domingo, 27 de agosto de 2023

Frank Borzage

Frank Borzage (Salt Lake City, Utah, 1893-1962). De padres de origen italo-suizo, Borzage vagabundeó por todo el país, desde los trece años, con una compañía de teatro ambulante. Empezó a trabajar para Thomas Ince en 1913 y en 1916 ya dirigió sus primeras películas. La totalidad de su obra la componen 57 películas mudas y 44 sonoras. Obtuvo sendos Oscar por Seventh Heaven (El séptimo cielo, 1928) y Bad Girl (1931), pero durante los últimos cuarenta años ha caído en el olvido.

Borzage se parece a Welles en su expresionismo grandilocuente para conjurar horrores maniqueos. Y, también al igual que Welles, Borzage estructura sus films de manera que queda anulado cualquier rasgo de conflicto dramático. En cuanto a las diferencias entre ambos cineastas, la fundamental reside en que Borzage persevera —incluso más que Vidor y Ford— en su fe en lo milagroso, mientras que Welles cree en lo diabólico. Si Welles parece estar diciéndonos que toda realidad, incluso la nuestra, es una máscara que oculta un vacío, el empeño por parte de Borzage está en hacemos ver que la realidad física es espiritualidad radiante. John Belton hace la siguiente observación: «En Mannequin (Maniquí, 1937), la realidad tangible de una bombilla parpadeante en [una] escalera de vecindad es menos importante que la intangible luz parpadeante que emite» (Belton, 1974: 122). El espacio nunca divide o separa las cosas, ni siquiera en la llamada telefónica con pantalla dividida que vemos en Three Comrades (Tres camaradas, 1938). El espacio es un éter luminoso en el cual se unen todos los elementos. Las caras se funden entre sí, los acontecimientos nunca están separados realmente por una distancia geográfica. Lo carnal, lo espiritual, lo sexual, lo trascendente... todo es una sola cosa. Borzage es melodrama igual que Mahler es música. La vida en sí misma es melodrama, solía decir él. En palabras de Coursodon: «Así explica el soñador, en términos inequívocos, su creencia en el arte como imitación de la vida, sin rendir cuenta alguna a la credibilidad» (Coursodon, 1983: 11).

Henri Agel compara a Borzage con Nicholas Ray. Ambos habitan en el éxtasis del amor con una simultánea aprehensión de la felicidad en un mundo brutal, «que tiembla como consecuencia de una sensibilidad delicada y torturada, con ese don de coronar los destinos más sórdidos con un halo extrañamente puro» (Agel, 1960: 76).

Pero, a diferencia de Ray, de quien Godard dijo que estaba siempre preguntándose qué había «más allá de las estrellas» (Godard, 1958), Borzage no tiene problema alguno con el Mal. «Un hombre debe dejar de aprender por medio del sufrimiento antes de seguir adelante, [pero] tan implacable como el tiempo es su progreso hacia un futuro mejor; si no para sí mismo, al menos sufriendo por sus semejantes», dice el deán de la catedral en Green Light (1937); «Amén», le responden a coro. Y, al principio de Street Angel (El ángel de la calle, 1928) aparece el rótulo: «En cualquier lugar..., en cualquier ciudad..., en cualquier calle... nos cruzamos sin saberlo con almas humanas a quienes el amor y la adversidad han engrandecido.»

La misma muerte está dotada de una trascendencia casi rutinaria en las películas de Borzage, como una declaración de victoria, como «una señal, la más segura, de que hay algo junto a ella y más allá de ella» (Coursodon, 1983:317). En Green Light (basada en una novela de Lloyd Douglas), un hombre inocente arruina su carrera y su amor, en lugar de dedicarse a destruir al hombre que cometió un único error. La integridad, el «quién soy yo», es más vital que la vida mundana. Nuestro sufrimiento y nuestra muerte abrirán el camino a otros que vengan detrás.

Borzage es creyente más que cristiano. Sus personajes tienen una filosofía del amor en lugar de un Dios o una revelación personales. Como sucedía en Vidor y Walsh, el flechazo amoroso existe y es indeleble. Los mejores momentos de Borzage son simples muestras de alegría y pathos intensos, como el plano final de Man's Castle (Fueros humanos), en el que Spencer Tracy está tendido junto a Loretta Young, a quien adora.

Tag Gallagher

Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

 

miércoles, 23 de agosto de 2023

Orson Welles

Orson Welles (Kenosha, Wisconsin, 1915-1985) dijo en cierta ocasión que había sido educado en la religión católica y que nunca logró liberarse de ello. Pues bien, a juzgar por sus películas, la comunidad cristiana a la que perteneció debió de estar compuesta por brujas y hechiceros. Welles nunca está contento. Sus personajes (Kane, Falstaff y los demás), tampoco. Los escasos momentos en que asoma la alegría, ésta se ve forzada, afectada, reducida a una mueca. La vida es algo espantoso o, cuando menos, extraño. A excepción de Anne Baxter y Joseph Cotten en The Magnificent Ambersons (El cuarto mandamiento, 1942), las personas son una porquería; en especial, aquellas a las que uno ama, y nosotros mismos los primeros. Sus films son dolorosa e intencionadamente desagradables, con imágenes retorcidas y unas bandas sonoras que chirrían y exasperan los nervios a cualquiera. Welles es un maniqueo sin buenos principios con los que combatir la oscuridad. Se puede decir que sus películas tienen un diseño, pero no un esquema dramático. Su concepción de la trascendencia se basa en la ironía; una ironía estridente, como bien lo demuestra en el cuento sobre el escorpión y la rana que se narra en Mr Arkadin (Mr. Arkadin, 1955): el primero le pregunta a la segunda si puede atravesar el río montado en su espalda. «Pero me picarás, y tu mordedura es mortal», protesta la rana; a lo que replica el escorpión: «¿Dónde está la lógica de ese razonamiento? Si te pico, nos ahogaremos los dos.» Entonces la rana decide llevar al escorpión sobre su espalda y, en mitad del río, éste le clava el aguijón. «¿Dónde está la lógica de lo que has hecho?», acierta a decir la rana moribunda. «Mi carácter es así», replica el desahuciado escorpión, «y el carácter no tiene lógica alguna».

Tampoco la redención está presente en Welles, ni siquiera la de tipo existencial. Citizen Kane (Ciudadano Kane, 1941) es una incursión en el verdadero carácter de Kane, que se revela como un vacío completo. En la mayor parte de las otras películas de Welles, como en El cuarto mandamiento o en The Lady From Shanghai (La dama de Shangai, 1948), la trama versa sobre el derrumbamiento de un ego.

Welles como actor se parece a Kane como persona y a Welles como director; es decir, lo que nos muestra no es más que un ego pobre, que trata de hacerse con todo lo que le sea posible, en una pasión despiadada por satisfacer su vacío. Su aspecto físico, un cuerpo que parece estar «vencido hacia delante», causa la impresión, igualmente, de aplastarlo todo. Se puede argüir que Rossellini, Godard y Ford subrayan sus puntos de vista tanto como Welles; pero su mirada va más allá de lo que poseen o de su forma de entenderlo: es decir, las cosas les responden, se establece un diálogo. Pero en Welles, no. Todo lo que él ve está al mismo nivel que su subjetividad (se podría afirmar que, en este sentido, es el más «expresionista» de los directores), y ésta lo convierte todo en un vacío, o en algo extraño en el mejor de los casos. Aun así, él se cuidará bien de apropiarse de ello.

Lo que Welles hizo al catolicismo se lo hizo asimismo a John Ford, a quien consideró como paradigma y héroe. El estilo de Welles es el de Ford, pero hiperbolizado, privado de cualquier fe en la belleza. Como sostiene Jonathan Rosenbaum, Welles no es un director cinematográfico en absoluto, ni siquiera desde el punto de vista comercial, sino un habitante del subsuelo cinematográfico en donde se da rienda suelta a las obsesiones personales. Tras unos comienzos espectaculares en el teatro y en la radio y el hecho de ser el «niño prodigio» al que se le concedió el montaje final de Ciudadano Kane, fue una víctima del sabotaje, la calumnia y la mala suerte permanente. Sus once largometrajes estrenados representan tan sólo una fracción de su obra, inacabada o sin estrenar en su mayor parte. Aunque, pensándolo bien, un carácter como el de Welles lo que menos pretendía era ser popular.

Tag Gallagher

Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

martes, 22 de agosto de 2023

Raoul Walsh

Raoul Walsh (Nueva York, 1887-1980) realizó más de un centenar de películas entre 1914 y 1964. Resulta difícil pensar en una sola en la que algún personaje evoque a Dios. En Ford y Vidor se puede hablar de trascendencia; en Hawks, de ascendencia biológica y en Walsh de inmanencia. Si Albert Camus hubiera sido director de Hollywood y hubiese tenido más talento, habría sido otro Raoul Walsh.

The Roaring Twenties (1939) comienza en un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial, donde vemos a Humphrey Bogart matar a un alemán de quince años y bromear sobre ello. Segundos más tarde, se anuncia el armisticio. Walsh no resalta ni la insensibilidad de Bogart ni la ironía del armisticio. Para Walsh no existen las abstracciones, únicamente las personas. Por tanto, si no somos capaces de percibir la atrocidad moral que grita desde la pantalla (tanto más sonora por no estar explícita) no entenderemos nunca la esencia de Walsh.

