jueves, 3 de julio de 2025

Diario de 1966

por
Jacques Lourcelles

“Anotar lo que uno piensa, puerilidad.
Ahí está su valor.”
— Jacques Chardonne, Propos comme ça
“Hay que tener cuidado: ‘escribir bien’ puede ser, a veces, escribir como un tendero.”
— Paul Léautaud, Notas recuperadas
“Mi memoria, señor, es como un montón de basura.”
— Borges, Funes el memorioso

Estas son notas sobre algunos de los 392 filmes estrenados en París en 1966, así como sobre otros, más antiguos, que podían volver a verse (o descubrirse) ese mismo año.

1 de enero.La femme du boulangere, Pagnol, 1938 (televisión). No existen un cine de investigación y un cine de entretenimiento, un cine teatral y un cine puro, un cine literario y un cine prosaico. Todas esas distinciones son inútiles, carecen de sentido. ¿Por qué? Porque, en todas las películas interesantes, la invención, que es al menos la mitad del genio de un cineasta, es, por esencia, inubicable. François Truffaut, en una ocasión, intentó, a propósito de Hitchcock, oponer una idea de guionista a una idea de puesta en escena. La idea de guionista estaba en Les Orgueilleux (Y. Allégret, 53): Michèle Morgan enviando un telegrama y diciendo al empleado de correos: “Quite ‘ternura’” —una idea que pretendía subrayar la crueldad inconsciente del personaje. La idea de puesta en escena era, en Under Capricorn (Hitchcock, 49), Michael Wilding colocando su chaqueta detrás de un cristal que así se convertía en espejo, obligando a Ingrid Bergman a tomar conciencia de su belleza aún intacta. Una oposición poco convincente: bien podría decirse que se trata de dos ideas de guionista, una mecánica, convencional, vulgar; la otra, la de Hitchcock, sorprendente y admirable. Y ambas se oponen menos por su naturaleza que por su calidad. En realidad, es casi imposible, en cine, definir la naturaleza de una buena idea, dado que la puesta en escena se compone de la imbricación de mil elementos diversos y heterogéneos. A lo sumo, puede medirse el valor de una buena idea por la fuerza con que parece brotar del tema, como si saltara directamente a los ojos y al corazón. No puede haber invención en el cine si no es en función de lo que rodea a esa invención (los demás elementos de la puesta en escena) y, sobre todo, en función del tema. Esto es lo que pone de manifiesto el carácter vano, nulo y sin sentido de las discusiones actuales sobre el “nuevo cine” frente al cine tradicional (o cine novelesco, cine narrativo). En cada película original, la invención y la tradición se reparten de forma distinta entre los múltiples ingredientes de la puesta en escena, de un modo único, irrepetible e imposible de codificar. Solo las películas muy malas —auténticamente horribles— llegan a ser completamente revolucionarias o completamente tradicionales.

Durante mucho tiempo, se criticó a Pagnol como cineasta, incluso se le dio por acabado, acusándole de despreciar el cine y concebir la puesta en escena como un mero enlatado de sus propias obras teatrales. Él podía replicar, y no se privó de hacerlo, que, mientras imprimía sus obras en celuloide, innovaba en el uso del plano secuencia, del sonido directo, del rodaje en exteriores. ¿Fue, técnicamente hablando, un reaccionario o un innovador? La pregunta, como puede verse, es prácticamente insoluble y carece de mayor interés. Lo que trasladó de otro arte, lo que inventó, lo hizo casi sin pensarlo, dejándose llevar simplemente por su instinto en busca de la mejor encarnación posible del mundo y de los personajes que le importaban. Al ver hoy sus películas, uno se da cuenta, y ya nadie lo discute, de que, en el fondo, fue una especie de clásico, para quien la escritura del guion y la creación de personajes eran lo más importante, coincidiendo así, quizá sin saberlo, con la mayoría de los grandes cineastas, que siempre han afirmado (incluso aquellos que no escriben una sola línea de su guion) que el elemento más importante de una película es la historia, tanto como punto de partida como resultado final de la puesta en escena.

