jueves, 28 de noviembre de 2024

The Exile (Max Ophuls, 1947)

Esta primera película dirigida por Max Ophuls en Hollywood es un absoluto placer cinematográfico. El genio de un gran cineasta es tan evidente en sus encargos como en sus clásicos; lo que le distingue de sus colegas es entonces aún más sorprendente. Aquí, los movimientos de cámara aéreos tan emblemáticos del estilo de Ophuls infunden a la acción una alegría que basta para hacer de The Exile una de las mejores películas de capa y espada jamás realizadas. Una de las más divertidas, una de las más dinámicas, una de las más animadas. Douglas Fairbanks Jr., que produjo y escribió la película, es un perfecto héroe del género. Corre, trepa, se cuelga, seduce y lucha con una gracia trepidante que nada tiene que envidiar a la más atlética de su padre. También da a Max Ophuls la oportunidad de hacer su única obra maestra centrada en un hombre.

Además, la ambición del gran demiurgo que es Ophuls florece plenamente dentro del estudio de Hollywood, donde puede controlar todos los elementos de la imagen a voluntad, como un niño que juega con sus Playmobils. Así, su dirección aleja la película de cualquier forma de convención. El montaje no es clásico, pero destaca una Holanda deliciosamente artificial al servicio de los movimientos de los personajes. La cámara de Ophuls es maravillosa, ya que nos permite contemplar cada trozo del magnífico paisaje sin dejar de centrarnos en los actores. El fabuloso plano de seguimiento del primer beso es representativo del genio del cineasta: un genio embriagador y lúdico, opuesto a cualquier pesadez decorativa.

Disfrutar del momento presente para crear bellos recuerdos cuando llegue la hora del deber podría ser la moraleja de The Exile, una película que termina con una melancolía bastante inusual para el género. Aquí, como en Le plaisir y La ronde, Max Ophuls exalta lo efímero y, poniendo su exquisito gusto al servicio del género más alegre imaginable, consigue una especie de equivalente cinematográfico a las piezas más ligeras de Mozart.

Christophe Fouchet

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