Ésta es la algo extraña historia de una amistad que fue posible gracias a la conjunción de Néstor Almendros y Alexander Graham Bell. Todo empezó, me parece, un día de febrero —o tal vez fuera marzo— de 1980, cuando telefoneé por primera vez a King Vidor. El motivo de mi llamada era pedirle autorización para presentar en la Setmana de Cinema su última película, Metaphor, una encantadora home movie de 35 minutos que documenta el encuentro de Vidor con el pintor Andrew Wyeth, rodada por el cineasta a los ochenta y cinco años, casi sesenta y dos años después de que tomase por primera vez una cámara.
No recuerdo exactamente cuándo comenzó mi admiración por King Vidor. Creo que la primera película suya que yo vi fue, en el desaparecido cine Cristina, El manantial, allá por los primeros años 50 —un detalle típico de la educación cinematográfica de mi generación en este bendito país nuestro: conocimos antes, comparativamente hablando, a los cubistas que a Velázquez—. De esta película me subyugó su romanticismo torrencial, sus escenas de amor salvaje —que siguen siendo salvajes aún hoy— y su calculada plasticidad. Luego vi Duelo al sol, que me proporcionó una conmoción similar: descubría yo a Vidor en el pleno esplendor de su época delirante —aunque no descubrí hasta más tarde que ambas películas eran obra de una misma persona—. Admiré después, aun con sus obvias limitaciones, Salomón y la reina de Saba, sobre todo la secuencia genial de la batalla, donde los escudos de los soldados del rey, al reflejar el sol en los mismos, deslumbran a la caballería enemiga que se despeña por un barranco —no me imaginaba, por supuesto, la amargura que esta película significó para su director, el fin de su carrera—. Idéntico placer me procuraron Guerra y paz, La pradera sin ley —con su sorprendente e imaginativa dirección de actores—, la bellísima Pasión bajo la niebla... No necesitaba más que saber que King Vidor era de la raza de los cineastas americanos que me interesaban entonces —Ray, Fuller, Mann, Aldrich— y me siguen interesando en contraposición a otros que no me interesaron nunca, como Wyler, aunque haya llegado a admirar algunos de sus trabajos. Para entonces ya había leído yo la magnífica autobiografía de Vidor —publicada aquí veintisiete años antes que en Francia, un auténtico libro de cabecera para todo cinéfilo que se precie— y sabía de su condición de pionero y de artífice de varias películas que hicieron historia ya en el cine mudo. Pero pasaron bastantes antes de que yo consiguiera verlas.
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The Metaphor (1980) |
La primera conversación
Creo que Néstor Almendros tuvo la culpa de todo. Al explicarle que me interesaba Metaphor, me respondió: «¿Por qué no le invitas a venir a Barcelona? Es muy viajero.»
La voz de Vidor me llegó, extraordinariamente afable, del otro extremo del océano. Por supuesto, podíamos contar con Metaphor. De su viaje a Barcelona hablaríamos más adelante. Me preguntó qué hacíamos en la Setmana. Le contesté que un homenaje a Hitchcock a partir de una selección de sus mejores películas para televisión. «¿Y por qué no me hacen ustedes un homenaje a mí?», propuso Vidor. «Eso está hecho, pero convendría, para hacer bien las cosas, organizarlo el año que viene», respondí yo. La contrapropuesta satisfizo a Vidor, cuyo comentario no dejó de sorprenderme: «Ya comprendo por qué le hacen ustedes un homenaje a Hitchcock, pero yo tardaré en darles la oportunidad». Para un anciano, la muerte se convierte en una compañera de todos los días, y soportar su compañía tal vez requiera un toque de humor.
Fue el comienzo de una esporádica relación telefónica, en la que sentí cómo una extraña complicidad se establecía entre nosotros. Yo le avisaba telegráficamente el día y la hora de mi llamada. Vidor cogía el auricular en cuanto sonaba el timbre, como si estuviese sentado al lado del teléfono, esperando —un detalle que no dejó de conmoverme—. Un juicio de última hora le impidió desplazarse a Barcelona, y justificó su ausencia con una carta extremadamente cariñosa. Le siguió otra, con sus felicitaciones por la forma en que habíamos presentado las películas en el programa. Le llamé para darle las gracias y emplazarle a que visitara Barcelona en octubre de 1981. «O.K.», contestó.
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The Fountainhead (1949) |
Una excepcional sensibilidad
En la época de esta amistad telefónica, yo conocía ya perfectamente —y conmigo varios millones de españoles— la magnitud de la obra de Vidor gracias a... RTVE. Hacia 1971 o 1972 mi amigo Pepe Cormenzana, entonces jefe de programas cinematográficos, tuvo la feliz ocurrencia de organizar un ciclo Vidor. Casi 15 películas suyas se emitieron —entre las dos cadenas— incluyendo las legendarias El gran desfile, Y mundo marcha, Aleluya, El pan nuestro de cada día. Fue una revelación. Sobre todo, Y el mundo marcha, una de las películas más duras y sin concesiones que se hayan rodado en Hollywood, y al mismo tiempo más llenas de humanidad, una creación tan audaz como original que combina el rodaje cámara a mano en plena calle con las más calculadas perspectivas expresionistas. Comprendí muy bien que Rossellini, hombre sin influencias, que jamás hablaba de películas de otros directores, se acordara muy bien —en una de nuestras conversaciones— de Y el mundo marcha y El pan nuestro de cada día, del impacto que le produjeron en Roma durante su juventud.