En lo que respecta al rodaje en exteriores, se trata de una técnica susceptible de usos tan diversos que resulta imposible encontrar una unidad entre las escuelas o protoescuelas (paisajistas escandinavos, neorrealismo, nouvelle vague, etc.) que se han reivindicado de ella. Aun así, se pueden distinguir, sin forzar demasiado, dos grandes formas, fundamentalmente opuestas, de utilizarla. La primera consiste en salir al exterior como observador, como turista, con la intención de asombrar y de asombrarse uno mismo, de resaltar la variedad y la originalidad de los lugares revelados por la cámara. La otra es la que escogió Pagnol. Su Provenza es una Provenza intemporal, estática, apenas mirada, profundamente ligada al destino de los personajes, tan poco destacada y, sin embargo, tan presente como los paisajes de los mejores westerns, con los que las películas de Pagnol no dejan de tener ciertos puntos en común. Es el mundo ampliado del hombre vinculado consustancialmente a su tierra natal, ese mundo que Chesterton opone, en su crítica del cosmopolitismo de Kipling, al mundo singularmente reducido del trotamundos: “El trotamundos —escribe— vive en un mundo más estrecho que el campesino. Siempre respira una atmósfera local. Londres es un lugar comparable a Chicago y Chicago comparable a Tombuctú. El pasajero del transatlántico ha visto todas las razas humanas y no piensa más que en lo que las separa: la comida, la ropa, las normas sociales, los aros en la nariz como en África o en las orejas como en Europa, el maquillaje blanco en los antiguos y el colorete rojo en los ingleses modernos. El hombre en su rincón de coles no ha visto absolutamente nada, pero piensa en aquello que une a los hombres: el hambre, los hijos, la belleza de las mujeres y las promesas o amenazas del cielo…” Chesterton también señala: “En cuanto echamos raíces en un lugar, ese lugar desaparece”. Esa Provenza desvanecida, no turística, de La femme du boulanger es sin duda el elemento más interesante del clasicismo de Pagnol.

El otro gran elemento del filme es, dentro de la intriga, la brusquedad de la marcha de Ginette Leclerc, que confiere a la obra un matiz trágico. A lo largo de toda la película, Ginette Leclerc permanece, por así decirlo, como un personaje “ausente”. Su regreso silencioso en la última secuencia no hace sino confirmar esa impresión. No hay disputa, ni diálogo, ni drama, ni psicología. La película se convierte así en un simple diálogo entre Raimu y el destino, entre Raimu y la ausencia de su amor.

Nota añadida: La historia del cine está lejos de haber concluido —en realidad, apenas ha comenzado. A mi juicio, hay tres áreas que deberían atraer el interés de los futuros historiadores del cine. Las indico brevemente: 1) El cine francés de antes de la guerra: un cine que se apoyó ampliamente en personas que no eran exactamente “de cine”, sobre todo figuras del teatro —actores, dramaturgos— y que, en consecuencia, mucho les debe. Un cine cuyos objetivos, métodos y espíritu son casi tan distintos de los del cine francés de posguerra como si se tratase de dos cinematografías de nacionalidades diferentes. Avec le sourire (1936), película escrita por Louis Verneuil y dirigida por Maurice Tourneur, es, por su inventiva, su viveza, su cinismo, su expresividad en todos los planos (en particular en lo social y lo moral), un ejemplo típico de ese periodo en el que el cine francés fue, quizá, el primero del mundo. A su lado, incluso las mejores comedias estadounidenses de la época nos parecen hoy pálidas y escolares. Sin duda, se trata de un campo que merece exploración y catalogación con lo que suele llamarse “una mirada nueva”; 2) La corriente cómica en el cine italiano desde los comienzos del sonoro hasta nuestros días (desde la payasada pura hasta la sátira social más mordaz) constituye sin duda otra veta de gran interés; 3) El tercer ámbito es quizá el más importante: consistiría en examinar, desde una perspectiva histórica, el papel desempeñado por cada una de las grandes productoras estadounidenses. Este estudio no debe abordarse, como creen algunos, en oposición al concepto de autor. Sus conclusiones, al contrario, no harían sino poner aún más de relieve la importancia y el talento respectivos de los grandes nombres del cine norteamericano.

