viernes, 18 de agosto de 2023

Entrevista con Carl Theodor Dreyer (1956)

DREYER EN SU PATRIA

Cuando no hace mucho tiempo publiqué varios artículos intentando analizar la compleja personalidad de Dreyer, ¿quién me iba a decir que poco después estaría hablando con él en su tierra natal? La vida tiene sorpresas así. Evidentemente, una vez allí, me propuse aclarar con Dreyer las interrogaciones y contradicciones que había visto en él.

Estar en Copenhague no es aún estar con Dreyer. Los amigos me dicen que muchos periodistas han venido especialmente a la isla de Selandia para visitarlo y se fueron sin conseguir su propósito. ¡Dreyer y su famosa misantropía! Nunca aparece en público, casi no sale de casa, no habla con nadie, tiene muy pocos amigos. Su personalidad es tan difícil como su propia obra. Y allí, en su país, una y otra se discuten con acervada dureza. Por qué Dreyer ha sido siempre tan mal tratado por sus conciudadanos es algo que nunca comprendí bien. Al fin y al cabo es la única personalidad cinematográfica de proyección mundial y uno de los pocos hombres a quien asociamos inmediatamente Dinamarca. El arte de Dreyer es profundamente nacional; él ha vivido siempre en Copenhague, aunque trabajase en diversos países: Iba a Berlín, Estocolmo o París un par de meses para hacer una película, y volvía inmediatamente a casa, a Copenhague. Sólo después de vivir un tiempo en su ciudad he comprendido parcialmente esta actitud del siempre mordaz danés, cuyo humor, como todas las formas del humor, oculta un fondo “hamletiano”, desgarrado de tormentas psíquicas. Quizá Dreyer ha mostrado a la luz pública lo más recóndito de esa dualidad materialista sobrenatural de los daneses, y ellos, ofendidos en su pudor al verse desnudo, no le perdonan. Ellos aceptan que Dreyer es danés en ciertas bases culturales nacionales, pero no en el carácter y superficie. Observan que Dreyer ha hecho todas sus buenas películas fuera del país. Se creen suficientemente ricos en personalidades cinematográficas para no tener que apoyarse en el nombre de Dreyer. En verdad, los extranjeros no conocemos su historia del cine, que cuenta con muchos artistas de gran categoría. Otros atribuyen a Dreyer mal gusto, escepticismo y una introversión casi patológica. (Dreyer sufrió una enfermedad mental en 1931, a raíz de su producción de “Vampiro”, repetida posteriormente, según parece). Algunos encuentran sus películas sencillamente malas, aunque las historias del cine lo consideren uno de sus más profundos “tutores totales” de films. Finalmente, ha molestado a muchos que, hace unos años, se inscribiese en el partido Conservador y construyese, con las economías de toda su vida, la más exquisita sala de cine en el centro de la ciudad. En todo esto hay algo de incomprensión y bastante de envidia. Pero no se puede negar que Dreyer es discutible y no ha sido precisamente un hombre simpático con sus paisanos, y, por lo que dicen, tampoco lo es con los ensayistas de cine que pretenden escudriñarlo.

Así, me preparo para el ataque procurándome garantías y le escribo en papel del Danske Filmmuseum, donde estoy trabajando, pidiéndole un encuentro. Con gran sorpresa pocas horas después de echar la carta recibo una llamada telefónica del propio Dreyer, invitándome a ir a su casa esa misma tarde. Le digo, deshaciéndome en disculpas, que no voy a robarle mucho tiempo. Stop that! —me interrumpe bruscamente, y añade con voz aterciopelada: Espero que pueda Ud. quedarse el tiempo suficiente para tomar el té conmigo.

Dreyer vive en un barrio apartado, en medio de grandes bloques de casas monótonas de ladrillo. La puerta del número 8 de Dalgas Boulevard tiene los timbres de sus seis pisos con los nombres de los doce inquilinos escritos a máquina debajo. Entre los vulgares “Hensens” y “Andersens” aparece, como uno de tantos, el nombre de “Carl Th. Dreyer”. Ahí vive el danés más admirado de nuestro tiempo.

