Un fugitivo profesional y un fugitivo circunstancial recorren la frontera entre las dos Alemanias.
Luego de tropezar casualmente, rodando la carretera, un reparador de proyectores de cine (y proyeccionista ocasional) y un pedagogo expatriado al sur en crisis vital intiman provisionalmente.
El recorrido se mantendrá apartado del Ruido y el Kapital, por los parajes menos apetecidos y alcanzados por el orden público: pueblos pequeños y fríos, y campo propicio a la depresión y la desolación. Entrañable espacio.
El anverso del tema es el resquicio de la aventura, la rendija de la aventura, la aventura menoscabada de nuestro siglo y civilización: el viaje. El reverso del tema es la soledad de quienes, por sensibilidad o incompetencia cívica, deben alistarse forzosamente a corredores de fondo. La soledad aparece aquí con sus dos semblantes: el de la compañía llevadera, discreta y tolerante, y el de asaltante nocturno intolerable.
¿Qué sitio y circunstancia fijos son habitables para una razonable apetencia de una mediana porción de felicidad compartible? Esta pregunta se repite en los dificultosos papeles de Malcolm Lowry, Ignacio Aldecoa, Fernando Pessoa y Scott Fitzgerald —dejando correr la imaginación al pasado—, y en las bobinas nerviosas de La pradera sin ley (Vidor), The Misfits y Fat City (Huston), todo Ray y En el curso del tiempo. «Busca tu refugio» es el mejor consejo que jamás me han dado, pero a lo largo del «curso del tiempo» voy convenciéndome de que el mejor refugio y la intemperie son la misma cosa. En el curso del tiempo es una de las mejores películas que se hayan rodado sin codicia y con ambición. Y al igual que la mayor parte de las grandes películas, no tiene desenlace.
Manolo Marinero
Crítica aparecida en Diario 16 en 1978.
No hay comentarios:
Publicar un comentario