La vida —aquí, ahora y en todo su esplendor— lo es todo para él, como lo fue el sol africano para Camus. Todos sus hombres anhelan ser Gregory Peck al timón de un gran velero, navegando en un océano enfurecido, con una música romántica in crescendo, con Ann Blyth y con The World in His Arms (El mundo en sus manos, 1952). No obstante, la mayoría de las veces los hombres de Walsh han nacido perdedores. Y no se quejan por ello; o se quejan tanto como se ríen de sus propias bromas o meditan sobre Dios. Es una cuestión de orgullo. La vida está llena de reveses que hay que encajar e intentar seguir en pie. A lo largo de toda la depresión económica, los personajes de Walsh muestran un aire jactancioso, o al menos lo intentan, y piden al mundo que se comporte según sus deseos. Así, vemos a Steve Brodie (George Raft) irrumpir como un toro bravo en el salón en The Bowery (El arrabal, 1933), o a Jim Corbett (Errol Flynn) invadir pavoneante la alta sociedad en Gentleman Jim (Gentleman Jim, 1942). Los héroes en Walsh imponen su propio ambiente, a través de un baile o de un altercado, e invitan a los demás a participar con ellos (como sucede actualmente en las películas de Abel Ferrara). Me and My Gal (Mi chica y yo, 1933) consiste en una serie de escenas corporales y verbales que permiten a unos amigos prometerse solidaridad mientras hacen el payaso, y a unos amantes dedicarse a sus juegos amorosos.

Más a menudo, naturalmente, el mundo rechaza la forma que cada uno tiene de cantar y bailar. En Gentleman Jim lo chocante es, precisamente, que Corbett sea la excepción: el tipo que nunca se lleva su merecido. Mientras que los personajes de Vidor son seres perdonados y redimidos, los de Walsh han de pagar las consecuencias de todo lo que hacen: sus vidas se convierten en purgatorios creados por sus propios imperativos morales. Como afirma Sarris, los personajes de Walsh poseen el pathos y la vulnerabilidad —inexistente en Ford y Hawks— de un niño perdido en un mundo inmenso, precipitándose hacia lo desconocido, siempre inseguro sobre lo que va a encontrar allí (Sarris, 1968: 120). Y las simpatías de Walsh están de su lado, del lado de los marginados, de quienes desafían a la sociedad o no pueden conformarse y terminan atrapados en lo alto de un precipicio. Es el caso de «el “gran” Roy» Bogart en High Sierra (El último refugio, 1941). Walsh los dispone en un extremo de la pantalla, mientras ellos tropiezan sin cesar, intentando en vano tener un mínimo control sobre sus vidas. Tanto en la acción como en el ritmo de las películas de Walsh queda reflejada la inestabilidad de la vida. Sus frecuentes tomas con cámara al hombro acentúan la distancia y la separación más que la cercanía, y sus héroes son ingenuos, incluso estúpidos. Según opinión de Martin Rubin, puede que Rambo, Clint Eastwood o John Wayne, típicos representantes del héroe en el cine, no sean intelectuales, pero tienen un instinto especial para detectar cualquier indicio de fraude y apuntan certeramente. No pasa lo mismo con los héroes de Walsh. Bogart persigue a una estúpida de clase media que se cree una auténtica princesa; gasta todo su dinero en ella y se ve obligado a atracar un establecimiento. Lleva siempre consigo a una mujer y a un perro y, finalmente, por intentar localizarles, sale de su escondite y lo matan. Aun así, afirma Rubin en una carta personal fechada en 1991, «Walsh considera que la incapacidad de Bogart para llevar una vida respetable es parte de su heroísmo y nobleza».

Vilma, el amor de Bogart en El último refugio (Joan Leslie), es una caricatura tan clara como odiosa de la hipocresía de la clase media, como lo es Ida Lupino en They Drive by Night (Pasión ciega, 1940). Un ejemplo más sutil y complejo de la obsesión permanente de Walsh por la femme fatale lo representa Jean Sherman (Priscilla Lane) en The Roaring Twenties (1939). La podredumbre de Priscilla Lane nunca desfigura su encantador sex appeal, ni resta valor al atractivo de su respetabilidad. Cagney no es capaz de reconocer su juego, como tampoco lo es el espectador: Priscilla Lane se limita a representar la «imagen que tiene que dar en la pantalla». No se le puede negar de ninguna manera su virtud. Nos convence de su castidad al tiempo que es figura principal de un espectáculo erótico; incluso ella misma está convencida. Asimismo, es incapaz de darse cuenta del papel que ha desempeñado al llevar a Cagney al estado en que se encuentra al final de la película (un estado lamentable), cuando ella corre a su encuentro; y, a decir verdad, tampoco Cagney llega a darse cuenta. Donde quiera que esté, Jean impone su visión de la realidad, su «sensibilidad»; y, a pesar de su egocentrismo estúpido y sin esfuerzo alguno, procura hacerse con la mano de obra suficiente para ponerlo en práctica. Al igual que Rita Hayworth en The Strawberry Blonde (1941), aunque con un buen gusto infinitamente mayor, Jean se recrea con la sensación que causa entre los hombres y, como aquélla, no puede comprender a un pretendiente (Cagney en ambas películas) capaz de decirle que él nunca le silbaría como lo hacen los demás porque la respeta demasiado. Al igual que Alice Faye en El arrabal, Jean es de una dulzura que desarma, una dulzura que representa precisamente todo lo contrario al implacable egoísmo que ninguna de las dos mujeres reconoce poseer.

Las mujeres como Jean son las que dominan a los hombres en las «películas masculinas» de Walsh. Y nunca es mayor su poder que cuando aparentemente carecen de él. Su precursora en la cultura americana, quizá su «arquetipo», es Hester Prynne, la protagonista de la novela La letra escarlata, escrita en 1850 por Hawthorne. Son mujeres a quienes se venden cierto tipo de hombres, destinados al masoquismo y muy representativos del americano. Mujeres en las que los hombres vislumbran el paraíso y en cuyo seno encerrarían su moralidad y mentalidad masculinas. Mujeres que traicionan a sus hombres hasta el final y que, si éstos se quitan la vida, lo advierten sólo alguna que otra vez. «Ven conmigo, triste niño mío», canturrea Priscilla Lane, sin atisbo alguno de burla. En El arrabal, Alice Faye ni siquiera advierte cómo Wallace Beery, convertido en una auténtica mina, la mira perplejo conforme pasa en un carruaje junto a George Raft, el nuevo rey de la calle, que ha robado en el salón de Beery (al igual que Bogart robará lo conseguido por Cagney en una operación de contrabando, en The Roaring Twenties). Son mujeres que llevan a los hombres a encogerse en posición fetal escondidos en los rincones.

La magia del personaje de mujeres como Jean Sherman o Hester Prynne está en que se le dibuja con el mismo carácter realista que observamos en el campo de batalla de la Primera Guerra Mundial que aparece al principio de la película, o en el racismo y las actitudes fascistas de los personajes de El arrabal. Este apego a los hechos está en lo más profundo del sentido de la tragedia que tiene Walsh, verdaderamente «homérico», como resalta Coursodon; si bien éste se equivoca cuando argumenta que se trata de una «aceptación acrítica» (Coursodon, 1983: 355).

Si no fuera por esta tragedia realista de Walsh, el comportamiento de sus «buenas mujeres» tendría menor significado: por ejemplo, su modo de imitar a los hombres físicamente; su actitud de no renunciar nunca a las responsabilidades o su forma de jugar siempre con las cartas boca arriba. No debe sorprender, pues, que estas mujeres sean tan solitarias como los hombres de Walsh. A Olivia de Havilland e Ida Lupino (las heroínas positivas de Strawberry Blonde y El último refugio) no se les presta ninguna atención, mientras que Cagney y Bogart suspiran por Rita Hayworth y Vilma, respectivamente. Sin embargo, las mujeres como Hester Prynne muestran una actitud más fuerte que los hombres ante los retos de la vida. En The Man I Love (1946), Lupino sabe manejar bien a un rey del hampa que la persigue sexualmente. Nos recuerda, incluso, a los héroes de John Ford por su papel de mediadora en los problemas de los demás, mientras abandona los suyos propios. Pero, al igual que los personajes de Vidor y que todas las mujeres de Walsh que aman de verdad, Lupino sabe reconocer al instante al hombre al que ama cuando lo encuentra. Algo parecido tiene lugar en Pasión ciega, cuando George Raft se queda dormido en la cama de Ann Sheridan y ella se da cuenta de repente que ése es el hombre al que ama.

Walsh no olvida nunca que el mundo reflejado en sus películas está concebido sólo para ellas. Nunca olvida que su obligación es entretenernos, mantener nuestro interés, cautivarnos. Al igual que Ford, sus mejores momentos los alcanza cuando yuxtapone desordenadamente emociones, tempos y puntos de vista divergentes. La primera media hora de El arrabal, en la que se habla una jerga que sólo un nativo podría apreciar o comprender, constituye, quizá, el mejor ejemplo de su obra.

