viernes, 9 de mayo de 2025

Interlude (Douglas Sirk, 1957)

Las grandes productoras de Hollywood poseen, dentro de su estilo y características propios, una predilección por determinados géneros en cuyo tratamiento alcanzan por lo general un estimable nivel: por ejemplo, el western Warner, el musical Metro o el melodrama Universal, etc. Los realizadores bajo contrato en estas compañías deben respetar siempre los estándares impuestos en estos géneros; fórmula discutible por cuanto no favorece mucho la inspiración, ni mucho menos la renovación. Pero no se trata de hacer arte, sino simplemente comercio. Lo curioso del caso es que algunos realizadores consiguen demostrar ab absurdum la bondad del procedimiento; no sólo logran sublimar estas convenciones, sino que a través de ellas se forjan un estilo y llevan a cabo una obra personal, tan personal como la que harían si fueran independientes. El preciosismo de Minnelli pongamos por caso, no sería posible fuera de la Metro, ni los melodramas de Douglas Sirk tendrían sentido fuera de la Universal.

Habiendo cultivado toda clase de géneros, Sirk se ha limitado en los últimos años a filmar horribles novelitas románticas con resultados —¡oh, sorpresa!— unas veces excelentes (Tiempo de amar, tiempo de morir), otras buenos (Escrito sobre el viento, Imitación a la vida y ahora Interludio de amor). En estos films Sirk no hace trampas: respeta siempre todas las convenciones del género y no retrocede ante los efectos más melodramáticos. Y, contra toda lógica, sus obras tienen un clima muy personal e incluso adquieren un carácter trágico que envidiarían más de cuatro cineastas de primera categoría. ¿Por qué?


El secreto de Sirk —si queremos llamarlo así— reside exclusivamente en su notable capacidad de estilización, tanto en lo que se refiere a la dirección de actores como a la puesta en escena propiamente dicha. Los personajes de Interludio de amor —como todos los de sus films— pueden reír, llorar, amar, pero nunca ríen, lloran o aman de una forma real —como, por ejemplo, en los films de Rossellini—; Sirk no ofrece nunca más que una imagen estilizada de la alegría, el llanto o el amor humanos. Los actores son integrados en la puesta en escena como las piezas de un mosaico, no hallando su expresión más que a través del conjunto plástico —color, decorados— al que pertenecen. Por ejemplo, la primera aparición de Marianne Cook es su reflejo en el piano que toca Rossano Brazzi; cuando corre al lago para suicidarse es una simple mancha blanca en el verde del prado y el azul del agua. Ésta es quizá la gran limitación de Douglas Sirk. La estilización impuesta por Sirk nos lleva más allá de la verdad o de la falsedad; lo que importa es la fusión de todos los elementos de expresión al servicio de un clima dramático definido plásticamente —la merienda en el campo y la huida hacia el Mercedes rojo cuando comienza a descargar la lluvia—, la importancia y la significación que cobran una expresión, unos gestos banales —el paño negro con que el ama de llaves cubre una jaula junto a la habitación de la enferma—, etc., el misterioso atractivo de algunas imágenes —la primera aparición de Marianne Cook— (lo mismo que las hojas arrastradas por el viento de Escrito sobre el viento, el cadáver que llora o los rostros alucinantes de los prisioneros rusos de Tiempo de amar, tiempo de morir o las «lágrimas» de Imitación a la vida). El dinamismo, la belleza, la integración de todos los elementos en un conjunto coherente (de la cual un Torre Nilsson, por ejemplo, tendría mucho que aprender) hacen olvidar la fragilidad del punto de apoyo y dan al film un tono muy personal y difícil de definir. Esta es la gran fuerza de Douglas Sirk.

Desde esta perspectiva se comprende la naturaleza de los temas que filma Sirk; ellos le permiten la estilización irreal que le interesa, y que estaría fuera de su alcance en un contexto realista. Su origen danés y su formación en el cine mudo alemán explican quizá este carácter un tanto fantasmal de sus cintas: tan fantasmagórica resulta la Salzburgo de Interludio de amor como la Norteamérica de Escrito sobre el viento, films que se podrían decir filmados sobre el aire. Quizá esto se debe también a que Sirk es probablemente el último representante del romanticismo en el cine; Interludio de amor, film romántico sobre unas premisas y conclusiones manifiestamente antirrománticas, es una buena prueba de ello: la joven americana es una chica superficial y un poco tonta, el director de orquesta un ser despreciable y los americanos y sus organismos culturales resultan anacrónicos en la vieja Europa, cuando no estúpidos. El estilo de Sirk morirá con él porque en una época como la actual el romanticismo ya no tiene sentido; Antonioni es quien hoy nos ha dado el tono para hablar del mundo de los sentimientos. Cosa que no impide, sin embargo, que en los films de Sirk haya talento o inspiración. Sirk no es ningún genio, pero demuestra poseer en sus obras más inventiva y sensibilidad que muchos que intentan vanamente camuflar su carencia de ellas refugiándose en temas “ambiciosos” como Zinnemann, Ritt, Delbert Mann y tantos otros. Interludio de amor podría ser fácilmente el mejor film alemán del año.

José Luis Guarner

En Film Ideal, nº 76 (julio de 1961)

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