se las tenía que corregir de estilo para que se entendieran. Luego pasó a Film Ideal, porque Documentos tuvo una vida breve. Marcelino hacía una reseña de una película simplemente desmenuzando la mirada de una actriz en un plano. Era un poco como volver al cine en los orígenes. Marcelino se maravillaba con el cine igual que en los tiempos de Louis Lumière: galopaban unos caballos y levantaban una nube de polvo: que hubiese polvo y tapase la escena, eso le parecía el non plus ultra a Marcelino. Claro, eso forma parte de la reproducción mecánica del cine, que es muy importante porque su estética nace precisamente de eso. Pero, claro, de ahí a establecer una cosa de tipo ideológico media un abismo.

Con todo, los marcianos acabaron teniendo influencia, porque yo recuerdo con enorme regocijo una reseña de Augustito Torres sobre una película de Marisol, que a Augustito le gustaba porque cuando Marisol mueve la cabeza se le mueve el pelo.

Tú introdujiste en Film Ideal a los colaboradores catalanes: Gimferrer, Moix, Ramón Font...

No particularmente. Nos conocíamos de los cineclubs y, lógicamente, el grupo fue absorbido tal cual por Madrid. Ahora, con el tiempo pasado, parece que yo tuve un papel muy protagonista, pero no me parece que fuera así. Simplemente es que vino rodado, eso es todo. Lo que pasa es que sí es posible que yo, sin saberlo, ya te lo decía, abriese una pequeña caja de Pandora que terminó teniendo consecuencias nunca esperadas.

Al principio de tu colaboración en Film Ideal eras a la vez redactor-jefe en Madrid de Documentos Cinematográficos, que se editaba en Barcelona bajo patrocinio del Opus. En el número 13 (diciembre de 1962) de Documentos hay una especie de editorial firmado por Coma, Ripoll y tú y titulado «La nueva frontera de la crítica». Allí preconizáis una nueva política de autores: decís preferir Demy a Fellini, que los cuatro grandes son Rossellini, Renoir, Hawks y Lang... En el número 16-17 (primavera de 1963) revisáis directores: os cargáis a Bergman y a Buñuel, sois bastante reticentes con respecto a Antonioni, consideráis a Walsh y a Sirk como maestros ignorados. ¿Había en todo eso un afán de provocación?

Obviamente un poco sí. En aquel momento, tras el cambio de orientación, las posturas entre Film Ideal y Nuestro Cine eran intentos de clarificación que inevitablemente conducían a mayor confusión todavía. De lo que se trataba un poco era de volver a empezar desde el principio. De todos modos, hay que situarse en la época. Cuando se publicó eso, las últimas películas de Orson Welles habían pasado aquí completamente desapercibidas. De Sed de mal nadie había hecho ni caso. Yo recuerdo haberme encontrado con [Juan Francisco de] Lasa en el Windsor, después de una proyección de Mr. Arkadin, y que el hombre comentaba: «Pues qué porquería, ¿no?» Ciudadano Kane se había estrenado aquí doblada, me parece que fue por esa época, por los primeros sesenta, y los Amberson no se había visto nunca (después apareció una copia que explotó la federación de cineclubs y fue como una revelación, porque era una película mucho más moderna en su discurso que Ciudadano Kane). Ese tipo de afirmaciones que comentas son muy taxativas, pero al mismo tiempo muy susceptibles de inducir confusión. Son muy periodísticas y absolutamente ceñidas al tiempo: era un poco ese empeño absurdo que existe de clasificar y evaluar. Ahora, efectivamente, tal como lo has resumido tú, queda como altamente extravagante. Sin embargo, en su época, tenía la significación que he apuntado.

Sobre todo, parece hoy muy extravagante la taxativa descalificación de Buñuel.

