sábado, 19 de agosto de 2023

King Vidor

King Vidor (Galveston, Texas, 1894-1982) nació en Texas y sus antepasados eran magiares. Representa el ejemplo más brillante dentro del mundo del cine en cuanto a intuición ajustada al carácter «orgánico» que ésta poseía en Emerson y Whitman. En ningún otro director de cine (ni siquiera en Dovjenko) se observa tal preocupación por la tierra, por la verdad espiritual como algo inherente a la naturaleza. En An American Romance (1944) una madre y su hijo contemplan cómo sale una mariposa de un capullo, y ella dice: «Dios está naciendo, y viviendo. Así también la amabilidad, y el ser feliz y el ayudar al prójimo… Él hace que nuestro árbol florezca cada primavera —los frutos, las flores y los campos de trigo, todo lo que tiene vida y crece.» Y en Hallelujah (Aleluya, 1929), Zeke, tal y como lo expresa el mismo Vidor, «se libera de su sentimiento de culpa» por haber matado a su hermano y proclama: «La Tierra, el cielo y todo lo que vemos pertenece al Señor» (Moullet y Delahaye, 1962: 5).

Vidor decía: «Creo en la intuición… Mi tema preferido es la búsqueda de la verdad» (op. cit., pág. 14). Como ejemplo de ello, en The Fountainhead (El manantial, 1949), un minuto, e incluso un simple plano, es suficiente para que dos personas que hasta entonces no se habían dirigido prácticamente la palabra, decidan contraer matrimonio. Vidor insistía en que presentar un romance de otra manera, como se suele hacer en las películas, es falsificar la realidad: «El tema del hombre que conoce a una mujer y todos los problemas con los que tropiezan, es falso. En la vida real, estas dificultades no existen. Cuando un muchacho conoce a una chica se produce siempre algo mágico en ese encuentro. Él la ve tan sólo un momento, pero es suficiente» (ibíd.). Las barreras que hay entre dos seres humanos se derriban fácilmente. «En el tête-à-tête existe una cierta alquimia que resuelve rápidamente cualquier cuestión» (ibíd.).

La fuerza de Vidor reside precisamente en su habilidad para desatar la poesía que hay en los acontecimientos simples. No es de extrañar, pues, que sus películas sirvieran de modelo al neorrealismo italiano, que desciende directamente de The Crowd (…Y el mundo marcha, 1928), Aleluya y Our Daily Bread (El pan nuestro de cada día, 1934). Rossellini, en especial, comparte con Vidor la preferencia por la intuición en detrimento de la razón, la concentración en la inmediatez del momento y del individuo, y ambos poseen el mismo entusiasmo por el idealismo y el vitalismo.

Como afirma Eric Sherman (1983: 350), en Vidor «el mundo existe “para mí”, y únicamente puedo conocerlo estando aquí y viviendo a través de él»; un proceso tan sensual y emocional como intelectual. Lo moral y lo físico son inseparables. La vida es exploración, acción, impulso.