Tag Gallagher

Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

lunes, 21 de agosto de 2023

Howard Hawks

Por el contrario, buscar algún rastro de trascendencia en Howard Hawks (Goshen, Indiana, 1896-1977) resultará en vano. Sería difícil encontrar siquiera una idea abstracta. Los desarraigados personajes de Hawks (¡en sus películas no aparecen familias!) vagan libres moral e ideológicamente. No hay normas que obliguen, ni instituciones que guíen. La sociedad no existe, como tampoco existen los problemas sociales. Los héroes de sus films, como los de Hemingway, están entregados a su trabajo. Pero no, como hacen los artesanos, por el valor que éste posee en sí mismo, sino como adolescentes que emplean sus habilidades para demostrar su coraje. Disfrutan de una libertad ilimitada, fronteriza con el estado salvaje —incluso mientras van en el tren en Twentieth Century (La comedia de la vida, 1934)— y sólo conocen un mandamiento: cumple tu contrato o devuelve el dinero. No les ata ni siquiera la amistad. Que cada uno se preocupe de lo suyo.

Cuando Ricky Nelson participa en la salvación de John Wayne en Rio Bravo (Río Bravo, 1959), ambos consideran esta intervención irracional (aun cuando se supone que Wayne, siendo el sheriff, ha de defender el orden público). De acuerdo con esto, el típico paisaje de los westerns de Hawks es una llanura desierta, ya que no hay nada que pueda influir en las personas. El polo opuesto estaría representado por el Monument Valley de Ford, donde las formaciones rocosas, que se yerguen como templos griegos o minas romanas, representan verdades eternas. En Hawks los dramas se interiorizan, los desafíos tienen su origen en problemas privados (por ejemplo, la embriaguez), no en el mundo o en la sociedad. Los paisajes vacíos borran en beneficio del símbolo todo rastro de lo aprehendido moralmente, algo que en Vidor y en Ford es parte esencial de la condición humana. Como afirma Robin Wood: «En el universo de Hawks no hay pasado (sólo en forma de experiencia desgraciada que conviene dejar atrás y olvidar cuanto antes), ni futuro (mañana, todos podemos estar muertos); la vida se vive, de manera espontánea y emocionante, en el presente» (Wood, 1981: 177). Todo el gigantesco armazón de idealismo trascendente que soporta los universos de Vidor y Ford se reduce en Hawks a estructuras tangibles tejidas por la lealtad personal, el deseo y la biología. Entonces…, ¿no ejemplifica Hawks la conciencia moderna de estar completamente solos, sin depender de cosa ni persona alguna más que de nuestras propias dotes y voluntades? ¿No representa una independencia, mítica y genuinamente americana, con respecto a la sociedad que ningún europeo, ni siquiera Camus, pudo siquiera imaginar?

Sumaya Khauli [en un texto citado por un ensayo inédito del autor, de 1991], escribe: «Los personajes de Hawks son capaces de alcanzar la felicidad porque desean comprometerse y adaptar su moralidad al mundo que les rodea. Su actitud realista hacia la vida contrasta con los héroes idealistas de Kenji Mizoguchi, a quienes resulta más difícil conseguir el éxito, ya que lo que pretenden es cambiar el mundo y ajustarlo a sus valores morales. Los héroes de Mizoguchi son más valientes que los de Hawks porque no tienen miedo de mostrar sus emociones y de sacrificar sus vidas para que se cumplan sus sueños. Pero es la moralidad de los personajes de Hawks, más práctica y menos valiente, la que sobrevive en un universo caótico de codicia y corrupción.»

Molly Haskell, por poner un ejemplo, compara a Hawks con Homero: sólo los actos de los hombres merecen la inmortalidad, excepto la soberbia, que conduce no a la tragedia, sino a la comedia. Lo que exalta en Hawks es su «visión del hombre como paradigma de coraje y tenacidad, como una floritura en el margen del universo, situado, de manera cómica o heroica, frente a una naturaleza antagónica. El hombre es una nada tan desprovista de significado como la de Samuel Beckett, si bien decidido a cumplir de todas formas con su destino, a hacer valer la inteligencia sobre la estupidez» (Haskell, 1980: 474).

Se ha afirmado con frecuencia que Hawks sobresalió en todos los géneros: gángsters —Scarface (Scarface, el terror del hampa, 1932)—, cine negro —The Big Sleep (El sueño eterno, 1946)—, screwball comedy —Bringing Up Baby (La fiera de mi niña, 1938)—, musical —Gentlemen Prefer Blondes (Los caballeros las prefieren rubias, 1953)—, épico —Land of the Pharaohs (Tierra de faraones, 1955)—, western —Red River (Río Rojo, 1948)—, bélico —Sergeant York (Sargento York, 1941)—, etc. Pero también se puede decir que sus localizaciones son relativamente intrascendentes. David Thomson escribe: «Así como Monet siempre pintó lirios, Hawks sólo ha hecho un trabajo artístico» (Thomson, 1979: 235). Río Bravo y El sueño eterno podrían intercambiar los decorados y el vestuario tan sólo con pequeñas variaciones en el guión. La ambientación suele ser un decorado de fondo, que poco tiene que ver con los bien documentados detalles que tanto amaban Vidor y Ford, en cuanto que la acción suele reducirse a la larga evolución de dos o tres personajes en unas cuantas situaciones y en secuencias extremadamente largas. No hay mundo en las películas de Hawks, sólo lo que sucede entre los personajes.

Pero lo que sucede entre ellos ya es bastante. Thomson escribe: «Lo mejor de Hawks está en los momentos en los que no pasa nada, aparte de las discusiones entre algunas personas sobre lo que puede haber pasado o ha pasado ya.» Los guiones son un mero estímulo para interpretar. Eric Rohmer, cuyas películas dejan clara su deuda con Hawks, confirma lo anterior en un artículo publicado con su nombre real, Maurice Schérer, en 1953: «No conozco a ningún director tan indiferente a los valores plásticos, tan trivial en su montaje y, a la vez, tan sensible a los detalles exactos del gesto, a su duración exacta.» Sólo cuando uno observa por segunda vez las increíbles sutilezas en cuanto a insinuaciones, inflexiones y lenguaje corporal de, por ejemplo, la escena en la que Bogart conoce a Bacall en El sueño eterno, es cuando comprende por qué Hawks, careciendo de tanto, tiene tantas cosas.

Su principio, según Thomson, es que «los hombres son más expresivos liando un cigarrillo que salvando al mundo. Y hay que subrayar que Hawks se ocupa de cosas tan pequeñas porque es el mayor optimista que ha dado el cine… Su optimismo se funda en que conoció el fracaso, y está basado en las virtudes y en el calor que hay en las personas que van de la mano de sus defectos. La muerte, la ruptura y la derrota abundan en el mundo de Hawks, aun cuando se las contemple con calma» (Thomson, 1979: 235).

Una vez más, se puede afirmar lo contrario y seguir estando de acuerdo. Los personajes de Hawks no toman con calma nada que afecte su equilibrio, y casi todo sucede de este modo, en especial, la muerte. Esto es algo que aprende bien Jean Arthur de Cary Grant en Only Angels Have Wings (Sólo los ángeles tienen alas, 1939), cuando ella se queja de la aparente indiferencia ante el moribundo Thomas Mitchell. La prueba definitiva para Hawks consiste en que uno mantenga el equilibrio: por eso sus hombres llevan unas vidas de continua jactancia masculina, encontrándose siempre un paso más allá de la tragedia o (a diferencia de los héroes de Homero) a punto de caerse de manera cómica.

Ellos preferirían, casi siempre la tragedia. Hawks tiende constantemente hacia el acercamiento, hacia esos momentos de camaradería (como la secuencia de la canción en Río Bravo) que Hawks observa a través de una cámara a la altura de los ojos, para así involucrar mejor al público. Pero esta tranquilidad sólo se vive en el mundo autosuficiente de los varones; las mujeres, con sus miradas maliciosas llenas de envidia, la destruyen por completo. Y es, precisamente, este aspecto de Hawks lo que parece haberle convertido en el eterno director favorito de mujeres y homosexuales. A Molly Haskell, por ejemplo, le parece «delicioso» que los hombres «teman» a las mujeres, y aun añade otro temor: el que sienten por la parte femenina que hay en ellos (Haskell, 1980: 478).

Ahora bien, aunque no dice por qué encuentra delicioso ese miedo, deja suficientemente claro que ella no sólo disfruta con esa «proliferación de disparates» que frustran el «narcisismo» masculino, sino también con los «impulsos bipolares» entre hombres y mujeres, y con el permanente lenguaje corporal utilizado para llamar la atención. Asimismo, disfruta con «la fuerza de energía desatada —llámese hombre, mujer o sociedad moderna, llámese poción amorosa, ambigüedad sexual o drogas alucinógenas— que confunde, abruma, exaspera, humilla y exalta a los personajes de Hawks en su avance y retroceso» con respecto a los encuentros que tienen a lo largo de sus vidas (op. cit., pág. 479).

No cabe duda de que tanto para Hawks como para Vidor el sexo hace estragos. Ambos directores pueblan sus películas de exhibicionistas descaradamente en celo. La sexualidad hiperbólica de los personajes de Hawks trasciende todo lo que tenga que ver con la realidad normal, internándose en el reino de la poesía fantástica. El sexo sobrecoge, se convierte en la única fuerza motriz; animales, rebaños y motores se transforman en las principales metáforas (ganado, caballos, leopardos, siervos que construyen pirámides, coches de carreras, aviones, trenes). No es de extrañar que a los hombres les asuste; sólo nos queda por saber por qué a las mujeres de Hawks no. ¿Por qué en las películas de Hawks no aparece ninguna mujer que tema a un hombre?