Me abre la puerta Dreyer, que con una ligera reverencia me quita el abrigo, lo cuelga en una percha y lo mete en un armario. Su mujer aparece, le beso la mano, sale y vuelve con el té y una nada despreciable tarta de manzanas que ha preparado para mí, según me dice sonriente. Luego se retira. Me quedo un momento mirando la salita de clase media donde Dreyer pasa sus años proyectando obras maestras. Una modesta biblioteca, unas cerámicas baratas de las que se ven en cualquier casa de Copenhague, algunos dibujos y grabados poco interesantes en la pared, sin duda recuerdos personales. No, evidentemente el hombre que hizo “La pasión de Juana de Arco” no se interesa mucho en la decoración de su casa.

Dreyer me está sirviendo el té y preguntándome si quiero más azúcar. Habla en perfecto inglés, con voz baja, penetrante, segura, pero agradablemente modulada. Medita intensamente sus respuestas durante bastante tiempo. Después sus palabras salen tan precisas y meticulosamente seleccionadas que temo no poder transcribir su conversación exactamente, para no traicionar su expresión. Dreyer, con su mirada inquisidora ha adivinado mi estado de ánimo. Relax—me ordena con una voz de psiquiatra, como si estuviese preparando un actor para una de esas interpretaciones inmortales que él les ha arrancado—, tenemos mucho tiempo por delante.

DREYER, PERIODISTA

Abro el fuego diciéndole que en todos los verdaderos artistas interesa menos la obra que el hombre que está detrás de ella. Él me parece, entre todos, el que representa de manera más patente el gran puente entre el pensamiento y la sensibilidad del fin del siglo XIX y la de nuestra época.

Sí, eso es, una especie de puente. Verá usted: he sido periodista antes que director de cine— explica, como quien dice “he sido cocinero antes que fraile"— y volví al periodismo varias veces durante mi ya larga vida. Esto ha hecho que yo reflejase la actualidad política y las inquietudes contemporáneas en todos mis films.

Sé que están preparando un libro con todo lo que Dreyer escribió en periódicos, editado por su amigo y biógrafo Ebbe Neergaard. Le digo que su lectura va a ser muy interesante para los que le estudiamos.

—Creo que lo que he escrito no tiene gran interés porque todo lo que pienso lo he expresado en mis películas—contesta.

Sin embargo, he leído ya algunos de sus viejos artículos, que me han parecido reveladores. Dreyer fue hijo de padres anónimos, recogido por una familia que le prodigó una infancia cruel. Toda la vida del artista ha estado condicionada por el recuerdo de esos años de niñez: su desconfianza ante los hombres, su concepción de un mundo siempre hostil, su obsesión por retratar las formas de tiranía, opresión, abuso y crueldad en todos sus films. En sus artículos de adolescencia Dreyer se presenta como un rebelde, tomándose la revancha contra ese mundo que lo humilló. Es un "avanzado de ideas”: hace crónicas sobre la ascensión de globos y dirigibles y otros acontecimientos “progresistas”, mientras que queda horrorizado por la brutalidad de la revolución rusa, que incluirá en su film de 1920, “Hojas del diario de Satanás” como uno de los cuatro episodios demoníacos de la historia. En sus trabajos elogia a los pioneros y ataca a los consagrados con palabras hirientes. Es el primero que tiene el desparpajo de insinuar que Asta Nielsen, la gran estrella danesa ídolo de su tiempo, es bastante fea. Como crítico de cine es inteligente y noble. Cuando sale “La historia de la brujería”, de su rival (e imitador) Benjamin Christiensen, le hace justicia y le dedica una crónica entusiasta.