Entonces Buñuel era muy escasamente conocido. Quiero decir, claro está, en España. Buñuel representaba -y puede representar todavía hasta cierto punto- un cine que es muy viejo de factura, muy calculado y pobretón en determinadas películas. La culpa de esa toma de postura la tiene muy concretamente Viridianaque me parece una de sus peores películas y que además tuvimos que verla en privado porque estaba prohibida. Los olvidados no se estrenó en el Diagonal hasta el 66 o 67: yo no la había visto nunca y me quedé como absolutamente estupefacto. ¿Qué quiere decir esto? Pues que se cometía un pecado que es muy común cuando se es joven y muy ingenuo: pretender reducir una cosa no a lo que es, sino a algo que se conoce de ella. Es lo mismo que el espíritu redentorista de que hablábamos antes. No habíamos visto Él, no habíamos visto Archibaldo de la Cruz...

Ni El ángel exterminador, claro.

Porque eso se escribiría, irónicamente, justo en el preciso momento en que Buñuel hacía El ángel exterminador, ¿no? El ángel exterminador es el cierre del círculo y el regreso a La Edad de Oro. Pero en eso de reducir una cosa a lo que se conoce de ella pecamos todos, pecó Film Ideal y pecó Nuestro Cine. Hoy en día a nadie le importa ya un pimiento discutir si el cine es un arte o no es un arte. El tiempo ha terminado de hundir unas cosas, pero ha rescatado muchas otras: Billy Wilder, por ejemplo, que era un tipo que en esa época no nos interesaba mucho. Con el tiempo, automáticamente, la gente que tiene cierta calidad sube imparablemente en el escalafón, no se puede evitar.

Ocurre además que nosotros, sin saberlo, estábamos viviendo el fin de una época, el fin de una etapa. Sobre el fin de esa etapa nosotros pretendíamos justificar una serie de cosas, porque también era una forma de justificarnos a nosotros mismos, en último análisis, porque éramos misioneros y cristóbales colones y estábamos frente a gente agorera. Esas gentes agoreras sabían más que nosotros, simplemente porque habían visto las películas que había que ver en los momentos oportunos. Nuestra relación con el cine era absolutamente de tipo amoroso y no queríamos aceptar que el cine se estaba acabando. Queríamos justamente demostrar que estábamos en la edad de oro, cuando el tiempo se encargaría de demostrar justamente lo contrario: ahí, en los primeros sesenta, es cuando empieza el fin de la época.

De todos modos, el tiempo parece haberos dado la razón en buena medida. Es como si hubierais tenido una intuición curiosamente certera o una comprensión real del fenómeno, porque los más de vuestros defendidos parecen defenderse hoy mejor que los defendidos por Nuestro Cine.

Puede ser, pero yo no creo que hubiese mayor comprensión por nuestra parte. La única ventaja, por lo menos en cuanto a mí, es que pese a todo siempre he tratado de apegarme más a la realidad física impresionada en celuloide que yo percibía, que a ciertos presupuestos estéticos o políticos que no comprendía o comprendía muy mal, que no he llegado a comprender hasta mucho tiempo después. Esto creo que se entiende muy bien comparándonos con las jóvenes generaciones de ahora. Las jóvenes generaciones de ahora yo creo que no necesitan escribir, porque es que ya tienen todas las películas que quieran. Ahora, cualquier mozo aficionado al cine se puede hacer con un bagaje de películas que nosotros tardamos quince años en adquirir.

La Filmoteca funciona, hay más libros, entran más películas...

Funciona la televisión... En este país conocemos a Lubitsch, conocemos a King Vidor gracias a la televisión. Luego ha venido Filmoteca... Monterols inventó una religión con dos películas de Renoir y tres de Rossellini: a mayor o menor escala, todas las revistas de aquella época repiten de diferentes maneras esa fórmula.

Lo que no ha resurgido, aunque existe ahora un par de revistas de cine, es esa pasión que había entonces. Sería, como tú apuntaras, una pasión vicaria.

Tenía que ser, porque si no no hay explicación lógica. Era como ese reclamo de una colección de libros de cine, que venía a decir: «como no hay películas, hacemos los libros».