Haskell se equivoca, no obstante, cuando afirma que los hombres temen la parte femenina que hay en ellos, pues comprobamos que cuando se intercambian la ropa o se entregan el uno al otro y ensalzan mutuamente su narcisismo, no sienten pudor ni vemos rastro alguno de timidez. The Big Sky (Río de sangre) consiste en una serie de historias de amor entre hombres, cuyo escenario es un bote, y cuyos personajes constituyen la más extraordinaria colección de arquetipos homosexuales que uno pueda imaginar. Y tanto el río por el que navegan como el bosque que atraviesan son mucho más satisfactorios que sus equivalentes en el cuerpo femenino. La homosexualidad es la condición favorita de Hawks. Para algunos críticos, el hecho de que Kirk Douglas y Dewey Martin lleguen a un acuerdo con respecto a que este último deje de ser socio de aquél por una mujer supone cierta «madurez». Pero no deja de ser un poco perverso el modo en que Hawks lo dispone todo, ya que Martin no sólo tiene que renunciar a los hombres, sino que también tiene que permanecer entre los indios del bosque, quienes viven más allá —mucho más allá, como se insiste en la película— de la frontera más lejana con la civilización.

Por el contrario, la eyaculación masculina —a lo que se refiere Haskell con su «fuerza de energía desatada», etc.— parece ser ridícula o, en sus propias palabras, «deliciosa». Cuando una mujer entra en escena, desaparece la paz, la dignidad, la ciencia, la diversión y el progreso humano. Hawks es un verdadero cátaro en su convicción de que el mecanismo biológico que permite el progreso es en sí contrario al mismo. Es cierto que el acercamiento a una mujer constituye siempre la fuerza y el objetivo de los argumentos de Hawks, que incluso llega a socavar las supuestas estructuras del género, como en el caso de Río Rojo, donde Joanne Dru acaba con el enfrentamiento entre John Wayne y Montgomery Clift, que parecía constituir el motivo principal sobre el que había estado girando toda la película. Pero el acercamiento a una mujer nunca se produce en escena: Hawks siempre termina antes la película. Lo que le obsesiona no es la unión de los sexos, sino su antagonismo. Ahora bien, aunque no le interesan las dulces escenas de amor, sus historias amorosas (sean homo o heterosexuales) no descienden (ni se elevan) a los extremos sadomasoquistas de Vidor.

En lugar de eso, lo que existe es una desesperación casi nihilista. Privado de la posibilidad de la tragedia, en particular en los géneros menos importantes, el mundo del hombre se desmorona irreparablemente con las primeras escenas. Así, como bien observa Andrew Sarris: «La consistencia interna de los musicales y las comedias de Hawks es impresionante, pero las obras en sí mismas son desagradables» (Sarris, 1972: 61). En otros géneros, al menos durante un tiempo, Hawks acaricia la ilusión de que es posible una muerte homérica. Pero no es más que una ilusión. Para él, el momento más peligroso —y a la vez el más mágico— está, inevitablemente, en esos segundos en los que el hombre no presta atención, baja la guardia, el antagonismo le deja de proteger y abandona sus principios. Es en ese preciso instante cuando una quimera de felicidad hace señas desde fuera de la pantalla, el hombre es atrapado por la mujer y se pierde para siempre.

Tag Gallagher

Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

sábado, 19 de agosto de 2023

King Vidor

King Vidor (Galveston, Texas, 1894-1982) nació en Texas y sus antepasados eran magiares. Representa el ejemplo más brillante dentro del mundo del cine en cuanto a intuición ajustada al carácter «orgánico» que ésta poseía en Emerson y Whitman. En ningún otro director de cine (ni siquiera en Dovjenko) se observa tal preocupación por la tierra, por la verdad espiritual como algo inherente a la naturaleza. En An American Romance (1944) una madre y su hijo contemplan cómo sale una mariposa de un capullo, y ella dice: «Dios está naciendo, y viviendo. Así también la amabilidad, y el ser feliz y el ayudar al prójimo… Él hace que nuestro árbol florezca cada primavera —los frutos, las flores y los campos de trigo, todo lo que tiene vida y crece.» Y en Hallelujah (Aleluya, 1929), Zeke, tal y como lo expresa el mismo Vidor, «se libera de su sentimiento de culpa» por haber matado a su hermano y proclama: «La Tierra, el cielo y todo lo que vemos pertenece al Señor» (Moullet y Delahaye, 1962: 5).

Vidor decía: «Creo en la intuición… Mi tema preferido es la búsqueda de la verdad» (op. cit., pág. 14). Como ejemplo de ello, en The Fountainhead (El manantial, 1949), un minuto, e incluso un simple plano, es suficiente para que dos personas que hasta entonces no se habían dirigido prácticamente la palabra, decidan contraer matrimonio. Vidor insistía en que presentar un romance de otra manera, como se suele hacer en las películas, es falsificar la realidad: «El tema del hombre que conoce a una mujer y todos los problemas con los que tropiezan, es falso. En la vida real, estas dificultades no existen. Cuando un muchacho conoce a una chica se produce siempre algo mágico en ese encuentro. Él la ve tan sólo un momento, pero es suficiente» (ibíd.). Las barreras que hay entre dos seres humanos se derriban fácilmente. «En el tête-à-tête existe una cierta alquimia que resuelve rápidamente cualquier cuestión» (ibíd.).

La fuerza de Vidor reside precisamente en su habilidad para desatar la poesía que hay en los acontecimientos simples. No es de extrañar, pues, que sus películas sirvieran de modelo al neorrealismo italiano, que desciende directamente de The Crowd (…Y el mundo marcha, 1928), Aleluya y Our Daily Bread (El pan nuestro de cada día, 1934). Rossellini, en especial, comparte con Vidor la preferencia por la intuición en detrimento de la razón, la concentración en la inmediatez del momento y del individuo, y ambos poseen el mismo entusiasmo por el idealismo y el vitalismo.

Como afirma Eric Sherman (1983: 350), en Vidor «el mundo existe “para mí”, y únicamente puedo conocerlo estando aquí y viviendo a través de él»; un proceso tan sensual y emocional como intelectual. Lo moral y lo físico son inseparables. La vida es exploración, acción, impulso.

Ya en el primer largometraje de Vidor, titulado con acierto The Turn in the Road (La vuelta al camino, 1918) e inspirado en la Ciencia Cristiana, un hombre recorre el mundo en busca de la verdad. Pero tanto en este caso como en el resto de sus películas, el «bueno» es, sólo aparentemente, heroico o incluso activo. Es alguien, como afirma Vidor, «en cuyas manos no reside el poder de crear las situaciones en las que se ve envuelto, aunque de todas formas las sienta emocionalmente» (Combs, 1980: 1027). Este aspecto es explícito en War and Peace (Guerra y paz, 1956), basada en la novela homónima de Tolstoi: «Ahora márchate y déjanos abandonados a nuestra suerte», dice Natasha a su hermano cuando ella debuta en su primer baile, pues sabe positivamente que se va a rendir a la danza, y la cuestión es cómo recuperará su equilibrio. En Vidor no hay «buenos» ni «malos» y la verdad que siempre encontramos es la verdad que siempre tuvimos. Las pretensiones heroicas son quimeras, nacidas de la alienación, la desesperación y el deseo de poder sexual: sólo siendo conscientes de la parte que a todos nos corresponde dentro de la sociedad y de la familia pueden tener alguna razón nuestras vidas. De este modo, las dos aparentes excepciones confirman la regla de que en Vidor no hay «buenos». Es cierto que al final de Northwest passage (Paso al noroeste, 1939), Spencer Tracy es un personaje de proporciones sobrehumanas. Pero Vidor dejó la película inacabada. Y en la segunda parte pensaba ofrecer el derrumbamiento de Tracy. En el caso de El manantial, Vidor intentó cambiar el final (justificando la destrucción por parte de un arquitecto de un proyecto de viviendas), ya que lo consideraba «estúpido y ridículo». Pero la Warner le obligó a respetar el libro de Ayn Rand: «Lo que busca el “bueno” es descubrir la verdad, conocer todas las motivaciones de la vida. Y la fuente de su inspiración es Dios. Él cree en Dios, sabe lo que él mismo representa como ser humano y sabe lo que está buscando. No necesita cambiar de entorno ni conocer a otras gentes. Eso es lo que me interesa.» El sufrimiento que conduce a la sabiduría —un continuo ascender y caer— es el equivalente moral de los ciclos regenerativos de la naturaleza.

