Raoul Walsh (Nueva York, 1887-1980) realizó más de un centenar de películas entre 1914 y 1964. Resulta difícil pensar en una sola en la que algún personaje evoque a Dios. En Ford y Vidor se puede hablar de trascendencia; en Hawks, de ascendencia biológica y en Walsh de inmanencia. Si Albert Camus hubiera sido director de Hollywood y hubiese tenido más talento, habría sido otro Raoul Walsh.
The Roaring Twenties
(1939) comienza en un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial, donde vemos
a Humphrey Bogart matar a un alemán de quince años y bromear sobre ello.
Segundos más tarde, se anuncia el armisticio. Walsh no resalta ni la
insensibilidad de Bogart ni la ironía del armisticio. Para Walsh no existen las
abstracciones, únicamente las personas. Por tanto, si no somos capaces de
percibir la atrocidad moral que grita desde la pantalla (tanto más sonora por
no estar explícita) no entenderemos nunca la esencia de Walsh.
La vida —aquí, ahora y en todo su esplendor— lo es todo para
él, como lo fue el sol africano para Camus. Todos sus hombres anhelan ser
Gregory Peck al timón de un gran velero, navegando en un océano enfurecido, con
una música romántica in crescendo,
con Ann Blyth y con The World in His Arms
(El mundo en sus manos, 1952). No obstante,
la mayoría de las veces los hombres de Walsh han nacido perdedores. Y no se
quejan por ello; o se quejan tanto como se ríen de sus propias bromas o meditan
sobre Dios. Es una cuestión de orgullo. La vida está llena de reveses que hay
que encajar e intentar seguir en pie. A lo largo de toda la depresión
económica, los personajes de Walsh muestran un aire jactancioso, o al menos lo
intentan, y piden al mundo que se comporte según sus deseos. Así, vemos a Steve
Brodie (George Raft) irrumpir como un toro bravo en el salón en The Bowery (El arrabal, 1933), o a Jim Corbett (Errol Flynn) invadir pavoneante
la alta sociedad en Gentleman Jim (Gentleman Jim, 1942). Los héroes en
Walsh imponen su propio ambiente, a través de un baile o de un altercado, e
invitan a los demás a participar con ellos (como sucede actualmente en las
películas de Abel Ferrara). Me and My Gal
(Mi chica y yo, 1933) consiste en una
serie de escenas corporales y verbales que permiten a unos amigos prometerse
solidaridad mientras hacen el payaso, y a unos amantes dedicarse a sus juegos
amorosos.
Más a menudo, naturalmente, el mundo rechaza la forma que
cada uno tiene de cantar y bailar. En Gentleman
Jim lo chocante es, precisamente, que Corbett sea la excepción: el tipo que
nunca se lleva su merecido. Mientras que los personajes de Vidor son seres
perdonados y redimidos, los de Walsh han de pagar las consecuencias de todo lo
que hacen: sus vidas se convierten en purgatorios creados por sus propios
imperativos morales. Como afirma Sarris, los personajes de Walsh poseen el
pathos y la vulnerabilidad —inexistente en Ford y Hawks— de un niño perdido en
un mundo inmenso, precipitándose hacia lo desconocido, siempre inseguro sobre
lo que va a encontrar allí (Sarris, 1968: 120). Y las simpatías de Walsh están
de su lado, del lado de los marginados, de quienes desafían a la sociedad o no
pueden conformarse y terminan atrapados en lo alto de un precipicio. Es el caso
de «el “gran” Roy» Bogart en High Sierra
(El último refugio, 1941). Walsh los
dispone en un extremo de la pantalla, mientras ellos tropiezan sin cesar,
intentando en vano tener un mínimo control sobre sus vidas. Tanto en la acción
como en el ritmo de las películas de Walsh queda reflejada la inestabilidad de
la vida. Sus frecuentes tomas con cámara al hombro acentúan la distancia y la
separación más que la cercanía, y sus héroes son ingenuos, incluso estúpidos.
Según opinión de Martin Rubin, puede que Rambo, Clint Eastwood o John Wayne,
típicos representantes del héroe en el cine, no sean intelectuales, pero tienen
un instinto especial para detectar cualquier indicio de fraude y apuntan
certeramente. No pasa lo mismo con los héroes de Walsh. Bogart persigue a una
estúpida de clase media que se cree una auténtica princesa; gasta todo su dinero
en ella y se ve obligado a atracar un establecimiento. Lleva siempre consigo a
una mujer y a un perro y, finalmente, por intentar localizarles, sale de su
escondite y lo matan. Aun así, afirma Rubin en una carta personal fechada en
1991, «Walsh considera que la incapacidad de Bogart para llevar una vida
respetable es parte de su heroísmo y nobleza».
Vilma, el amor de Bogart en El último refugio (Joan Leslie), es una caricatura tan clara como
odiosa de la hipocresía de la clase media, como lo es Ida Lupino en They Drive by Night (Pasión ciega, 1940). Un ejemplo más
sutil y complejo de la obsesión permanente de Walsh por la femme fatale lo
representa Jean Sherman (Priscilla Lane) en The
Roaring Twenties (1939). La podredumbre de Priscilla Lane nunca desfigura
su encantador sex appeal, ni resta valor al atractivo de su respetabilidad.
