lunes, 5 de mayo de 2025

Hitler's Madman (Douglas Sirk, 1943)

Realizada durante el verano del 42 en ocho días, rodada en pequeños decorados, esta película impresionó tanto a la M.G.M. que la compró bajo el título de Hitler’s Hangman (El verdugo de Hitler), ya que Lang aún no había rodado Hangmen Also Die (Los verdugos también mueren). La M.G.M. hizo que Sirk volviera a rodar algunas escenas (véase la entrevista) y la estrenó bajo el título Hitler’s Madman (El loco de Hitler). Las escenas que hoy vemos en el palacio debieron desarrollarse, sin duda, en una habitación del hospital, donde una joven se había arrojado por la ventana. Así desaparece una rima importante, y nunca sabremos si salimos ganando con el cambio.





Esta película guarda cierta relación con Atila, el rey de los hunos (Sign of the Pagan), realizada por Sirk en 1954. Una cosa une estas dos películas: la oposición entre religión y barbarie, ambas entendidas en el sentido más común de esos términos. Sirk está demasiado apasionado por lo irracional como para iluminar a sus personajes a través de su historia y de los valores espirituales o morales en los que creen, como lo hace Ford. Lo que aparece en esta película es la violencia de los impulsos, ese fondo antiguo, claro u oscuro, de naturaleza religiosa: Heydrich, interpretado por John Carradine, a quien rara vez se ha visto tan sutilmente malvado y que aquí se libra de la caricatura presente en la versión langiana, es ante todo una fuerza salvaje. Ante esa fuerza salvaje (que es una elección estética de Sirk dentro del marco de su película), se percibe, no hace falta subrayarlo en los diálogos, que «solo la violencia ayuda donde reina la violencia», y la demostración de lo que Kant afirma por boca del profesor se realiza cinematográficamente ante nuestros ojos: a través del impulso que Sirk imprime a sus planos y al desplazamiento brutal de su actor. Pero si el guion es particularmente lineal, si el bien está de un lado y el mal claramente del otro —premisas de toda una estrategia (precisamente del orden de la creencia religiosa, y no en absoluto de la fe) que fundamenta ese melodrama que Sirk hará más sutil y más rico cuando lo arraigue en el humus social—, si los personajes carecen de matices, los movimientos de las pasiones (represión y revuelta) y las acciones que se derivan conservan una solidez indiferente a la moral, sintetizan todas las sutilezas de un recorrido psicológico, para ejercer sus efectos en el espacio de la tragedia. Heydrich es constantemente odioso y, sin embargo, en tanto que personaje trágico, se le hace justicia. Cuando, moribundo, desespera por seguir viviendo y rechaza sus reflejos hitlerianos (escena para la cual estamos subrepticiamente preparados por el cambio de actitud de la esposa del alcalde, que ha perdido a sus hijos), ya no es más que un hombre atrapado, como los demás, en la condición humana —no en el sentido del hombrecillo entrañable gracias a algún pequeño detalle, del tipo “los calcetines rotos de Hitler que nos lo hacen tan cercano y humano”, sino en este sentido: un hombre puede ser al mismo tiempo el tirano más sanguinario y parecer —dentro de la transposición estilizada que permite una película—, durante un segundo, con ese aire de locura y deseo de vivir que tiene justo antes de morir, semejante a aquellos que él mismo envía a la muerte. Heydrich rozando la comprensión de lo que sienten aquellos a quienes destruye y volviendo inmediatamente a ser él mismo, es decir, una bestia sanguinaria, eso es lo que John Carradine debe transmitir y transmite efectivamente en su rostro, en sus ojos desorbitados, en su voz de repente transformada. Es la esencia misma de la tragedia, con todo lo que está en juego, lo que encuentra su expresión cinematográfica absoluta. El fluir del tiempo y las formas de un cuerpo se desgarran mutuamente. Esta agonía, cuya preparación imposible ha sido el objeto de toda la película, cuyo espectáculo debe apaciguar nuestra sed de justicia y venganza, prepara además, por medio de la sugerencia del exterminio de los habitantes del pueblo, a la opinión pública estadounidense, ya moldeada por otras «ficciones del odio», para la entrada en guerra contra Alemania, esta agonía, verdadero clímax (akmé) de la película, afirma (sin caer en esa complacencia por la relación verdugo-víctima, cliché novelesco que fue en su día ferozmente combatido por Rivette en un artículo memorable sobre Kapo de Gillo Pontecorvo, y que todavía hoy encanta incluso a aquellos que se creen y proclaman liberados de las convenciones del cine americano) que el cine tiene una vocación hacia una objetividad, toda ella relativa y frágil. Tal objetividad no significa neutralidad y solo se despliega realmente en el seno de fuertes contradicciones. Sirk lo logra por otros caminos que Ford, pero con una misma tonalidad: el desgarramiento. Y, en Hitler’s Madman, esa objetividad relativa, que implica la posible ayuda de la violencia («solo la violencia ayuda donde reina la violencia»), se acompaña, en el ámbito de lo absoluto, del sentimiento de lo irremediable.

Jean-Claude Biette

En “Cahiers du Cinéma” n.º 293 (octubre de 1978)

*Traducción realizada con ayuda de la Inteligencia Artificial

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