La familia o la comunidad, no obstante, más que un ideal o una fuente de sustento, constituyen un campo de batalla, un punto de resistencia. No deja de ser sorprendente el número de películas de Vidor en las que la contemplación del adulterio es una forma de reafirmar el matrimonio. Esto se debe a que la concepción del pecado en la Ciencia Cristiana no se hace en términos puritanos, sino como una desviación en el camino hacia la iluminación, el camino de Dios. En palabras de Vidor: «Toda inspiración y toda vida vienen a nosotros directamente de Dios, sin intervención de situaciones ortodoxas ni canales intermediarios de ningún tipo» (Higham y Greenberg, 1971: 272). Y debemos caminar solos por la senda que nos conduce a Dios. Los personajes de Vidor no encuentran en el seno de sus familias la virtud para integrarse en ellas, sino únicamente en su avance en solitario por la vida. En Aleluya, Zeke se gasta la fortuna familiar con una prostituta, y mata accidentalmente a su propio hermano mientras está disparando al chulo que la protege. Para penar por esta acción, se convierte en predicador, convierte también a la prostituta y, traicionado de nuevo, la mata y va a la cárcel antes de «volver a casa» (según canta él mismo) con su familia, tras haberse reconciliado finalmente con sus pasiones sublimadas y con su lugar en la creación divina. ¡Hay tantos desvíos en la senda hacia la sabiduría! En Guerra y paz, tanto Natasha como Pierre y Andrei encuentran —aunque por separado— desvíos igualmente arduos antes de alcanzar la paz y la realización. Y la familia, de nuevo, se constituye primero en víctima y después en beneficiaría de sus peregrinaciones. Mientras que en el esquema familiar de Vidor hay, inicialmente, una oposición entre la estabilidad del núcleo familiar y uno de sus miembros, que se aparta del mismo, posteriormente las familias de sus películas se dividen en tantas direcciones como miembros tienen. Los arquetipos de la familia de Natasha tienen sus equivalentes en So Red the Rose (Paz en la guerra, 1935), An American RomanceDuel in the Sun (Duelo al sol, 1947), Stella Dallas (1937), The Champ (El campeón, 1931), Japanese War Bride (1952) y en otras tantas: una madre encarnación del hogar, un padre pícaro, unos hijos ansiosos de aventuras en el amor y la guerra, con sus esperanzas puestas «en algún lugar más allá del arco iris», como canta Judy Garland en una escena dirigida por Vidor en The Wizard of Oz (El mago de Oz, 1939). Pero tras la desilusión viene la iluminación, y será la abundancia, más que la necesidad, lo que unirá a la familia de nuevo. Esta alternancia entre escisión y fusión que se produce en la familia vidoriana es tanto un reflejo de los ciclos de la naturaleza como de nuestros ascensos y caídas. Hay algo claramente protestante y americano en este empeño por celebrar la verdad en familia, tras haberla encontrado en estricta soledad. Tal vez no haya otro momento en el cine que mejor haya sabido captar la imagen que los americanos tienen de sí mismos como lo hicieron Garland, su canción y el cine de Vidor.

Los resultados de esa soledad, sin embargo, suelen ser aberrantes y violentos en la mayor parte de los casos. La providencia se muestra maléfica; incluso la madre que encama al hogar es con frecuencia grotesca. La soledad, que tanto relieve tiene en Vidor, es un caldo de cultivo para el terror. Lo que haría Rossellini en La voce umana (La voz humana) episodio de Amore (1947), valiéndose de largas tomas y de una cámara despiadadamente servil, con el fin de dar a entender que «no hay camino de salida» para un alma torturada, lo hizo Vidor al final de El campeón. En Guerra y paz hay un momento terrible, cuando Natasha, tras huir del hombre malvado a través de una serie de habitaciones que conducen finalmente a una dependencia vacía, cierra la puerta tras ella, y se encuentra de repente con su propia imagen reflejada en un espejo. Algunos de nosotros estamos salvados. Pero muchos otros caemos. Algunos de nosotros simplemente nos entregamos a una vida de privación —Miriam Hopkins en The Stranger’s Return (1933), Robert Montgomery y Hedy Lamarr en H. M. Pulham Esq. (Cenizas de amor, 1941)— o, sencillamente, nos tendemos y dejamos que nos maten (John Mills en Guerra y paz). Otro camino que podemos seguir es el del sadomasoquismo —ejemplificado por el personaje de Napoleón de Vidor, quizá la representación más intensa de la figura de Fausto dentro del mundo del cine—, en el cual nos precipitamos, enrojecidos y espasmódicos, hacia la destrucción y la liberación orgiásticas, arrastrando con ello a otros. Así arrastra el Fausto-Napoleón a la Grande Armée hacia el humus vidoriano compuesto de barro, cieno, nieve, ríos helados y bruma, disolventes universales todos ellos. Un factor que dificulta la correcta apreciación de Guerra y paz, de Vidor, así como del retrato que ofrece de Napoleón, es que se suele ver (es natural, por otra parte) como una película histórica en lugar de como una película mitológica, que es lo que constituye al fin y al cabo.

Hay otros personajes vidorianos que no se hallan muy lejos de todo esto. Es el caso de Stella Dallas, cuyo apetito por un autoerotismo, basado en la degradación de sí misma, encuentra su clímax en la maternidad. Asimismo, Lloyd Nolan en The Texas Rangers (1936), cuyo homoerotismo se convierte en violencia hacia el mundo, en narcisismo hacia sí mismo, en sadismo hacia su rival amoroso Jack Oakie y en masoquismo hacia su amado (Fred MacMurray), y halla su clímax únicamente en la muerte. Y, en este sentido, recordemos también la matanza e incluso la antropofagia de indios por parte de los exploradores en Paso al noroeste, en la que constituye todavía la más horripilante masacre de la historia del cine. Por otra parte, el hecho de que el sendero que va de la orientación homosexual a la heterosexual signifique, en el contexto de la película, el paso del estado salvaje al de civilización, no supone gran consuelo para Lloyd Nolan, ya que él es incapaz de recorrer ese camino. Y eso mismo les sucede a Sims, Beery, Hopkins, Montgomery, Lamarr o Mills en sus situaciones particulares. Muy al contrario, parece que la caída de todos ellos estaba dentro de los planes de Dios, y la felicidad que consigan estará en función de que se conformen con que así sea. Ninguno, ni siquiera Napoleón, se sorprende por ello.

Es la verdad la que nos sale al encuentro, no al contrario. De ahí que en Vidor se observe (al igual que en Rossellini) una mezcla paradójica entre realismo documental y pasión icónica, entre reportaje y melodrama, entre la vida real y las estrellas cinematográficas. La estrella es el centro de nuestra empatía; ella nos hace vivir las pasiones de la vida. Contemplamos maravillados el mundo de la estrella, y a la estrella, y se produce una interacción mágica.

Guerra y paz es una meditación sobre la felicidad, la tristeza, el amor y la guerra, la libertad y el destino, la mente, la materia y sobre muchas cosas más. Vamos completando círculos a través de las emociones; a través del verano, del invierno de la primavera y del otoño. Y, lo que es más importante, a través de diferentes formas de sentir, encarnadas en personas jóvenes, personas mayores, un Napoleón demoniaco…, en todos los sujetos y objetos alternativamente. En una escena somos Natasha (Audrey Hepburn), que mira a Andrei (Mel Ferrer); en la siguiente somos Andrei que contempla a Natasha. Refiriéndonos solamente en términos técnicos a la habilidad con que Vidor nos introduce continuamente en una mente y nos saca de otra, Guerra y Paz resulta fascinante. Podemos meditar sobre una cara, sobre los colores, sobre la geometría del movimiento. No es sólo que todos los personajes tengan que resistir una peregrinación de dolor o de éxtasis, y después otra y otra, sino que no pierden el entusiasmo hacia lo que les sucede (¿Quién soy yo ahora?). Siempre existe la dualidad: la lejanía de un personaje novelesco y la proximidad de la actriz; la espiritualidad exaltada de la experiencia y la increíble carnalidad con que se expresa. Ver a Natasha correr desde la escalera hasta el recibidor (hacia Andrei, que es quien está haciendo la propuesta de matrimonio) nos recuerda a las bailarinas adolescentes de Jean Renoir, bailando hacia la vida en The River (El río, 1950). Y, a la par, nos permite vislumbrar una forma de comportamiento tan exótica como el teatro no japonés. Los momentos en que, durante el baile, se produce en Natasha una transición desde un monólogo interior —que refleja su deseo de que Andrei se encuentre allí («el príncipe Andrei», como le suele llamar)— al momento en que se da cuenta de que él está ahí, frente a ella, y la forma en que extiende la mano, reflejan un modo de ser prácticamente desaparecido en la actualidad. Vidor fue, probablemente, lo mejor que le podía pasar a una actriz de Hollywood; aunque ni siquiera en la MGM, donde trabajó casi toda su carrera, llegó a acercarse a Garbo, a Crawford o a Shearer. Si bien sus mujeres nunca dan la impresión de ser tan modernas como las de Cukor, Curtiz o Hawks, sí resultan más refinadas, complejas y físicamente expresivas. Mientras Natasha se entrega a las reglas del vals, vamos descubriendo, simultáneamente, una serie de cosas. En primer lugar, que Vidor tal vez sea el director con una concepción pictórica más acentuada —lo podemos comprobar en los paisajes, los retratos, las habitaciones y en esa fiesta, donde se da cita toda una civilización. Advertimos igualmente que Natasha y sus amigos están sentados sobre una pirámide de esclavos y que la música nos hace vibrar. Compartimos el arrobamiento que siente la muchacha cuando dice sí tan intensamente, con el corazón y con el alma, y nos damos cuenta de que «sólo ser consciente es ya un milagro en sí mismo» (Dowd y Shegard, 1988: 16). Y, finalmente, comprendemos las palabras (emersonianas) de Tolstoi, que dan fin a la película de Vidor y que resumen todo el trabajo que éste realizó durante su vida: «Lo más difícil —aunque esencial— es amar la Vida; amarla incluso cuando uno sufre, porque la Vida lo es todo. La Vida es Dios y amar la Vida es amar a Dios.»

Tag Gallagher

Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

viernes, 18 de agosto de 2023

Entrevista con Carl Theodor Dreyer (1956)

DREYER EN SU PATRIA

Cuando no hace mucho tiempo publiqué varios artículos intentando analizar la compleja personalidad de Dreyer, ¿quién me iba a decir que poco después estaría hablando con él en su tierra natal? La vida tiene sorpresas así. Evidentemente, una vez allí, me propuse aclarar con Dreyer las interrogaciones y contradicciones que había visto en él.