18 de enero. — Deux heures à tuer, Ivan Govar, 1966. La película está basada en una obra teatral de Vahé Katcha. Unidad de lugar, unidad de tiempo. A pesar de ello, la historia resulta confusa, por momentos incomprensible, lo que confirma que la inteligibilidad de una intriga no depende de los principios en los que se apoya, sino de la honestidad y claridad de pensamiento de quien la cuenta.

El lugar: el vestíbulo de una estación de tren en una pequeña ciudad de provincias. Tiempo continuo: las dos horas del título (1 h 40 min), de noche, en espera de un tren. La región está aterrorizada por un sádico asesino de mujeres. ¿Quién es? ¿Michel Simon, Raymond Rouleau, Pierre Brasseur o Jean-Roger Caussimon? Sin embargo, hay un rasgo original en Deux heures à tuer: el personaje sobre el que recaen todas las sospechas desde su primera aparición, un tipo presentado como acomplejado, inquietante y francamente antipático, resulta ser, en efecto, el verdadero culpable. Incómodos ante esta osadía, los autores intentaron atenuarla acelerando el desenlace, que resulta aún más oscuro que el resto de la intriga. Se sale del cine sin estar seguro de haber comprendido nada. Éste es un truco nuevo, muy utilizado en la actualidad: para disimular la debilidad o el artificio de una intriga, se la oscurece deliberadamente, con la esperanza de despertar en el espectador un nuevo motivo de interés. Mala jugada. Diría incluso: no hay peor. Y sin duda hay que ver en esto una de las múltiples causas del cierto desinterés del público por el cine, que otros prefieren denominar, como si les sorprendiera, “crisis del cine”, cuando en realidad es lo más lógico y justificado del mundo.

De esta técnica fue precursor Joseph Losey cuando declaró, a propósito de Blind Date (Présence, nº 20): “En un principio había dos bobinas finales que eran muy explícitas, muy precisas. Todo se explicaba, todo encajaba y era muy aburrido. Estaba seguro de que no era eso lo que hacía falta. Volví a rodar todo el final, lo condensé en una sola bobina y no expliqué nada. De modo que, si uno quiere, puede no estar seguro de que el Sr. Presle haya cometido el asesinato. No se conocen los detalles de cómo hizo para colocar el cadáver en el sofá, etc. Así, la gente sale del cine preguntándose: ¿lo cometió o no?, ¿cómo hizo esto o aquello?, etc. Pero les gusta la película. Mientras que, si lo hubiéramos explicado todo, en mi opinión, no les habría gustado, porque la película habría quedado limitada por sus explicaciones.” Una declaración como esta, entre muchas otras, constituye además un excelente comentario sobre el declive de Losey en sus últimas películas.

26 de enero. The Naked Kiss, Samuel Fuller, 1963. Cuando comienza la película, Constance Towers está golpeando a su exproxeneta. Durante la pelea, se le cae la peluca (aparece completamente calva) y le arrebata al hombre los 75 dólares que le debía. Los títulos de crédito se suceden mientras ella se recoloca la peluca, se maquilla y vuelve poco a poco a convertirse en una mujer muy femenina. Al mirarse en el espejo, se encuentra algo envejecida y decide dejar la prostitución. También decide cambiar de aires. Llega a una pequeña ciudad de provincias, aborda a un policía, Griff, y con el pretexto de venderle una botella de champán, entabla conversación con él. Le habla de Goethe, pero él no la entiende. “¿Go… quién?”, dice el agente. Ella rechaza su oferta de trabajar en el cabaret donde suele llevar a las chicas. Alquila una habitación en casa de una mujercita muy simpática que tiene por costumbre charlar con un maniquí cubierto de condecoraciones: su prometido, un militar desaparecido hace veinte años.