DREYER, DOCUMENTALISTA

—El artista debe reflejar la vivencia de su tiempo en toda su magnitud. Por eso un buen film puede decirse que es un documental, y me gusta que usted haya escrito que yo tengo algo de documentalista. Todas mis películas han sido documentales, todas incluso “Vampiro”.

Le digo que estoy de acuerdo con esta concepción del documental y que atribuyo su fracaso en los doce documentales breves que hizo para el Estado danés a la exigencia que tienen los Gobiernos de mostrar sólo los problemas sociales de solución técnica viable. Los problemas atacados por Dreyer, esencialmente espirituales, me parecen de naturaleza trágica que, según él deja entrever, se repiten a lo largo de la historia fatalmente; siendo desesperado cualquier intento de resolverlas.

—No me gusta que usted haya empleado la palabra “desesperado”. Yo no haría películas si no tuviese la esperanza de que, desmenuzando los motivos que conducen a los acontecimientos dramáticos de la vida del hombre, sus luchas fratricidas, sus actos de violencia, les estoy ayudando a evitarlos en el porvenir. Los films llamados “documentales” en general fallan, sencillamente, porque son cortos. El cine, el arte, es planteamiento de conflictos en toda su complejidad, y esto no se puede hacer en diez minutos. Yo necesito mucho tiempo para asentar las bases de un conflicto dramático.

Comento con Dreyer sus documentales, tan poco conocidos en Europa. En “Objetivo”, número 8, por ejemplo, escribí que “La séptima edad” tenía momentos que se podrían incorporar a la más genuina dirección de su obra: sobre todo la secuencia de la boda entre asilados y el baile de los viejos.

—Exacto. Yo había proyectado un documental con estas dos escenas, bien desarrolladas, que serían muy divertidas. Los viejos de setenta años se casan frecuentemente no por amor, claro, sino porque es el procedimiento de tener un “chalet” independiente en el asilo, en vez de un cuarto. Es terrible. Desgraciadamente redujeron esto y añadieron otras escenas, explicando la asistencia social que se da a los viejos en Dinamarca, metiéndolos en esos grandes asilos. Imagínese; los japoneses han prohibido la película porque encuentran esa asistencia intolerablemente cruel. Como sabe, en el Japón veneran a los ancianos, que forman el centro del hogar, y no pueden comprender que aquí el Estado se los lleve de casa y se encargue de ellos.

Dejando de lado los documentales sociales, le hablo de esos en que se pide a un artista que haga el elogio de un producto nacional. Su película sobre “El puente de Storstrom”, exhibida en el penúltimo Festival de Venecia, no podía ser menos tonta que una película de esas en que hay que decir lo ricas que son nuestras naranjas. Aun así, le digo que el plano final del film me parece muy suyo: Un barco va a pasar bajo el puente. A medida que avanza horizontalmente, la cámara sube verticalmente a lo largo del mástil y nos enseña la alta cruz del remate que parece no podrá pasar por debajo del arco del puente, pero finalmente lo consigue, rozándolo casi. Este largo plano, de casi tres minutos, no significa nada, pero tiene “suspense” y emoción.

—Efectivamente, el film tenía que limitarse a fotografiar un puente, pero para terminarlo hice este plano, muy personal, que preparé con mucho cuidado y ensayé durante horas. Es un estudio: la verticalidad es siempre dramática.

DREYER Y EL NEORREALISMO

Esta frase significativa nos pone una vez más ante el problema del esteticismo de Dreyer. En la única entrevista concedida a un extranjero (a Judith Podselver, en otoño de 1947) se discutió el aspecto estético de su obra, pero Dreyer fue una vez más ambivalente. Por un lado afirmó: “No faltan las ideas, lo difícil es saberlas utilizar”, lo que nos lleva a pensar que Dreyer es hombre preocupado por la forma. Pero al tratar ésta, afirma: “Dicen que mi montaje es lento; no es el montaje, es el movimiento de la acción. La tensión se crea en la calma.” La forma crea, o digamos “informa”, problemas de contenido. Más adelante: “Para ser poderoso creo que hace falta que un film no sea perfecto ni demasiado bien construido sólo hace falta que se sienta batir el corazón del autor.” A mí me ha dicho:

—Quiero siempre hacer films bellos y conmovedores (touching). Forma y contenido están indisolublemente ligados. Para cada circunstancia histórica de mis películas creo una expresión propia.