Estar en Copenhague no es aún estar con Dreyer. Los amigos me dicen que muchos periodistas han venido especialmente a la isla de Selandia para visitarlo y se fueron sin conseguir su propósito. ¡Dreyer y su famosa misantropía! Nunca aparece en público, casi no sale de casa, no habla con nadie, tiene muy pocos amigos. Su personalidad es tan difícil como su propia obra. Y allí, en su país, una y otra se discuten con acervada dureza. Por qué Dreyer ha sido siempre tan mal tratado por sus conciudadanos es algo que nunca comprendí bien. Al fin y al cabo es la única personalidad cinematográfica de proyección mundial y uno de los pocos hombres a quien asociamos inmediatamente Dinamarca. El arte de Dreyer es profundamente nacional; él ha vivido siempre en Copenhague, aunque trabajase en diversos países: Iba a Berlín, Estocolmo o París un par de meses para hacer una película, y volvía inmediatamente a casa, a Copenhague. Sólo después de vivir un tiempo en su ciudad he comprendido parcialmente esta actitud del siempre mordaz danés, cuyo humor, como todas las formas del humor, oculta un fondo “hamletiano”, desgarrado de tormentas psíquicas. Quizá Dreyer ha mostrado a la luz pública lo más recóndito de esa dualidad materialista sobrenatural de los daneses, y ellos, ofendidos en su pudor al verse desnudo, no le perdonan. Ellos aceptan que Dreyer es danés en ciertas bases culturales nacionales, pero no en el carácter y superficie. Observan que Dreyer ha hecho todas sus buenas películas fuera del país. Se creen suficientemente ricos en personalidades cinematográficas para no tener que apoyarse en el nombre de Dreyer. En verdad, los extranjeros no conocemos su historia del cine, que cuenta con muchos artistas de gran categoría. Otros atribuyen a Dreyer mal gusto, escepticismo y una introversión casi patológica. (Dreyer sufrió una enfermedad mental en 1931, a raíz de su producción de “Vampiro”, repetida posteriormente, según parece). Algunos encuentran sus películas sencillamente malas, aunque las historias del cine lo consideren uno de sus más profundos “tutores totales” de films. Finalmente, ha molestado a muchos que, hace unos años, se inscribiese en el partido Conservador y construyese, con las economías de toda su vida, la más exquisita sala de cine en el centro de la ciudad. En todo esto hay algo de incomprensión y bastante de envidia. Pero no se puede negar que Dreyer es discutible y no ha sido precisamente un hombre simpático con sus paisanos, y, por lo que dicen, tampoco lo es con los ensayistas de cine que pretenden escudriñarlo.

Así, me preparo para el ataque procurándome garantías y le escribo en papel del Danske Filmmuseum, donde estoy trabajando, pidiéndole un encuentro. Con gran sorpresa pocas horas después de echar la carta recibo una llamada telefónica del propio Dreyer, invitándome a ir a su casa esa misma tarde. Le digo, deshaciéndome en disculpas, que no voy a robarle mucho tiempo. Stop that! —me interrumpe bruscamente, y añade con voz aterciopelada: Espero que pueda Ud. quedarse el tiempo suficiente para tomar el té conmigo.

Dreyer vive en un barrio apartado, en medio de grandes bloques de casas monótonas de ladrillo. La puerta del número 8 de Dalgas Boulevard tiene los timbres de sus seis pisos con los nombres de los doce inquilinos escritos a máquina debajo. Entre los vulgares “Hensens” y “Andersens” aparece, como uno de tantos, el nombre de “Carl Th. Dreyer”. Ahí vive el danés más admirado de nuestro tiempo.

Me abre la puerta Dreyer, que con una ligera reverencia me quita el abrigo, lo cuelga en una percha y lo mete en un armario. Su mujer aparece, le beso la mano, sale y vuelve con el té y una nada despreciable tarta de manzanas que ha preparado para mí, según me dice sonriente. Luego se retira. Me quedo un momento mirando la salita de clase media donde Dreyer pasa sus años proyectando obras maestras. Una modesta biblioteca, unas cerámicas baratas de las que se ven en cualquier casa de Copenhague, algunos dibujos y grabados poco interesantes en la pared, sin duda recuerdos personales. No, evidentemente el hombre que hizo “La pasión de Juana de Arco” no se interesa mucho en la decoración de su casa.

Dreyer me está sirviendo el té y preguntándome si quiero más azúcar. Habla en perfecto inglés, con voz baja, penetrante, segura, pero agradablemente modulada. Medita intensamente sus respuestas durante bastante tiempo. Después sus palabras salen tan precisas y meticulosamente seleccionadas que temo no poder transcribir su conversación exactamente, para no traicionar su expresión. Dreyer, con su mirada inquisidora ha adivinado mi estado de ánimo. Relax—me ordena con una voz de psiquiatra, como si estuviese preparando un actor para una de esas interpretaciones inmortales que él les ha arrancado—, tenemos mucho tiempo por delante.

DREYER, PERIODISTA

Abro el fuego diciéndole que en todos los verdaderos artistas interesa menos la obra que el hombre que está detrás de ella. Él me parece, entre todos, el que representa de manera más patente el gran puente entre el pensamiento y la sensibilidad del fin del siglo XIX y la de nuestra época.

Sí, eso es, una especie de puente. Verá usted: he sido periodista antes que director de cine— explica, como quien dice “he sido cocinero antes que fraile"— y volví al periodismo varias veces durante mi ya larga vida. Esto ha hecho que yo reflejase la actualidad política y las inquietudes contemporáneas en todos mis films.

Sé que están preparando un libro con todo lo que Dreyer escribió en periódicos, editado por su amigo y biógrafo Ebbe Neergaard. Le digo que su lectura va a ser muy interesante para los que le estudiamos.

—Creo que lo que he escrito no tiene gran interés porque todo lo que pienso lo he expresado en mis películas—contesta.

Sin embargo, he leído ya algunos de sus viejos artículos, que me han parecido reveladores. Dreyer fue hijo de padres anónimos, recogido por una familia que le prodigó una infancia cruel. Toda la vida del artista ha estado condicionada por el recuerdo de esos años de niñez: su desconfianza ante los hombres, su concepción de un mundo siempre hostil, su obsesión por retratar las formas de tiranía, opresión, abuso y crueldad en todos sus films. En sus artículos de adolescencia Dreyer se presenta como un rebelde, tomándose la revancha contra ese mundo que lo humilló. Es un "avanzado de ideas”: hace crónicas sobre la ascensión de globos y dirigibles y otros acontecimientos “progresistas”, mientras que queda horrorizado por la brutalidad de la revolución rusa, que incluirá en su film de 1920, “Hojas del diario de Satanás” como uno de los cuatro episodios demoníacos de la historia. En sus trabajos elogia a los pioneros y ataca a los consagrados con palabras hirientes. Es el primero que tiene el desparpajo de insinuar que Asta Nielsen, la gran estrella danesa ídolo de su tiempo, es bastante fea. Como crítico de cine es inteligente y noble. Cuando sale “La historia de la brujería”, de su rival (e imitador) Benjamin Christiensen, le hace justicia y le dedica una crónica entusiasta.

DREYER, DOCUMENTALISTA

—El artista debe reflejar la vivencia de su tiempo en toda su magnitud. Por eso un buen film puede decirse que es un documental, y me gusta que usted haya escrito que yo tengo algo de documentalista. Todas mis películas han sido documentales, todas incluso “Vampiro”.

Le digo que estoy de acuerdo con esta concepción del documental y que atribuyo su fracaso en los doce documentales breves que hizo para el Estado danés a la exigencia que tienen los Gobiernos de mostrar sólo los problemas sociales de solución técnica viable. Los problemas atacados por Dreyer, esencialmente espirituales, me parecen de naturaleza trágica que, según él deja entrever, se repiten a lo largo de la historia fatalmente; siendo desesperado cualquier intento de resolverlas.

—No me gusta que usted haya empleado la palabra “desesperado”. Yo no haría películas si no tuviese la esperanza de que, desmenuzando los motivos que conducen a los acontecimientos dramáticos de la vida del hombre, sus luchas fratricidas, sus actos de violencia, les estoy ayudando a evitarlos en el porvenir. Los films llamados “documentales” en general fallan, sencillamente, porque son cortos. El cine, el arte, es planteamiento de conflictos en toda su complejidad, y esto no se puede hacer en diez minutos. Yo necesito mucho tiempo para asentar las bases de un conflicto dramático.

Comento con Dreyer sus documentales, tan poco conocidos en Europa. En “Objetivo”, número 8, por ejemplo, escribí que “La séptima edad” tenía momentos que se podrían incorporar a la más genuina dirección de su obra: sobre todo la secuencia de la boda entre asilados y el baile de los viejos.

—Exacto. Yo había proyectado un documental con estas dos escenas, bien desarrolladas, que serían muy divertidas. Los viejos de setenta años se casan frecuentemente no por amor, claro, sino porque es el procedimiento de tener un “chalet” independiente en el asilo, en vez de un cuarto. Es terrible. Desgraciadamente redujeron esto y añadieron otras escenas, explicando la asistencia social que se da a los viejos en Dinamarca, metiéndolos en esos grandes asilos. Imagínese; los japoneses han prohibido la película porque encuentran esa asistencia intolerablemente cruel. Como sabe, en el Japón veneran a los ancianos, que forman el centro del hogar, y no pueden comprender que aquí el Estado se los lleve de casa y se encargue de ellos.

