lunes, 21 de agosto de 2023

Howard Hawks

Por el contrario, buscar algún rastro de trascendencia en Howard Hawks (Goshen, Indiana, 1896-1977) resultará en vano. Sería difícil encontrar siquiera una idea abstracta. Los desarraigados personajes de Hawks (¡en sus películas no aparecen familias!) vagan libres moral e ideológicamente. No hay normas que obliguen, ni instituciones que guíen. La sociedad no existe, como tampoco existen los problemas sociales. Los héroes de sus films, como los de Hemingway, están entregados a su trabajo. Pero no, como hacen los artesanos, por el valor que éste posee en sí mismo, sino como adolescentes que emplean sus habilidades para demostrar su coraje. Disfrutan de una libertad ilimitada, fronteriza con el estado salvaje —incluso mientras van en el tren en Twentieth Century (La comedia de la vida, 1934)— y sólo conocen un mandamiento: cumple tu contrato o devuelve el dinero. No les ata ni siquiera la amistad. Que cada uno se preocupe de lo suyo.

Cuando Ricky Nelson participa en la salvación de John Wayne en Rio Bravo (Río Bravo, 1959), ambos consideran esta intervención irracional (aun cuando se supone que Wayne, siendo el sheriff, ha de defender el orden público). De acuerdo con esto, el típico paisaje de los westerns de Hawks es una llanura desierta, ya que no hay nada que pueda influir en las personas. El polo opuesto estaría representado por el Monument Valley de Ford, donde las formaciones rocosas, que se yerguen como templos griegos o minas romanas, representan verdades eternas. En Hawks los dramas se interiorizan, los desafíos tienen su origen en problemas privados (por ejemplo, la embriaguez), no en el mundo o en la sociedad. Los paisajes vacíos borran en beneficio del símbolo todo rastro de lo aprehendido moralmente, algo que en Vidor y en Ford es parte esencial de la condición humana. Como afirma Robin Wood: «En el universo de Hawks no hay pasado (sólo en forma de experiencia desgraciada que conviene dejar atrás y olvidar cuanto antes), ni futuro (mañana, todos podemos estar muertos); la vida se vive, de manera espontánea y emocionante, en el presente» (Wood, 1981: 177). Todo el gigantesco armazón de idealismo trascendente que soporta los universos de Vidor y Ford se reduce en Hawks a estructuras tangibles tejidas por la lealtad personal, el deseo y la biología. Entonces…, ¿no ejemplifica Hawks la conciencia moderna de estar completamente solos, sin depender de cosa ni persona alguna más que de nuestras propias dotes y voluntades? ¿No representa una independencia, mítica y genuinamente americana, con respecto a la sociedad que ningún europeo, ni siquiera Camus, pudo siquiera imaginar?

Sumaya Khauli [en un texto citado por un ensayo inédito del autor, de 1991], escribe: «Los personajes de Hawks son capaces de alcanzar la felicidad porque desean comprometerse y adaptar su moralidad al mundo que les rodea. Su actitud realista hacia la vida contrasta con los héroes idealistas de Kenji Mizoguchi, a quienes resulta más difícil conseguir el éxito, ya que lo que pretenden es cambiar el mundo y ajustarlo a sus valores morales. Los héroes de Mizoguchi son más valientes que los de Hawks porque no tienen miedo de mostrar sus emociones y de sacrificar sus vidas para que se cumplan sus sueños. Pero es la moralidad de los personajes de Hawks, más práctica y menos valiente, la que sobrevive en un universo caótico de codicia y corrupción.»

Molly Haskell, por poner un ejemplo, compara a Hawks con Homero: sólo los actos de los hombres merecen la inmortalidad, excepto la soberbia, que conduce no a la tragedia, sino a la comedia. Lo que exalta en Hawks es su «visión del hombre como paradigma de coraje y tenacidad, como una floritura en el margen del universo, situado, de manera cómica o heroica, frente a una naturaleza antagónica. El hombre es una nada tan desprovista de significado como la de Samuel Beckett, si bien decidido a cumplir de todas formas con su destino, a hacer valer la inteligencia sobre la estupidez» (Haskell, 1980: 474).