Ya en el primer largometraje de Vidor, titulado con acierto The Turn in the Road (La vuelta al camino, 1918) e inspirado en la Ciencia Cristiana, un hombre recorre el mundo en busca de la verdad. Pero tanto en este caso como en el resto de sus películas, el «bueno» es, sólo aparentemente, heroico o incluso activo. Es alguien, como afirma Vidor, «en cuyas manos no reside el poder de crear las situaciones en las que se ve envuelto, aunque de todas formas las sienta emocionalmente» (Combs, 1980: 1027). Este aspecto es explícito en War and Peace (Guerra y paz, 1956), basada en la novela homónima de Tolstoi: «Ahora márchate y déjanos abandonados a nuestra suerte», dice Natasha a su hermano cuando ella debuta en su primer baile, pues sabe positivamente que se va a rendir a la danza, y la cuestión es cómo recuperará su equilibrio. En Vidor no hay «buenos» ni «malos» y la verdad que siempre encontramos es la verdad que siempre tuvimos. Las pretensiones heroicas son quimeras, nacidas de la alienación, la desesperación y el deseo de poder sexual: sólo siendo conscientes de la parte que a todos nos corresponde dentro de la sociedad y de la familia pueden tener alguna razón nuestras vidas. De este modo, las dos aparentes excepciones confirman la regla de que en Vidor no hay «buenos». Es cierto que al final de Northwest passage (Paso al noroeste, 1939), Spencer Tracy es un personaje de proporciones sobrehumanas. Pero Vidor dejó la película inacabada. Y en la segunda parte pensaba ofrecer el derrumbamiento de Tracy. En el caso de El manantial, Vidor intentó cambiar el final (justificando la destrucción por parte de un arquitecto de un proyecto de viviendas), ya que lo consideraba «estúpido y ridículo». Pero la Warner le obligó a respetar el libro de Ayn Rand: «Lo que busca el “bueno” es descubrir la verdad, conocer todas las motivaciones de la vida. Y la fuente de su inspiración es Dios. Él cree en Dios, sabe lo que él mismo representa como ser humano y sabe lo que está buscando. No necesita cambiar de entorno ni conocer a otras gentes. Eso es lo que me interesa.» El sufrimiento que conduce a la sabiduría —un continuo ascender y caer— es el equivalente moral de los ciclos regenerativos de la naturaleza.

La familia o la comunidad, no obstante, más que un ideal o una fuente de sustento, constituyen un campo de batalla, un punto de resistencia. No deja de ser sorprendente el número de películas de Vidor en las que la contemplación del adulterio es una forma de reafirmar el matrimonio. Esto se debe a que la concepción del pecado en la Ciencia Cristiana no se hace en términos puritanos, sino como una desviación en el camino hacia la iluminación, el camino de Dios. En palabras de Vidor: «Toda inspiración y toda vida vienen a nosotros directamente de Dios, sin intervención de situaciones ortodoxas ni canales intermediarios de ningún tipo» (Higham y Greenberg, 1971: 272). Y debemos caminar solos por la senda que nos conduce a Dios. Los personajes de Vidor no encuentran en el seno de sus familias la virtud para integrarse en ellas, sino únicamente en su avance en solitario por la vida. En Aleluya, Zeke se gasta la fortuna familiar con una prostituta, y mata accidentalmente a su propio hermano mientras está disparando al chulo que la protege. Para penar por esta acción, se convierte en predicador, convierte también a la prostituta y, traicionado de nuevo, la mata y va a la cárcel antes de «volver a casa» (según canta él mismo) con su familia, tras haberse reconciliado finalmente con sus pasiones sublimadas y con su lugar en la creación divina. ¡Hay tantos desvíos en la senda hacia la sabiduría! En Guerra y paz, tanto Natasha como Pierre y Andrei encuentran —aunque por separado— desvíos igualmente arduos antes de alcanzar la paz y la realización. Y la familia, de nuevo, se constituye primero en víctima y después en beneficiaría de sus peregrinaciones. Mientras que en el esquema familiar de Vidor hay, inicialmente, una oposición entre la estabilidad del núcleo familiar y uno de sus miembros, que se aparta del mismo, posteriormente las familias de sus películas se dividen en tantas direcciones como miembros tienen. Los arquetipos de la familia de Natasha tienen sus equivalentes en So Red the Rose (Paz en la guerra, 1935), An American RomanceDuel in the Sun (Duelo al sol, 1947), Stella Dallas (1937), The Champ (El campeón, 1931), Japanese War Bride (1952) y en otras tantas: una madre encarnación del hogar, un padre pícaro, unos hijos ansiosos de aventuras en el amor y la guerra, con sus esperanzas puestas «en algún lugar más allá del arco iris», como canta Judy Garland en una escena dirigida por Vidor en The Wizard of Oz (El mago de Oz, 1939). Pero tras la desilusión viene la iluminación, y será la abundancia, más que la necesidad, lo que unirá a la familia de nuevo. Esta alternancia entre escisión y fusión que se produce en la familia vidoriana es tanto un reflejo de los ciclos de la naturaleza como de nuestros ascensos y caídas. Hay algo claramente protestante y americano en este empeño por celebrar la verdad en familia, tras haberla encontrado en estricta soledad. Tal vez no haya otro momento en el cine que mejor haya sabido captar la imagen que los americanos tienen de sí mismos como lo hicieron Garland, su canción y el cine de Vidor.