Hubo otras sorpresas en aquel ciclo. Fue una Espejismos, una visión gentilmente irónica pero certera de Hollywood y el mundillo del cine, donde hay private jokes —la aparición del propio Vidor filmando... El gran desfile— que muchos años después repetirían los chicos de la nueva ola francesa. Fue otra Cenizas de amor, que descubrimos atónitos en mi casa Néstor Almendros y yo, la historia de la crisis sentimental y profesional de un ejecutivo de mediana edad, una película serena y cruel a un tiempo, resuelta con una plácida elegancia. Y otra Paso al noroeste, la crónica feroz y delirante de una expedición punitiva donde un mayor de los rangers —Fitzcarraldo avant la lettre— desafía a la naturaleza, escalando montañas con pesadas embarcaciones y vadeando ríos con cañones más pesados todavía... En la antinomia de estas dos películas se halla todo Vidor; un primitivo de fuerza intuitiva torrencial que no retrocede ante los mayores excesos, pero a la vez de una sensibilidad capaz de los mayores refinamientos.
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The Crowd (1928) |
El primer y último encuentro
En febrero de 1981 le recordé a King Vidor el compromiso de su presencia en Barcelona. Me dijo que estaba dispuesto, aunque últimamente no se sentía muy bien. Como sus deseos de viajar eran ostensibles, no quise desanimarle, pero empezó a parecerme problemática la operación. Todo empezó a organizarse, sin embargo. Filmoteca ofrecería un ciclo completo de sus películas y Setmana presentaría tres de ellas con la asistencia personal del director. Una sería El gran desfile. Otra Y el mundo marcha, con acompañamiento de orquesta —tal y como se hacía en la gran época del mudo— sobre una partitura original que le encargué a mi buen amigo, excelente músico y cinéfilo de pro Carmelo Bernaola, una experiencia inédita en España y muy en la línea de las iniciativas de Kevin Brownlow, quien aprobó mi idea pese a promocionar idéntica operación en Londres. Y la tercera debía de ser sonora —no quería yo crear la impresión de que homenajeábamos a un patriarca prehistórico— y le pedí al propio Vidor, con quien seguía en contacto periódicamente, que la eligiera, y éste, sin vacilar, contestó: Paso al noroeste. En septiembre Vidor me llamó para anunciarme que se sentía espléndidamente, que los médicos le autorizaban a viajar y que iniciaba sus preparativos. Primero se trasladaría a París, para presentar la edición francesa de su autobiografía y ser nombrado, creo, Caballero de las Artes y de las Letras; luego iría a Barcelona, donde pasaría una semana; y por fin asistiría en Londres a la otra presentación de Y el mundo marcha con orquesta, esta vez con música de Carl Davis.
Todo se presentaba, pues, bajo los mejores auspicios, pero casi todo se desarrolló con caracteres próximos a la catástrofe. Filmoteca no pudo realizar su ciclo hasta algún tiempo después. Vidor se puso enfermo en París —dos ataques cardíacos impidieron consecutivamente su desplazamiento a España— y no pudo asistir a ninguna de las dos proyecciones de Y el mundo marcha, ni a la de Barcelona, ni a la de Londres, fallido y final paso al noroeste.
Yo le fui a visitar en París el 23 de octubre. Reposaba en un hotel relativamente aislado al norte de París, en el 18e., casi al lado del cementerio Nord Montmartre, detalle que me deprimió profundamente. El hombre que me recibió se fatigaba al hablar, pero hacía gala de la misma inteligencia lúcida y la fabulosa memoria que me habían sorprendido en nuestras previas conversaciones telefónicas. Vidor me pidió toda clase de precisiones sobre la acogida de Y el mundo marcha, que yo le di, junto con una descripción del concepto estrictamente actual que Bernaola había aplicado a su música, en justa correspondencia con la no menos estricta actualidad de la película, cosa que pareció complacerle en sumo grado: me confesó que aún tenía esperanzas de que el médico le consintiera asistir a la presentación londinense (no fue así, y hubo de regresar a Los Angeles 48 horas después). Hablamos de cine y de sus películas casi una hora. Me invitó a visitarle en su rancho californiano cuando se hallara otra vez en forma. Al despedirse, me dedicó su autobiografía; la abro ahora y leo: «I like him because he likes movies.»
Nos abrazamos y yo sabía que no volvería a verle. Como así ha sido. Aquella tarde, después de dejarle, vi El manantial, con lo que esta historia termina casi como empezó. No fue el final, con todo. Al volver a Barcelona, le envié mi ejemplar de la edición castellana de su autobiografía, que Vidor no poseía. Le llamé un par de meses después, y me contó que se encontraba ya mejor. La última vez que telefoneé, una enfermera me transmitió sus saludos. Y ya no supe más de él hasta la noticia de su muerte en los periódicos. Pero su personalidad sobrevive en su obra, comparable en calidad a la de los grandes escritores, pintores y directores de su generación, en la que la bandera de la innovación ondea gloriosamente en el corazón del cine más popular.
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Northwest Passage (1940) |
En "Fotogramas", n ° 1.681 (diciembre de 1982)
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