Se ha afirmado con frecuencia que Hawks sobresalió en todos los géneros: gángsters —Scarface (Scarface, el terror del hampa, 1932)—, cine negro —The Big Sleep (El sueño eterno, 1946)—, screwball comedy —Bringing Up Baby (La fiera de mi niña, 1938)—, musical —Gentlemen Prefer Blondes (Los caballeros las prefieren rubias, 1953)—, épico —Land of the Pharaohs (Tierra de faraones, 1955)—, western —Red River (Río Rojo, 1948)—, bélico —Sergeant York (Sargento York, 1941)—, etc. Pero también se puede decir que sus localizaciones son relativamente intrascendentes. David Thomson escribe: «Así como Monet siempre pintó lirios, Hawks sólo ha hecho un trabajo artístico» (Thomson, 1979: 235). Río Bravo y El sueño eterno podrían intercambiar los decorados y el vestuario tan sólo con pequeñas variaciones en el guión. La ambientación suele ser un decorado de fondo, que poco tiene que ver con los bien documentados detalles que tanto amaban Vidor y Ford, en cuanto que la acción suele reducirse a la larga evolución de dos o tres personajes en unas cuantas situaciones y en secuencias extremadamente largas. No hay mundo en las películas de Hawks, sólo lo que sucede entre los personajes.

Pero lo que sucede entre ellos ya es bastante. Thomson escribe: «Lo mejor de Hawks está en los momentos en los que no pasa nada, aparte de las discusiones entre algunas personas sobre lo que puede haber pasado o ha pasado ya.» Los guiones son un mero estímulo para interpretar. Eric Rohmer, cuyas películas dejan clara su deuda con Hawks, confirma lo anterior en un artículo publicado con su nombre real, Maurice Schérer, en 1953: «No conozco a ningún director tan indiferente a los valores plásticos, tan trivial en su montaje y, a la vez, tan sensible a los detalles exactos del gesto, a su duración exacta.» Sólo cuando uno observa por segunda vez las increíbles sutilezas en cuanto a insinuaciones, inflexiones y lenguaje corporal de, por ejemplo, la escena en la que Bogart conoce a Bacall en El sueño eterno, es cuando comprende por qué Hawks, careciendo de tanto, tiene tantas cosas.

Su principio, según Thomson, es que «los hombres son más expresivos liando un cigarrillo que salvando al mundo. Y hay que subrayar que Hawks se ocupa de cosas tan pequeñas porque es el mayor optimista que ha dado el cine… Su optimismo se funda en que conoció el fracaso, y está basado en las virtudes y en el calor que hay en las personas que van de la mano de sus defectos. La muerte, la ruptura y la derrota abundan en el mundo de Hawks, aun cuando se las contemple con calma» (Thomson, 1979: 235).

Una vez más, se puede afirmar lo contrario y seguir estando de acuerdo. Los personajes de Hawks no toman con calma nada que afecte su equilibrio, y casi todo sucede de este modo, en especial, la muerte. Esto es algo que aprende bien Jean Arthur de Cary Grant en Only Angels Have Wings (Sólo los ángeles tienen alas, 1939), cuando ella se queja de la aparente indiferencia ante el moribundo Thomas Mitchell. La prueba definitiva para Hawks consiste en que uno mantenga el equilibrio: por eso sus hombres llevan unas vidas de continua jactancia masculina, encontrándose siempre un paso más allá de la tragedia o (a diferencia de los héroes de Homero) a punto de caerse de manera cómica.

Ellos preferirían, casi siempre la tragedia. Hawks tiende constantemente hacia el acercamiento, hacia esos momentos de camaradería (como la secuencia de la canción en Río Bravo) que Hawks observa a través de una cámara a la altura de los ojos, para así involucrar mejor al público. Pero esta tranquilidad sólo se vive en el mundo autosuficiente de los varones; las mujeres, con sus miradas maliciosas llenas de envidia, la destruyen por completo. Y es, precisamente, este aspecto de Hawks lo que parece haberle convertido en el eterno director favorito de mujeres y homosexuales. A Molly Haskell, por ejemplo, le parece «delicioso» que los hombres «teman» a las mujeres, y aun añade otro temor: el que sienten por la parte femenina que hay en ellos (Haskell, 1980: 478).

Ahora bien, aunque no dice por qué encuentra delicioso ese miedo, deja suficientemente claro que ella no sólo disfruta con esa «proliferación de disparates» que frustran el «narcisismo» masculino, sino también con los «impulsos bipolares» entre hombres y mujeres, y con el permanente lenguaje corporal utilizado para llamar la atención. Asimismo, disfruta con «la fuerza de energía desatada —llámese hombre, mujer o sociedad moderna, llámese poción amorosa, ambigüedad sexual o drogas alucinógenas— que confunde, abruma, exaspera, humilla y exalta a los personajes de Hawks en su avance y retroceso» con respecto a los encuentros que tienen a lo largo de sus vidas (op. cit., pág. 479).