Y de repente, el demonio de la malicia salta a sus ojos y de interrogado se hace interrogador:

—A propósito, ¿quiere usted explicarme lo que es el neorrealismo?

Le digo que no, que nunca quiero explicar cosas, y menos una ya tan públicamente debatida.

—¿Los neorrealistas querrán decir que ellos utilizan la realidad real y que antes de ellos se utilizaba una realidad cinematográfica? —pregunta con socarronería bien sutil—. Bueno, hablando en serio, yo creo que hice ya lo que hoy llaman neorrealismo en 1924 en “El dueño de la casa” (“Du skal aere din hustru”). Y para demostrármelo, se levanta y me trae fotografías de la película que, efectivamente, podrían tomarse por italianas del período 1945-48 (dejando de lado las diferencias técnicas de la fotografía). Estos nombres, “Neorrealismo”, como “Realismo poético”, me inspiran mucho respeto, porque resumen una tendencia de directores que trabajan impelidos por la necesidad de expresión de los conflictos actuales de sus países.

Pregunto a Dreyer qué piensa del nuevo cine español.

—España me ha interesado siempre mucho y siento no haber ido allí, sobre todo después de esa terrible guerra civil. Cuando aparecieron los primeros films de Berlanga y Bardem me interesé en ellos. No he visto aún “Muerte de un ciclista”, pero mandé venir expresamente para ver “¡Bienvenido, Mr. Marshall!”, y quizás incluirla en la programación de mi sala de cine. La película tiene buenas intenciones en el guion y la dirección, pero me pareció que no se les sacaba todo el partido, cosa natural en realizadores tan jóvenes. ¿No era su primera película? No llegué a contratarla. Para films así hay salas especializadas, pero, como usted ha visto, el “Dagmar” es un cine grande, céntrico, de lujo, con un presupuesto e impuestos enormes, y donde sólo podemos estrenar una docena de películas por año, de las cuales apenas me puedo permitir que unas pocas tengan déficit económico. Sólo quiero poner películas muy buenas, y cuando son de las que no van a rendir en taquilla tienen que ser obras al mismo tiempo buenas, profesionales y representativas, como es el caso de la que estoy exhibiendo de Fellini.

DREYER, PENSADOR

Usted me ha dicho que debe a su carrera periodística el hecho de que cada una de sus películas —aun incidiendo, durante treinta años, en idénticos problemas— hayan reflejado la angustia universal de su momento. Me pregunto si esos retratos exactos que usted ha hecho del sufrimiento humano proceden exclusivamente de una intuición de artista o fueron elaborados a partir de un pensamiento filosófico. Ha habido quien interpretase su arte como una expresión en cine paralela a (o influida por) el pensamiento de base existencial de su gran compatriota Kierkegaard, por Heidegger y el filósofo católico Gabriel Marcel.

Dreyer me pide que le repita los dos últimos nombres. Por su expresión veo que no los conoce en absoluto.

—No, no he leído a esos filósofos contemporáneos. He guiado siempre mis lecturas con gran cuidado, y es natural que hayan influido en mi formación, pero mi posición es artística y, como tal, intuitiva.