De toda aquella época, tanto en Film Ideal como en Nuestro Cine, ¿qué nombres destacarías como más significativos?

Esto es difícil. Recuerdo con gusto, en Nuestro Cine, cosas de Víctor Erice, y de Claudio Guerín Hill, que ya murió. Hay cosas que las recuerdo como muy esquemáticas, pero que con todo me divirtieron mucho. Recuerdo una cosa de Julio Acerete sobre los vampiros, Christopher Lee en las películas de la Hammer, que todavía me estoy riendo. Me parece un ejemplo tipo de crítica terrorista ideológica que no deja de tener cierta gracia, aunque obviamente es poco consistente. De Film Ideal yo recuerdo con gusto algunas cosas exóticas de Martialay sobre Raoul Walsh o Howard Hawks, o algunas críticas delirantes que me divirtieron mucho, como una de Terenci sobre Cleopatra que era absolutamente inenarrable. Lo que pasa es que no la he vuelto a ver.

Me la citaba Gubern el otro día.

Es que eso escandalizó mucho. Me parece que todavía alguien recientemente cita con escándalo esa crítica...

Yo recuerdo principalmente, por algo debe ser, las cosas bien escritas: ciertas cosas de Marcelo Arroita y de Pere Gimferrer sobre todo. Marcelo Arroita también tuvo sus frivolidades, porque hizo una crítica en verso de Charada que es típica. Pero recuerdo las cosas de Marcelo y de Gimferrer a nivel de puntos sueltos. Es decir, cosas con las que no estaba de acuerdo y me chocaban, pero daban detalles concretos que a mí no se me habían ocurrido y me parecían justos. También recuerdo algún detalle de las críticas de Palá y Villegas, como una reflexión sobre el montaje de dos planos, que ellos utilizaban para darle la vuelta a un razonamiento que era habitual.

Normalmente, para lo que sirven las críticas es para esto, para que alguien te dé un punto de vista que a ti no se te había ocurrido. Porque tú eres tú y ves las películas de una manera, pero hay otras personas que las ven de modo distinto, y si su argumentación está formulada con coherencia y de una manera racional, es siempre una experiencia enriquecedora. Lo que pasa es que eso no se da con la frecuencia que debiera darse.

Ahora tú eres crítico de un diario y un semanario. ¿Te sientes un superviviente o crees que aquella época ha tenido incidencia sobre la crítica de periódicos?

Por lo menos en Barcelona, yo creo que la crítica en diarios ha cambiado en pocos años de una manera absolutamente radical, hasta el punto de que lo que era normal antes -La Vanguardia y Martínez Tomás- hoy es una absoluta rareza que la gente utiliza para divertirse. Creo que es un cambio considerable.

No me considero como un superviviente, porque la verdad es que, como dice Cabrera Infante, ningún niño dice que cuando sea mayor va a ser crítico de cine. Me he considerado cinéfilo -que es palabra que me ha gustado mucho y que ahora me parece muy taxativa- y ahora me considero un filmgoer, uno que va al cine, simplemente eso.

Lo que pasa es que el hecho de haber rodado algo, de haber visto cómo se ruedan las películas en la realidad y no como las has soñado, tiene una incidencia altamente interesante sobre tu labor como crítico: te ayuda a reconocer lo que tiene valor, lo que es dificultoso o meritorio rodar. Muchos críticos se deslumbran por cosas muy sencillas de conseguir, que están al alcance de cualquier hijo de vecino. Ésa es finalmente, ni más ni menos, la gran aportación de la gente de Cahiers, que en realidad era gente que se quería dedicar a dirigir películas. Su gran aportación fue dar un nuevo punto de vista. Se trataba de no ser El Elegante Caballero en la Tribuna (1), sino otra cosa.

En “Crítica cinematográfica española. Bazin contra Aristarco: la gran controversia de los años 60” de Iván Tubau. Publicacions de la Universitat de Barcelona, 1983.

(1). Alusión al libro de Tom Wolfe El nuevo periodismo.

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