Constance trabaja ahora, con gran eficacia, en una clínica para niños con discapacidades, donde aplica métodos que Fuller ya había descrito, también con eficacia, en estas mismas páginas hace unos números. Conoce al dueño de la clínica, que también posee casi todo el pueblo, en el que su familia lleva instalada generaciones. Constance tiene amigas, protegidas. Una de ellas, una enfermera muy sensible, está harta de la clínica y se plantea trabajar como chica de compañía en el cabaret que le indicó Griff. Incluso ha recibido ya 25 dólares como adelanto. Constance va a ver a la regenta del local, le lanza varias veces el bolso a la cara y la obliga a masticar los 25 dólares.

Es más fácil aconsejar a los demás que a uno mismo. El propietario se ha enamorado de Constance y le ha pedido matrimonio. Ella duda. Pide consejo al maniquí de su casera. Finalmente decide aceptar, no sin antes poner a su futuro marido al corriente de su pasado. Él dice que quiere casarse con ella igualmente. Un día, de forma inesperada, toda risueña, ella acude a su casa para mostrarle su velo de novia. Entonces descubre, de manera inequívoca, que él tiene una marcada inclinación por las niñas pequeñas (el espectador comprende de pronto por qué su rostro resultaba tan desagradable y antipático). Él asegura que eso no es ningún obstáculo para el matrimonio, que al contrario, se entenderán perfectamente, pues ambos no son normales. Ella no está de acuerdo. Le golpea en la cabeza con el auricular del teléfono. Muere. En un plano admirable, el velo de novia de Constance cubre el cadáver. Juicio. Absolución. Constance sale del tribunal. En la escalinata, sus amigas la esperan para abrazarla y felicitarla. Se marcha. Fuller afirma que volverá a ser prostituta. El espectador, debido a los múltiples cortes infligidos a la película, no lo sabe. Tampoco importa: la película ha terminado, y el desenlace, que sugiere lo que ya no veremos en pantalla, es lo menos importante de un filme.

Un apunte, de paso, sobre los cortes en las películas. Son cada vez más frecuentes, y escandalosos; hay que señalarlos, impedirlos, combatirlos por todos los medios posibles. Por supuesto. Pero aun así, tienen una pequeña ventaja: confirman la verdadera naturaleza de una película. Como la censura, los cortes impuestos a los filmes cumplen a menudo, sin saberlo, una función eminentemente crítica. Una película fea será aún más afeada por los cortes. Una película ya blanda o larga, será alargada y ablandada todavía más. Una buena película no se puede decir que los cortes la embellezcan —sería un feo y absurdo contrasentido afirmarlo—, pero, en cierto modo, el carácter evidente, invulnerable, de su belleza queda reafirmado, se vuelve aún más vívido gracias a ellos. En una película demencial como The Naked Kiss, los cortes no hacen sino acentuar su locura. Por eso los tijereteros de celuloide deberían comprender, si no el escándalo de su acción (que no les conmueve en absoluto), al menos su ineficacia, que sí debería hacerles reflexionar.

Volvamos a The Naked Kiss. Fuller ya se había permitido muchas cosas en sus películas anteriores. Esta vez se lo permite todo. Y el clima de locura de The Naked Kiss, que nace de una energía y una intensidad desbordantes en las reacciones de los personajes, proviene también del esquematismo generalizado con el que Fuller ha querido estructurar su película. Esquematismo del argumento, de los personajes, del propio género. El genio de Fuller está en que, a través de estos esquematismos, logra expresar el esquematismo mismo de las concepciones sociales y morales de las sociedades contemporáneas (tal y como las ve Fuller), y que su propósito crítico como autor acaba siendo exaltado por los propios excesos de su obra.