Dejando de lado los documentales sociales, le hablo de esos en que se pide a un artista que haga el elogio de un producto nacional. Su película sobre “El puente de Storstrom”, exhibida en el penúltimo Festival de Venecia, no podía ser menos tonta que una película de esas en que hay que decir lo ricas que son nuestras naranjas. Aun así, le digo que el plano final del film me parece muy suyo: Un barco va a pasar bajo el puente. A medida que avanza horizontalmente, la cámara sube verticalmente a lo largo del mástil y nos enseña la alta cruz del remate que parece no podrá pasar por debajo del arco del puente, pero finalmente lo consigue, rozándolo casi. Este largo plano, de casi tres minutos, no significa nada, pero tiene “suspense” y emoción.

—Efectivamente, el film tenía que limitarse a fotografiar un puente, pero para terminarlo hice este plano, muy personal, que preparé con mucho cuidado y ensayé durante horas. Es un estudio: la verticalidad es siempre dramática.

DREYER Y EL NEORREALISMO

Esta frase significativa nos pone una vez más ante el problema del esteticismo de Dreyer. En la única entrevista concedida a un extranjero (a Judith Podselver, en otoño de 1947) se discutió el aspecto estético de su obra, pero Dreyer fue una vez más ambivalente. Por un lado afirmó: “No faltan las ideas, lo difícil es saberlas utilizar”, lo que nos lleva a pensar que Dreyer es hombre preocupado por la forma. Pero al tratar ésta, afirma: “Dicen que mi montaje es lento; no es el montaje, es el movimiento de la acción. La tensión se crea en la calma.” La forma crea, o digamos “informa”, problemas de contenido. Más adelante: “Para ser poderoso creo que hace falta que un film no sea perfecto ni demasiado bien construido sólo hace falta que se sienta batir el corazón del autor.” A mí me ha dicho:

—Quiero siempre hacer films bellos y conmovedores (touching). Forma y contenido están indisolublemente ligados. Para cada circunstancia histórica de mis películas creo una expresión propia.


Y de repente, el demonio de la malicia salta a sus ojos y de interrogado se hace interrogador:

—A propósito, ¿quiere usted explicarme lo que es el neorrealismo?

Le digo que no, que nunca quiero explicar cosas, y menos una ya tan públicamente debatida.

—¿Los neorrealistas querrán decir que ellos utilizan la realidad real y que antes de ellos se utilizaba una realidad cinematográfica? —pregunta con socarronería bien sutil—. Bueno, hablando en serio, yo creo que hice ya lo que hoy llaman neorrealismo en 1924 en “El dueño de la casa” (“Du skal aere din hustru”). Y para demostrármelo, se levanta y me trae fotografías de la película que, efectivamente, podrían tomarse por italianas del período 1945-48 (dejando de lado las diferencias técnicas de la fotografía). Estos nombres, “Neorrealismo”, como “Realismo poético”, me inspiran mucho respeto, porque resumen una tendencia de directores que trabajan impelidos por la necesidad de expresión de los conflictos actuales de sus países.

Pregunto a Dreyer qué piensa del nuevo cine español.

—España me ha interesado siempre mucho y siento no haber ido allí, sobre todo después de esa terrible guerra civil. Cuando aparecieron los primeros films de Berlanga y Bardem me interesé en ellos. No he visto aún “Muerte de un ciclista”, pero mandé venir expresamente para ver “¡Bienvenido, Mr. Marshall!”, y quizás incluirla en la programación de mi sala de cine. La película tiene buenas intenciones en el guion y la dirección, pero me pareció que no se les sacaba todo el partido, cosa natural en realizadores tan jóvenes. ¿No era su primera película? No llegué a contratarla. Para films así hay salas especializadas, pero, como usted ha visto, el “Dagmar” es un cine grande, céntrico, de lujo, con un presupuesto e impuestos enormes, y donde sólo podemos estrenar una docena de películas por año, de las cuales apenas me puedo permitir que unas pocas tengan déficit económico. Sólo quiero poner películas muy buenas, y cuando son de las que no van a rendir en taquilla tienen que ser obras al mismo tiempo buenas, profesionales y representativas, como es el caso de la que estoy exhibiendo de Fellini.

DREYER, PENSADOR

Usted me ha dicho que debe a su carrera periodística el hecho de que cada una de sus películas —aun incidiendo, durante treinta años, en idénticos problemas— hayan reflejado la angustia universal de su momento. Me pregunto si esos retratos exactos que usted ha hecho del sufrimiento humano proceden exclusivamente de una intuición de artista o fueron elaborados a partir de un pensamiento filosófico. Ha habido quien interpretase su arte como una expresión en cine paralela a (o influida por) el pensamiento de base existencial de su gran compatriota Kierkegaard, por Heidegger y el filósofo católico Gabriel Marcel.

Dreyer me pide que le repita los dos últimos nombres. Por su expresión veo que no los conoce en absoluto.

—No, no he leído a esos filósofos contemporáneos. He guiado siempre mis lecturas con gran cuidado, y es natural que hayan influido en mi formación, pero mi posición es artística y, como tal, intuitiva.

Llegamos al “clímax” de nuestra charla. Voy a intentar aclarar un poco las suposiciones que se han hecho sobre la posición ética y religiosa de Dreyer. Salta a la vista que su obra se aparta del Racionalismo, pero, como sus palabras han denotado, Dreyer plantea siempre sus temas sobre unas premisas, por así decir deterministas, adentrándose con ellas hacia una especie de metafísica. Es esta la paradoja, la aparente contradicción, “el puente” a que me referí al principio. ¿Hasta qué punto es Dreyer heredero del materialismo y cuánto se ha apartado de él? Digo a Dreyer que en mis artículos hablé de su próxima película, que él preparó durante treinta años, sobre la vida de Nuestro Señor Jesucristo, pero el film que presentó el año pasado, “El Verbo” (Ordet), que le valió el Gran Premio del Festival de Venecia, no era el que yo esperaba.

—Efectivamente, yo había anunciado el film “La vida de Jesucristo”, que tenía preparado. Hace dos años que fui a los Estados Unidos para ultimar detalles con su productor, Blevins Davis, que está muy interesado en que se haga. Los acontecimientos políticos de Palestina me impidieron ir a rodarla allí, y volví a Dinamarca. Entonces me ofrecieron “Ordet”. La acepté, sencillamente, porque necesitaba dinero y por hacer algo que me sirviera de ejercicio preparatorio para mi film. En “Ordet”, pieza teatral de Kaj Munk, hay un problema religioso, un profeta, un milagro. Su adaptación al cine fue un escalón en mi trabajo.

Pregunto si va a dar a su nuevo film un enfoque simbólico, psicológico o realista, y cuál será su posición con respecto a nuestra religión.

—Una vez más, va a ser un film diferente de los anteriores. No creo que ofenda ninguna cuestión de dogma y espero que será imposible condenarla, porque el film quiero que sea una trasposición fiel, en imágenes, de los Evangelios, hecha con el máximo respeto. Habrá quien concuerde más o menos con la película, claro. Yo, desde luego, no voy a hacer un film espectacular como los die Cecil B. de Mille, y todos los que se han realizado hasta ahora sobre la vida de Jesús. No voy a hacer espectáculo, sino divulgar las palabras del Evangelio, presentando a Jesucristo en su situación contemporánea y real, para que lo entendamos mejor. Por eso voy a hacer todo el film en Palestina, en exteriores, con algunos actores de las tres excelentes compañías teatrales del país y con otros actores no profesionales. Usted sabe que nunca tuve dificultad en utilizarlos. Escogeré un hombre del pueblo para interpretar la figura de Cristo. Todos, de raza judía, desde luego. (Entre paréntesis, yo no soy judío). Quiero colocar la imagen de Jesús contra el fondo real en que se desarrolló su vida terrestre como un hombre, un judío en medio de judíos, sus compatriotas, que sufrían el colonialismo romano y la ocupación, con todas las repercusiones que esto trae: corrupción de los Poderes públicos y la Iglesia, “Quislings”, etc. En esta situación histórica, Cristo predicó su doctrina.

Dreyer se levanta y me trae su guion: un grueso volumen bien dactilografiado en inglés y encuadernado. Empezamos a leerlo. El film, minuciosamente explicado en forma de narrativa, comienza con la vida pública de Nuestro Señor: Las escenas son las del Evangelio, y sus palabras son exactamente las que los Evangelios ponen en Su boca. Los otros personajes tienen un diálogo creado por Dreyer, para ligar los textos. Las transiciones están marcadas por esos insuperables movimientos de cámara de Dreyer, que tanto saben expresar. Las escenas de ligación de las “secuencias” del Evangelio son discretas y funcionales. La única secuencia en que Dreyer se ha extendido más de lo indicado en los Sagrados Textos, es la de la expulsión de los mercaderes del templo. Innegablemente, es un guion hecho con maestría.

—Este es prácticamente el guion definitivo, aunque, como ve, no está planificado, pues en ninguna de mis películas utilicé un “guion técnico” propiamente dicho. Luego, en Palestina, se harán las modificaciones necesarias al rodar. Si consigo hacer este film exactamente como quiero, habré realizado la gran aspiración de mi vida.

Copenhague, diciembre 1956.