No cabe duda de que tanto para Hawks como para Vidor el sexo hace estragos. Ambos directores pueblan sus películas de exhibicionistas descaradamente en celo. La sexualidad hiperbólica de los personajes de Hawks trasciende todo lo que tenga que ver con la realidad normal, internándose en el reino de la poesía fantástica. El sexo sobrecoge, se convierte en la única fuerza motriz; animales, rebaños y motores se transforman en las principales metáforas (ganado, caballos, leopardos, siervos que construyen pirámides, coches de carreras, aviones, trenes). No es de extrañar que a los hombres les asuste; sólo nos queda por saber por qué a las mujeres de Hawks no. ¿Por qué en las películas de Hawks no aparece ninguna mujer que tema a un hombre?

Haskell se equivoca, no obstante, cuando afirma que los hombres temen la parte femenina que hay en ellos, pues comprobamos que cuando se intercambian la ropa o se entregan el uno al otro y ensalzan mutuamente su narcisismo, no sienten pudor ni vemos rastro alguno de timidez. The Big Sky (Río de sangre) consiste en una serie de historias de amor entre hombres, cuyo escenario es un bote, y cuyos personajes constituyen la más extraordinaria colección de arquetipos homosexuales que uno pueda imaginar. Y tanto el río por el que navegan como el bosque que atraviesan son mucho más satisfactorios que sus equivalentes en el cuerpo femenino. La homosexualidad es la condición favorita de Hawks. Para algunos críticos, el hecho de que Kirk Douglas y Dewey Martin lleguen a un acuerdo con respecto a que este último deje de ser socio de aquél por una mujer supone cierta «madurez». Pero no deja de ser un poco perverso el modo en que Hawks lo dispone todo, ya que Martin no sólo tiene que renunciar a los hombres, sino que también tiene que permanecer entre los indios del bosque, quienes viven más allá —mucho más allá, como se insiste en la película— de la frontera más lejana con la civilización.

Por el contrario, la eyaculación masculina —a lo que se refiere Haskell con su «fuerza de energía desatada», etc.— parece ser ridícula o, en sus propias palabras, «deliciosa». Cuando una mujer entra en escena, desaparece la paz, la dignidad, la ciencia, la diversión y el progreso humano. Hawks es un verdadero cátaro en su convicción de que el mecanismo biológico que permite el progreso es en sí contrario al mismo. Es cierto que el acercamiento a una mujer constituye siempre la fuerza y el objetivo de los argumentos de Hawks, que incluso llega a socavar las supuestas estructuras del género, como en el caso de Río Rojo, donde Joanne Dru acaba con el enfrentamiento entre John Wayne y Montgomery Clift, que parecía constituir el motivo principal sobre el que había estado girando toda la película. Pero el acercamiento a una mujer nunca se produce en escena: Hawks siempre termina antes la película. Lo que le obsesiona no es la unión de los sexos, sino su antagonismo. Ahora bien, aunque no le interesan las dulces escenas de amor, sus historias amorosas (sean homo o heterosexuales) no descienden (ni se elevan) a los extremos sadomasoquistas de Vidor.

En lugar de eso, lo que existe es una desesperación casi nihilista. Privado de la posibilidad de la tragedia, en particular en los géneros menos importantes, el mundo del hombre se desmorona irreparablemente con las primeras escenas. Así, como bien observa Andrew Sarris: «La consistencia interna de los musicales y las comedias de Hawks es impresionante, pero las obras en sí mismas son desagradables» (Sarris, 1972: 61). En otros géneros, al menos durante un tiempo, Hawks acaricia la ilusión de que es posible una muerte homérica. Pero no es más que una ilusión. Para él, el momento más peligroso —y a la vez el más mágico— está, inevitablemente, en esos segundos en los que el hombre no presta atención, baja la guardia, el antagonismo le deja de proteger y abandona sus principios. Es en ese preciso instante cuando una quimera de felicidad hace señas desde fuera de la pantalla, el hombre es atrapado por la mujer y se pierde para siempre.

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Traducción: Gloria Mengual

HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]

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