Los resultados de esa soledad, sin embargo, suelen ser aberrantes y violentos en la mayor parte de los casos. La providencia se muestra maléfica; incluso la madre que encama al hogar es con frecuencia grotesca. La soledad, que tanto relieve tiene en Vidor, es un caldo de cultivo para el terror. Lo que haría Rossellini en La voce umana (La voz humana) episodio de Amore (1947), valiéndose de largas tomas y de una cámara despiadadamente servil, con el fin de dar a entender que «no hay camino de salida» para un alma torturada, lo hizo Vidor al final de El campeón. En Guerra y paz hay un momento terrible, cuando Natasha, tras huir del hombre malvado a través de una serie de habitaciones que conducen finalmente a una dependencia vacía, cierra la puerta tras ella, y se encuentra de repente con su propia imagen reflejada en un espejo. Algunos de nosotros estamos salvados. Pero muchos otros caemos. Algunos de nosotros simplemente nos entregamos a una vida de privación —Miriam Hopkins en The Stranger’s Return (1933), Robert Montgomery y Hedy Lamarr en H. M. Pulham Esq. (Cenizas de amor, 1941)— o, sencillamente, nos tendemos y dejamos que nos maten (John Mills en Guerra y paz). Otro camino que podemos seguir es el del sadomasoquismo —ejemplificado por el personaje de Napoleón de Vidor, quizá la representación más intensa de la figura de Fausto dentro del mundo del cine—, en el cual nos precipitamos, enrojecidos y espasmódicos, hacia la destrucción y la liberación orgiásticas, arrastrando con ello a otros. Así arrastra el Fausto-Napoleón a la Grande Armée hacia el humus vidoriano compuesto de barro, cieno, nieve, ríos helados y bruma, disolventes universales todos ellos. Un factor que dificulta la correcta apreciación de Guerra y paz, de Vidor, así como del retrato que ofrece de Napoleón, es que se suele ver (es natural, por otra parte) como una película histórica en lugar de como una película mitológica, que es lo que constituye al fin y al cabo.

Hay otros personajes vidorianos que no se hallan muy lejos de todo esto. Es el caso de Stella Dallas, cuyo apetito por un autoerotismo, basado en la degradación de sí misma, encuentra su clímax en la maternidad. Asimismo, Lloyd Nolan en The Texas Rangers (1936), cuyo homoerotismo se convierte en violencia hacia el mundo, en narcisismo hacia sí mismo, en sadismo hacia su rival amoroso Jack Oakie y en masoquismo hacia su amado (Fred MacMurray), y halla su clímax únicamente en la muerte. Y, en este sentido, recordemos también la matanza e incluso la antropofagia de indios por parte de los exploradores en Paso al noroeste, en la que constituye todavía la más horripilante masacre de la historia del cine. Por otra parte, el hecho de que el sendero que va de la orientación homosexual a la heterosexual signifique, en el contexto de la película, el paso del estado salvaje al de civilización, no supone gran consuelo para Lloyd Nolan, ya que él es incapaz de recorrer ese camino. Y eso mismo les sucede a Sims, Beery, Hopkins, Montgomery, Lamarr o Mills en sus situaciones particulares. Muy al contrario, parece que la caída de todos ellos estaba dentro de los planes de Dios, y la felicidad que consigan estará en función de que se conformen con que así sea. Ninguno, ni siquiera Napoleón, se sorprende por ello.

