No pasa año sin que algún émulo de Marco Antonio venga a entonar la oración fúnebre de John Ford. Es de buen tono enterrar de cuando en cuando a alguna figura ilustre y añorar los buenos y viejos tiempos. El único reparo que cabe poner en el presente caso es que John Ford está ofreciendo en estos últimos años los films quizá más bellos de toda su carrera. De todas formas, el sepelio periódico de Ford constituye uno de los pasatiempos predilectos de la crítica desde época inmemorial. Hace quince años se gritaba: «¡Abajo Ford! ¡Viva Wyler!»; después surgieron The Quiet Man (El hombre tranquilo, 1952) y Friendly Persuasion (La gran prueba, 1954) para que nadie pueda llamarse a engaño. De 1952 a 1958, Ford lleva a cabo una serie de films militares que le valen una reputación de lamebotas y de cineasta acabado. Entonces surge una excelente obra menor, Gideon's Day (Un crimen por hora, 1958) y una obra maestra, The Horse Soldiers (Misión de audaces, 1959). Cansada de tantos entierros y desentierros sucesivos, la crítica internacional decide por fin ignorar a tan incómodo realizador. Sergeant Rutledge (El sargento negro, 1960) provocó una pequeña batalla de Hernani en el Festival de San Sebastián, donde se cometió el desatino de despreciarle en beneficio del despreciable Romeo, Juli a Tma (Romeo, Julieta y las tinieblas, Jiri Weiss, 1960). Hoy, la siempre espiritual Sight and Sound puede permitirse opinar que «The man who shot Liberty Valance (El hombre que mató a Liberty Valance, 1962) es un film conscientemente nostálgico y tan pasado de moda que, en 1962, resulta casi esotérico». Por respetable que sea este juicio, no sería oportuno recordar aquella afirmación del poeta surrealista Francis Picabia: «Faite l'amour n'est pas moderne... mais c'est encore ce que je préfere le mieux!»
Todas las fuerzas esenciales del arte de Ford, el carácter elemental, la sinceridad profunda, el noble humanismo, la serenidad admirable de su cine pueden resumirse en estas palabras que John Steinbeck pone en boca de uno de los protagonistas de Las uvas de la ira: «Todo lo que vive es sagrado.» En su última etapa, toda la obra de Ford se basa en una visión mítica del hombre; no se nos habla en términos de psicología sino de moral, de una moral de la acción creadora y activa. Como en otros grandes maestros del cine americano, sus personajes son ante todo actitudes morales en movimiento. Por eso son tan bellos el despliegue de los cadetes de la Academia Militar de Jefferson o la carga suicida del teniente sudista en Misión de audaces, por citar sólo un ejemplo. Quizá esté ahí la causa de la incomprensión de que generalmente se hace gala ante Ford y el gran cine americano; lo que en realidad no es sino una síntesis admirable, puede resultar esquemático para nuestra formación y nuestro espíritu de europeos.
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The Horse Soldiers (1959) |
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The Man Who Shot Liberty Valance (1962) |
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Two Rode Together (1961) |
Ante los films de John Ford se comprende por fin el significado de la palabra «clasicismo»: el dominio absoluto, casi sin participación consciente, de un arte, su perfecto acuerdo con una determinada visión del mundo. Tras cuarenta y cinco años de profesión, Ford ya no tiene problemas de puesta en escena; el estetismo rígido de Stagecoach (La diligencia, 1940) y de The Informer (El delator, 1935) ha sido superado para alcanzar una aprehensión de la realidad directa e inmediata. Basta que Ford clave su cámara frente a sus actores y les deje moverse libremente en el espacio que les rodea, sin efectos estetizantes ni trucos, para que todo lo que se refleja en el objetivo conquiste una existencia, un devenir, un peso de eternidad propio. Sentimos la presencia de hombres y de espacios abiertos como una necesidad; no sólo están allí, sino que han estado siempre allí como parte integrante e insustituible del tiempo y de las cosas. Y la mirada de Ford transfigura todo lo que alcanza: un soldado ayuda a una muchacha a llevar un cubo de agua demasiado pesado, un simple gesto se convierte en un prodigio de gracia y un paisaje convencional —un río, un bosque— parece el esplendor de los jardines de Versalles (Dos cabalgan juntos). Una joven de apariencia vulgar confiesa avergonzada que no sabe leer ni escribir; un tesoro de sensibilidad contenida aparece como por encanto (Liberty Valance).
Estos dos últimos films constituyen una prueba sorprendente de la juventud espiritual de John Ford y de la madurez de su estilo. Ambos muestran dos facetas opuestas de su talento; Dos cabalgan juntos es la libertad dentro del rigor, Liberty Valance es el rigor dentro de la libertad. El primero rompe todos los convencionalismos de la dramaturgia clásica con una perfecta cohesión interna, el segundo presenta una acción admirablemente tratada con la mayor desenvoltura. Ambos son dos obras maestras... Es de esperar que no sean las últimas por cuanto Ford, siempre incansable, ha tenido tiempo en 1962 para rodar el episodio del general Sherman de How the West Was Won, primera película de argumento en Cinerama, y un film de aventuras en los mares del Sur, Donovan's Reef, siempre con su fiel amigo John Wayne.
Por lo demás, la polémica sobre John Ford se verá resuelta por este revelador objetivo e implacable que es el tiempo. Hoy, casi todas las películas mueren mucho antes que sus autores, cuando no mueren antes de nacer en la mayoría de los casos. Creo que los films de John Ford, en cambio, le sobrevivirán muchos años.
En Documentos Cinematográficos, n° 14 (febrero de 1963)
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