lunes, 12 de mayo de 2025

Stroheim / Renoir

ERICH VON STROHEIM: MI PRIMER ENCUENTRO CON JEAN RENOIR

Entre todos los realizadores que he conocido en el curso de mis diversas tribulaciones, he apreciado a algunos y he adorado a uno. He adorado a D.W. Griffith como puede adorarse a quien os lo ha enseñado todo, aquel que os ha vertido, sin reservas, el néctar de su genio. Fue el más grande de su tiempo: no es ésta una opinión personal; todos aquellos que trabajaron con él dicen lo mismo que yo. Pero hay otro hombre hacia el cual he experimentado, desde el principio, una irresistible simpatia:Jean Renoir.

Había sufrido ya no pocos encontronazos, a consecuencia, de celos mezquinos o incluso de odios bien ostentosos. En consecuencia, temblaba mientras esperaba a mi futuro director, en el despacho semiamueblado que la sociedad que preparaba en aquel momento La gran ilusión había previsto para nuestra entrevista. Oí unos pasos en el pasillo; la puerta se abrió; una pesada silueta, acusada por las ropas demasiado amplias, se encuadró, obstruyendo la entrada. Soy incapaz de describir este rostro; diré, simplemente, que sus ojos me impresionaron: no son bellos, pero sí de un azul brillante y de una inteligencia aguda. Un segundo más tarde, este hombre estaba a mi lado y me estampaba,en cada mejilla, un sonoro beso. Ordinariamente, no aprecio gran cosa las excesivas señales de afecto. Incluso diría que detesto los apretones de mano demasiado largos cuando proceden de personas de mi sexo y, sin embargo, devolví, sin la menor vacilación, este inhabitual testimonio de cordialidad. Después, Renoir me cogió por los hombros, me alejó para verme mejor; finalmente, comiéndome con la mirada, me expresó, en alemán, cuánto le había gustado lo que ya había hecho y qué contento estaba de verme trabajar a su lado (dijo: a mi lado, y no: para mí). No había ya necesidad de grandes palabras; había comprendido, sabía que todo marcharía bien. Unicamente me sentí muy desgraciado al pensar que no podría devolverle el cumplido, dado que, por desgracia, no había visto ninguno de sus films. Pero testimonié calurosamente mi alegría por trabajar con él.

Nos pusimos a charlar y me sentí muy feliz al constatar que conocía muy bien mis films e incluso se acordaba, con una precisión mucho mayor que la mía, de algunos de ellos, que yo había olvidado perfectamente. Pero estábamos allí para hablar ante todo de La gran ilusión y de mi papel. Había leído un primer esbozo de guión y me proponía —soy incorregible— hacer algunas tímidas sugestiones. Pero ahora sabía quién era Jean Renoir y las precauciones no eran ya pertinentes. Este hombre no podía temer lo que almas más estrechas toman como un crimen hacia la propia personalidad. Podía hablar como un hermano, sin subterfugios. Él mismo no intentó ganar tiempo, provocar una ocasión adecuada para oponer un "no", más o menos velado, a mis avances. Entró en el tema con un entusiasmo que me hizo venir las lágrimas a los ojos. Acababa de darme un placer desconocido desde hacía años.

Todo el trabajo que hice con Renoir correspondió a la imagen de esta primera entrevista: cordial. No conozco a otro hombre tan dueño de sus nervios. Lo comprobé cuando rodaba, en Haut-Koenigsburg, las escenas más importantes de La gran ilusión. Todo parecía coaligarse contra él, incluso Dios, dado que comenzó a nevar en medio de una escena y nevó tanto tiempo que Renoir tuvo que modificar el guión a fin de justificar este chaparrón intempestivo.

Durante cinco días y cinco noches, Renoir trabajó con obstinación. El sexto día, el sol salió de entre las nubes y, en menos de una hora, la nieve se derritió. Un impresionante número de metros de película resultaba, así, inutilizable. Renoir no se inmutó y, con voz tranquila, se contentó con organizar un pequeño convoy de naftalina, escayola y ácido bórico. Después, esperó tranquilamente a que llegara a su destino.