Es la verdad la que nos sale al encuentro, no al contrario. De ahí que en Vidor se observe (al igual que en Rossellini) una mezcla paradójica entre realismo documental y pasión icónica, entre reportaje y melodrama, entre la vida real y las estrellas cinematográficas. La estrella es el centro de nuestra empatía; ella nos hace vivir las pasiones de la vida. Contemplamos maravillados el mundo de la estrella, y a la estrella, y se produce una interacción mágica.

Guerra y paz es una meditación sobre la felicidad, la tristeza, el amor y la guerra, la libertad y el destino, la mente, la materia y sobre muchas cosas más. Vamos completando círculos a través de las emociones; a través del verano, del invierno de la primavera y del otoño. Y, lo que es más importante, a través de diferentes formas de sentir, encarnadas en personas jóvenes, personas mayores, un Napoleón demoniaco…, en todos los sujetos y objetos alternativamente. En una escena somos Natasha (Audrey Hepburn), que mira a Andrei (Mel Ferrer); en la siguiente somos Andrei que contempla a Natasha. Refiriéndonos solamente en términos técnicos a la habilidad con que Vidor nos introduce continuamente en una mente y nos saca de otra, Guerra y Paz resulta fascinante. Podemos meditar sobre una cara, sobre los colores, sobre la geometría del movimiento. No es sólo que todos los personajes tengan que resistir una peregrinación de dolor o de éxtasis, y después otra y otra, sino que no pierden el entusiasmo hacia lo que les sucede (¿Quién soy yo ahora?). Siempre existe la dualidad: la lejanía de un personaje novelesco y la proximidad de la actriz; la espiritualidad exaltada de la experiencia y la increíble carnalidad con que se expresa. Ver a Natasha correr desde la escalera hasta el recibidor (hacia Andrei, que es quien está haciendo la propuesta de matrimonio) nos recuerda a las bailarinas adolescentes de Jean Renoir, bailando hacia la vida en The River (El río, 1950). Y, a la par, nos permite vislumbrar una forma de comportamiento tan exótica como el teatro no japonés. Los momentos en que, durante el baile, se produce en Natasha una transición desde un monólogo interior —que refleja su deseo de que Andrei se encuentre allí («el príncipe Andrei», como le suele llamar)— al momento en que se da cuenta de que él está ahí, frente a ella, y la forma en que extiende la mano, reflejan un modo de ser prácticamente desaparecido en la actualidad. Vidor fue, probablemente, lo mejor que le podía pasar a una actriz de Hollywood; aunque ni siquiera en la MGM, donde trabajó casi toda su carrera, llegó a acercarse a Garbo, a Crawford o a Shearer. Si bien sus mujeres nunca dan la impresión de ser tan modernas como las de Cukor, Curtiz o Hawks, sí resultan más refinadas, complejas y físicamente expresivas. Mientras Natasha se entrega a las reglas del vals, vamos descubriendo, simultáneamente, una serie de cosas. En primer lugar, que Vidor tal vez sea el director con una concepción pictórica más acentuada —lo podemos comprobar en los paisajes, los retratos, las habitaciones y en esa fiesta, donde se da cita toda una civilización. Advertimos igualmente que Natasha y sus amigos están sentados sobre una pirámide de esclavos y que la música nos hace vibrar. Compartimos el arrobamiento que siente la muchacha cuando dice sí tan intensamente, con el corazón y con el alma, y nos damos cuenta de que «sólo ser consciente es ya un milagro en sí mismo» (Dowd y Shegard, 1988: 16). Y, finalmente, comprendemos las palabras (emersonianas) de Tolstoi, que dan fin a la película de Vidor y que resumen todo el trabajo que éste realizó durante su vida: «Lo más difícil —aunque esencial— es amar la Vida; amarla incluso cuando uno sufre, porque la Vida lo es todo. La Vida es Dios y amar la Vida es amar a Dios.»

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Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

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