J. F. Aranda

Film Ideal nº 5, febrero-1957

Entrevista con Hugo Fregonese (1960)

El hombre que con un solo film se va a jugar todo su prestigio, no sólo en España, sino en todo el mundo, está ahora sentado a nuestro lado. Su nombre es Hugo Fregonese, y si en España conocemos las dos películas que le elevaron, desconocemos casi todo lo que ha hecho después. Hace ya tiempo, bastante, que en el Cineclub VINCES, cuando lo llevaba estupendamente José María Latiegui, se puso un programa dedicado al “Cine y al Ballet”. Aparte de un documental inglés en color, “The Dancing Fleece” y de todo el ballet principal de “Las zapatillas rojas”, se proyectó otra película dedicada a este arte y, cosa extraña, de habla castellana. Era “Donde mueren las palabras…”

La película gustó y de su distribución mundial se encargó la Metro. Se llevaron a su director a Hollywood, y Fregonese pasó allí un año en espera de que le asignasen una película. La ocasión no se presentó y el joven director argentino volvió a su país, donde hizo “Apenas un delincuente”, uno de esos films que soportan mal el paso del tiempo, pero que mantienen siempre el tono de sinceridad que su director puso.

—¿Qué le parece ese nuevo cine argentino post-peronista que tanto entusiasmo ha despertado en gran parte de los críticos solventes de Francia e Inglaterra?

—Conozco sólo a los hombres que lo hacen, pero las películas no las he visto. Además, me falta una visión de conjunto del cine y del país hoy día. Desde 1949 no he vuelto. Torres Nilsson fue ayudante mío y Ayala también lo era cuando yo partí para Hollywood. Son, desde luego, hombres inteligentes.

—¿Cómo fue ese famoso episodio de la compra de su propio contrato a la Universal?

—Lo hice por huir de algo que me da pánico en cine: el encasillamiento. Cuando se dicen estas cosas en Europa, no creo que nadie las dé la importancia que realmente tienen. En Hollywood uno hace un «western» que gusta y ya no le dan otra cosa que no sean «westerns». Si uno tiene la suerte de conseguir hacer un film policíaco para variar, entonces tiene que huir de una lluvia de ofertas para hacer cine policíaco. No se puede hacer usted idea de lo que eso representa. Yo compré el contrato que tenía con la Universal por siete años a costa de no cobrar las tres películas que ya les había hecho.

—Pero ¿se podrán rechazar ciertos guiones?

—Naturalmente, pero entonces el director pasa a una especie de estado de rebeldía y mientras dura esa actitud, ni cobra sueldo ni tampoco corre el contrato. Viene a ser como un partido de fútbol, en que se descuentan los minutos de las interrupciones. Le digo que el director en Hollywood cuenta muy poco. Los contratos no dejan un solo resquicio.

—Sí, he leído un poco de lo que le sucede a Richard Brooks, cuyo contrato con la Metro, o ha acabado o está a punto de acabar. También él se ha visto en una situación penosísima teniendo que aceptar las condiciones que le imponían a partir de los guiones.

—Yo, después de la Universal trabajé para Stanley Kramer y el cambio fue muy saludable para mí.

—Sí, fue cuando hizo «My six convicts»; por cierto, ¿cómo se trabajaba con Kramer como productor?

—Yo, como le he dicho, muy bien. Kramer llevaba todo el film dibujado y preparado hasta en el menor detalle, y esto le permitía rodar a mucha velocidad. Yo tuve toda la película dibujada ángulo por ángulo y preparada al máximo, pero antes de empezar hablé con él. Le dije que todo eso estaba muy bien, pero que yo era latino y que no concebía el cine como la industria de calzado o la de automóviles; por tanto, pensaba dejar bastante a la improvisación. Y así lo hice. Kramer fue condescendiente, se dio cuenta de que era mejor hacerlo así y me permitió hacerlo. «My six convicts» es una de las películas mejores que he hecho y la rodé en el tiempo que Kramer había fijado, aun con los exteriores en San Quintín, donde nos permitieron rodar dentro de la prisión donde actualmente está Chessman.

—Y respecto a las estrellas, ¿sentía mucho la presión de sus exigencias en Hollywood?

—En eso de las estrellas hay un poco de mito. La verdad es que las estrellas cuentan poco. Todos los que hacen la película cuentan poco en la maquinaria de las grandes empresas productoras. Yo he trabajado con las dos mujeres que han tenido fama de más «difíciles» en los últimos años: Joan Fontaine y Shelley Winters. Con la segunda opté por llegar a un acuerdo antes de empezar. «Mira, Shelley —la dije—, yo tengo que dirigir esta película porque es un encargo del Estudio. A mí no me gusta. Más vale que me digas si estás dispuesta a colaborar conmigo o no; de esa forma yo podría rechazar la película antes de empezarla siquiera.» Contestó que ella quería hacer el film, sólo que había una escena que no la gustaba del guion. «Bueno, pues comenzaremos por ella y no la rectificaremos.» Shelley accedió no muy convencida, y llegado el primer día de rodaje, hubo un serio disgusto. El buenazo de Joseph Cotten, que trabajaba con ella en la película, no sabía qué hacer para que el rodaje siguiese. Yo planté la película y me fui. Al llegar a la puerta del Estudio, el policía de la entrada me dijo que los jefazos del Estudio me querían ver; ya preveían que iba a haber dificultades, y llamando aparte a Shelley la convencieron. Luego, ésta decía: «Ustedes, los latinos, tienen un genio…»

Hablamos ahora de otras películas que Fregonese ha hecho en América o por cuenta de compañías americanas: «Apache Drums» (1951), «Untamed Frontier» (1952), «El signo del renegado», «Murallas de silencio», «Soplo salvaje», «Martes negro».

—Usted ya hizo un film en España, creo que se llamaba aquí «Tres historias de amor» y estaba basado en el Decamerón de Boccaccio…

—Sí; por cierto que aquí vieron algo así como la mitad de la película.

—De ésa se vio la mitad, pero del resto de las que ha hecho, la mayoría no se han proyectado en España, y eso teniendo en cuenta que son películas americanas, y de ésas nos llegan muchas, aunque no siempre las buenas. Más bien casi nunca las buenas…

* * *

Fregonese es un hombre que huye no sólo de que le clasifiquen, sino hasta de definirse como artista. Las preguntas que le hacemos en torno al cine, buscando que diga aquello que nos puede permitir conocerle, saber qué quiere en cine, no tiene nunca la contestación precisa para facilitar ese conocimiento. Si fuese el hombre que esta imprecisión deja adivinar, nuestro Cervantes no estaría en las mejores manos pese a la confianza que tenemos en el guion de Carlos Blanco. Pero más que esto, Fregonese da la impresión de un hombre que sólo ahora escapa a diez años de películas en que ha tenido que hacer muchas sin sentido, en el temor de que le clasificasen pasar de un tipo de cine a otro sin poder nunca hacer quizá la película que de verdad le entusiasmase, como le entusiasma ahora «Don Quijote». En ese estado de cosas, no es de extrañar que Fregonese nos haya dicho que el cine para él es un «hobby» por el que además le pagan.

Se habla ahora de algunas películas que los americanos han hecho en España y sale «Salomón y Saba»…

—Me han dicho que el pobre King Vidor se limitaba a dirigir las escenas como deseaban los actores del film. Es una pena, pero uno encuentra a menudo en Hollywood el tipo de hombre inteligente que se da por vencido en su lucha con los Estudios y acaba por aceptar la postura de hacer las cusas justamente como quieren que las hagan, sin poner nada propio. ¿En “Don Quijote” se limitará a usar el color o será usado éste en una función expresiva?

—Me alegro que me pregunte esto. Pienso hacer que el color sea un personaje de primera importancia en todo el film. Tengo un «récord» en el uso del color. En Hollywood quise rodar una escena en el interior de una capilla y quise dejar todo en penumbra con las velas encendidas como única iluminación. Los técnicos se llevaron las manos a la cabeza, pero cuando tuvimos positivo se vio que no era ninguna locura. En el campo de la iluminación en color habrá que acabar con muchos «tabús».

Fregonese nos habla ahora de la India, donde ha rodado una película con Stewart Granger. Habla de las diferencias sociales, del atraso en que aquella gente vive y de la misma felicidad en su atraso por desconocer una vida mejor. «Me gustaría hacer una película sobre esa India maravillosa que ahora hace esfuerzos por elevarse.»

—¿No le agradaría hacer también un film en Argentina?

—Sí, quisiera hacer un film argentino que contribuyese al conocimiento de mi país y de los que en él viven, un film de mucho entusiasmo.

— ¿Qué es lo que le atrae, la línea que une los diversos temas, en las películas que ha hecho?

—Ante todo, lo que me ha interesado dentro de las condiciones en que he trabajado hasta hoy es la humanidad de los personajes que vivían una historia, el que se pudiese creer en ellos.

* * *

Quedamos en volver a encontrarnos cuando «Don Quijote» se esté rodando. Creemos que, entonces, iniciada ya su nueva etapa—incluso más dueño del cine, que él considera que nunca se acaba de aprender—, nos habla de su postura de artista ante un medio tan maravilloso. Entonces habrá salido quizá de esa influencia que el cine que ha hecho hasta hoy sigue ejerciendo sobre él. Será el momento en que encontremos al hombre de «Apenas un delincuente».

Juan Cobos

Film Ideal nº 41, febrero-1960