Su paciencia es extraordinaria. Sin alzar la voz, da órdenes una y otra vez hasta conseguir el máximo rendimiento. Su cortesía para con todos los que trabajan con él me parece tanto más sorprendente en cuanto yo mismo soy incapaz, sea cual sea la lengua en que hable, de decir tres palabras seguidas sin un taco.

Jean Renoir hubiera sido igualmente un excelente diplomático, porque tiene más finura y habilidad en su dedo meñique que cualquier otro profesional en lo que llaman su cerebro.

Publicado en Cinémonde, número de Navidad 1937.

***

JEAN RENOIR: HOMENAJE A VON STROHEIM

Por supuesto, hay muchas anécdotas sobre Stroheim y, cuando él aún vivía, me divertían. Ahora que no está ya entre nosotros, las he olvidado. Cuando pienso en él, le veo como un bloque. Me es imposible separarlo de su obra. Para mí, las anécdotas sobre Stroheim son las acciones de los personajes llenos de vida que proyectó sobre la pantalla. Es el banquero de La Viuda alegre, emocionado por el calzado de la aventurera irlandesa; es el dentista de Avaricia tocando el acordeón para su novia sobre una conducción de alcantarilla. Yo experimentaba un asombro constantemente renovado ante este ser completamente concebido para la invención dramática. El cine estaba allí, a su alcance, en el mismo momento en que le entraba la comezón de contar sus historias; adoptó el cine e hizo de él su lenguaje. Y esto hasta tal punto que olvidó todos los otros lenguajes. Hablaba cine como un chino habla el chino. Y no utilizo esta comparación por casualidad, ya que, al evocar a Stroheim, resulta imposible no admitir que, pese a su apariencia fácil, el cine exige una iniciación. La memoria de Stroheim está ahí para recordárnoslo. Para la mayoría de espectadores, Avaricia es un simple melodrama. En algunos otros films, como La Viuda alegre, Stroheim maquilló su lenguaje secreto y le dio la sonoridad de un lenguaje corriente. Lo esencial de sus películas, incluso de sus grandes éxitos, sólo ahora puede ser aceptado sin restricciones. Toda manifestación artística válida es esotérica. Los hombres —o, más bien, ciertos hombres— tardan años en descifrar la escritura cuneiforme, años en leer a Cézanne, años en reconocer a Vivaldi. Y no hay razón alguna para que las cosas vayan más rápidas en el terreno del cine.

Como ocurre con todos los genios, el radio de acción de Stroheim superaba el útil que la suerte había colocado entre sus manos. De nacer cien años antes que el cine, hubiera sido un novelista o un músico, pero hubiera encontrado el medio para decirnos lo que tenía en la cabeza. En su caso, lo importante radica en que el mundo de sus películas es creación exclusiva suya. No debemos considerarle como voluntariamente abstracto. A menudo, los grandes artistas son abstractos sin saberlo. Creen sinceramente estar haciendo el trabajo de simples copistas. Creen que se limitan a registrar los fenómenos del mundo que les rodea, cuando realmente absorben lo esencial, lo básico, y lo entregan al público enriquecido con su propia personalidad. Finalmente, esta verdad del artista es la que se impone a la historia y se convierte en la auténtica verdad. La América de Avaricia, al igual que la Europa Central de La Viuda alegre, quedarán como las auténticas expresiones de la historia y de la geografía de estos países a primeros de siglo. Dado que, si bien es cierto que el medio construye a los hombres, es igualmente cierto que el papel de los grandes hombres es el de construir el mundo.

Tras cada uno de mis numerosos encuentros con Stroheim, los detalles de nuestra conversación se han borrado de mi mente y en mi recuerdo guardo tan sólo la impresión de un cautivo encadenado a su destino. Esta es la suerte de los creadores. Se convierten en esclavos de su creación. La muerte de Stroheim, ciudadano de un mundo surgido de su imaginación, se adecuó a las reglas que él había imaginado. Su destino, aunque de su invención, escapaba a su control y lo impelía hacia un paraíso tan alejado de Schoenbrunn como de Hollywood o de París. En este paraíso, sus oficiales de uniformes blancos le esperaban, valseando gravemente bajo el llanto de violines irreales.

En "Contracampo" nº 3 (junio de 1979)

No hay comentarios:

Publicar un comentario