Llegamos al “clímax” de nuestra charla. Voy a intentar aclarar un poco las suposiciones que se han hecho sobre la posición ética y religiosa de Dreyer. Salta a la vista que su obra se aparta del Racionalismo, pero, como sus palabras han denotado, Dreyer plantea siempre sus temas sobre unas premisas, por así decir deterministas, adentrándose con ellas hacia una especie de metafísica. Es esta la paradoja, la aparente contradicción, “el puente” a que me referí al principio. ¿Hasta qué punto es Dreyer heredero del materialismo y cuánto se ha apartado de él? Digo a Dreyer que en mis artículos hablé de su próxima película, que él preparó durante treinta años, sobre la vida de Nuestro Señor Jesucristo, pero el film que presentó el año pasado, “El Verbo” (Ordet), que le valió el Gran Premio del Festival de Venecia, no era el que yo esperaba.

—Efectivamente, yo había anunciado el film “La vida de Jesucristo”, que tenía preparado. Hace dos años que fui a los Estados Unidos para ultimar detalles con su productor, Blevins Davis, que está muy interesado en que se haga. Los acontecimientos políticos de Palestina me impidieron ir a rodarla allí, y volví a Dinamarca. Entonces me ofrecieron “Ordet”. La acepté, sencillamente, porque necesitaba dinero y por hacer algo que me sirviera de ejercicio preparatorio para mi film. En “Ordet”, pieza teatral de Kaj Munk, hay un problema religioso, un profeta, un milagro. Su adaptación al cine fue un escalón en mi trabajo.

Pregunto si va a dar a su nuevo film un enfoque simbólico, psicológico o realista, y cuál será su posición con respecto a nuestra religión.

—Una vez más, va a ser un film diferente de los anteriores. No creo que ofenda ninguna cuestión de dogma y espero que será imposible condenarla, porque el film quiero que sea una trasposición fiel, en imágenes, de los Evangelios, hecha con el máximo respeto. Habrá quien concuerde más o menos con la película, claro. Yo, desde luego, no voy a hacer un film espectacular como los die Cecil B. de Mille, y todos los que se han realizado hasta ahora sobre la vida de Jesús. No voy a hacer espectáculo, sino divulgar las palabras del Evangelio, presentando a Jesucristo en su situación contemporánea y real, para que lo entendamos mejor. Por eso voy a hacer todo el film en Palestina, en exteriores, con algunos actores de las tres excelentes compañías teatrales del país y con otros actores no profesionales. Usted sabe que nunca tuve dificultad en utilizarlos. Escogeré un hombre del pueblo para interpretar la figura de Cristo. Todos, de raza judía, desde luego. (Entre paréntesis, yo no soy judío). Quiero colocar la imagen de Jesús contra el fondo real en que se desarrolló su vida terrestre como un hombre, un judío en medio de judíos, sus compatriotas, que sufrían el colonialismo romano y la ocupación, con todas las repercusiones que esto trae: corrupción de los Poderes públicos y la Iglesia, “Quislings”, etc. En esta situación histórica, Cristo predicó su doctrina.

Dreyer se levanta y me trae su guion: un grueso volumen bien dactilografiado en inglés y encuadernado. Empezamos a leerlo. El film, minuciosamente explicado en forma de narrativa, comienza con la vida pública de Nuestro Señor: Las escenas son las del Evangelio, y sus palabras son exactamente las que los Evangelios ponen en Su boca. Los otros personajes tienen un diálogo creado por Dreyer, para ligar los textos. Las transiciones están marcadas por esos insuperables movimientos de cámara de Dreyer, que tanto saben expresar. Las escenas de ligación de las “secuencias” del Evangelio son discretas y funcionales. La única secuencia en que Dreyer se ha extendido más de lo indicado en los Sagrados Textos, es la de la expulsión de los mercaderes del templo. Innegablemente, es un guion hecho con maestría.

—Este es prácticamente el guion definitivo, aunque, como ve, no está planificado, pues en ninguna de mis películas utilicé un “guion técnico” propiamente dicho. Luego, en Palestina, se harán las modificaciones necesarias al rodar. Si consigo hacer este film exactamente como quiero, habré realizado la gran aspiración de mi vida.

Copenhague, diciembre 1956.

J. F. Aranda

Film Ideal nº 5, febrero-1957

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