Cagney no es capaz de reconocer su juego, como tampoco lo es el espectador:
Priscilla Lane se limita a representar la «imagen que tiene que dar en la
pantalla». No se le puede negar de ninguna manera su virtud. Nos convence de su
castidad al tiempo que es figura principal de un espectáculo erótico; incluso
ella misma está convencida. Asimismo, es incapaz de darse cuenta del papel que
ha desempeñado al llevar a Cagney al estado en que se encuentra al final de la
película (un estado lamentable), cuando ella corre a su encuentro; y, a decir
verdad, tampoco Cagney llega a darse cuenta. Donde quiera que esté, Jean impone
su visión de la realidad, su «sensibilidad»; y, a pesar de su egocentrismo
estúpido y sin esfuerzo alguno, procura hacerse con la mano de obra suficiente
para ponerlo en práctica. Al igual que Rita Hayworth en The Strawberry Blonde (1941), aunque con un buen gusto infinitamente mayor, Jean se recrea con
la sensación que causa entre los hombres y, como aquélla, no puede comprender a
un pretendiente (Cagney en ambas películas) capaz de decirle que él nunca le
silbaría como lo hacen los demás porque la respeta demasiado. Al igual que
Alice Faye en El arrabal, Jean es de una dulzura que desarma, una
dulzura que representa precisamente todo lo contrario al implacable egoísmo que
ninguna de las dos mujeres reconoce poseer.
Las mujeres como Jean son las que dominan a los hombres en
las «películas masculinas» de Walsh. Y nunca es mayor su poder que cuando
aparentemente carecen de él. Su precursora en la cultura americana, quizá su
«arquetipo», es Hester Prynne, la protagonista de la novela La letra escarlata, escrita en 1850 por
Hawthorne. Son mujeres a quienes se venden cierto tipo de hombres, destinados
al masoquismo y muy representativos del americano. Mujeres en las que los
hombres vislumbran el paraíso y en cuyo seno encerrarían su moralidad y
mentalidad masculinas. Mujeres que traicionan a sus hombres hasta el final y
que, si éstos se quitan la vida, lo advierten sólo alguna que otra vez. «Ven
conmigo, triste niño mío», canturrea Priscilla Lane, sin atisbo alguno de
burla. En El arrabal, Alice Faye ni
siquiera advierte cómo Wallace Beery, convertido en una auténtica mina, la mira
perplejo conforme pasa en un carruaje junto a George Raft, el nuevo rey de la
calle, que ha robado en el salón de Beery (al igual que Bogart robará lo
conseguido por Cagney en una operación de contrabando, en The Roaring Twenties). Son mujeres que llevan a los hombres a
encogerse en posición fetal escondidos en los rincones.
La magia del personaje de mujeres como Jean Sherman o Hester
Prynne está en que se le dibuja con el mismo carácter realista que observamos
en el campo de batalla de la Primera Guerra Mundial que aparece al principio de
la película, o en el racismo y las actitudes fascistas de los personajes de El arrabal. Este apego a los hechos está
en lo más profundo del sentido de la tragedia que tiene Walsh, verdaderamente
«homérico», como resalta Coursodon; si bien éste se equivoca cuando argumenta
que se trata de una «aceptación acrítica» (Coursodon, 1983: 355).
Si no fuera por esta tragedia realista de Walsh, el
comportamiento de sus «buenas mujeres» tendría menor significado: por ejemplo,
su modo de imitar a los hombres físicamente; su actitud de no renunciar nunca a
las responsabilidades o su forma de jugar siempre con las cartas boca arriba.
No debe sorprender, pues, que estas mujeres sean tan solitarias como los
hombres de Walsh. A Olivia de Havilland e Ida Lupino (las heroínas positivas de
Strawberry Blonde y El último refugio) no se les presta
ninguna atención, mientras que Cagney y Bogart suspiran por Rita Hayworth y
Vilma, respectivamente. Sin embargo, las mujeres como Hester Prynne muestran
una actitud más fuerte que los hombres ante los retos de la vida. En The Man I Love (1946), Lupino sabe
manejar bien a un rey del hampa que la persigue sexualmente. Nos recuerda,
incluso, a los héroes de John Ford por su papel de mediadora en los problemas
de los demás, mientras abandona los suyos propios. Pero, al igual que los
personajes de Vidor y que todas las mujeres de Walsh que aman de verdad, Lupino
sabe reconocer al instante al hombre al que ama cuando lo encuentra. Algo
parecido tiene lugar en Pasión ciega,
cuando George Raft se queda dormido en la cama de Ann Sheridan y ella se da
cuenta de repente que ése es el hombre al que ama.
Walsh no olvida nunca que el mundo reflejado en sus
películas está concebido sólo para ellas. Nunca olvida que su obligación es
entretenernos, mantener nuestro interés, cautivarnos. Al igual que Ford, sus
mejores momentos los alcanza cuando yuxtapone desordenadamente emociones, tempos y puntos de vista divergentes. La
primera media hora de El arrabal, en
la que se habla una jerga que sólo un nativo podría apreciar o comprender,
constituye, quizá, el mejor ejemplo de su obra.
Tag Gallagher
Traducción: Gloria
Mengual
HISTORIA GENERAL DEL CINE, Volumen VIII - ESTADOS UNIDOS (1932-1955) [Ed. Cátedra, 1996]
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