Quiera o no, lo esencial de la obra de Fuller —ese mundo que él mismo describe como «de odio, sangre y muerte»— ha acabado encarnándose en los dos géneros tradicionales del cine policíaco y del cine bélico, debido a una atracción que, aunque hoy empieza a pesarle un poco, Fuller nunca ha pensado en negar. El cine policíaco, sea cual sea su forma, existe para representar el enfrentamiento esquemático entre el Bien y el Mal; no tiene otra razón de ser. Una forma de lidiar con ese esquematismo, de aceptarlo u olvidarlo, consiste en relegarlo al pasado de la película, a los hechos previos al inicio del relato. Cómo el bueno se volvió bueno, o el malo se volvió malo, es precisamente lo que el guion se empeñará en mantener en silencio. Cuando empieza la película, los dados ya están echados. Y el Bien y el Mal, próximos entonces a la concepción de Shaw en Man and Superman (1), no son tanto dos categorías creadas para juzgar al ser humano como dos actitudes libremente elegidas por él, inmutables, antitéticas, que se enfrentan en el mundo social en una lucha sin fin, donde toda posibilidad de conversión está de entrada descartada. A esta concepción puede adscribirse una larga tradición de películas policíacas de apariencia más bien modesta, taciturnas, un tanto toscas, en las que el autor apenas se hace notar, y cuyo máximo exponente sería quizá The Narrow Margin de Richard Fleischer.

Otra corriente del cine policíaco, contraria al esquematismo fundamental del género, ha intentado impugnarlo cultivando de forma sistemática la ambigüedad, tanto en la historia como en los personajes. Esta corriente es inseparable de la figura del detective privado, criatura fronteriza por excelencia, mitad policía, mitad delincuente, cuya ironía casi anarquista, su firme convicción de que el dinero no tiene olor y su desenvoltura para moverse entre los ambientes más diversos, van diluyendo poco a poco la frontera entre la buena sociedad y el hampa. Con él nos adentramos en historias confusas cuya moral es igualmente confusa. The Big Sleep es un ejemplo característico de esta categoría de cine negro que se complace en insinuar que el Bien y el Mal quizá no sean más que dos etiquetas aparentemente distintas para cubrir una misma realidad turbia. (Nótese, de paso, que dentro de un género que en su conjunto ha envejecido mucho, es precisamente esta última categoría, la considerada más brillante en su momento, la que más ha sufrido el desgaste del tiempo.)

Fuller rechaza tanto esa ambigüedad buscada como el esquematismo tradicional del tipo The Narrow Margin. Lo rechaza no como esquematismo, sino como hipocresía y mentira. Para él, la buena sociedad es un nido de canallas e hipócritas infames, mientras que los bajos fondos pueden albergar, en ocasiones, inmensas reservas de independencia, honestidad, valentía y coraje para decir la verdad. Lo que equivale a sustituir el viejo esquematismo por otro aún más virulento (como esquematismo), más rígido y asfixiante para los personajes, y que se convierte así en el marco ideal para exaltar su asco y su odio hacia el mundo que les rodea.

Una parte de la locura de The Naked Kiss, la que menos ha aceptado el público, proviene del hecho de que, en la intriga, a los personajes femeninos solo parece ofrecérseles una disyuntiva: o el cabaret (el burdel), o la clínica. Un dualismo y una representación mental en los que Fuller se niega a ver las dos grandes aspiraciones naturales de la mujer, y que interpreta más bien como el doble cepo que la mantiene prisionera desde hace siglos de civilización. Dualismo insoportable, invivible, cuyo carácter absurdo y casi paródico Fuller enfatiza deliberadamente a ojos del espectador. El otro aspecto de la locura del filme, ligado al anterior, reside en la serie de comportamientos más que viriles que adopta Constance Towers a lo largo de la película. Si los “adopta”, precisamente, es porque no le pertenecen, porque no le encajan. Pero tampoco le encajan los comportamientos puramente (supuestamente) femeninos. En esto, es sin duda un personaje plenamente fulleriano: minoritario, intermedio, incómodo en su piel, en su rol social, incluso en su sexo; reniega de lo que fue, rechaza lo que ha llegado a ser y acaba completamente perdido, sin saber ya quién es ni dónde está. Ese es el drama de los personajes de Fuller: despreciar furiosamente a quienes se conforman con su destino, con las codificaciones sociales, con la hipocresía, pero no tener, por otro lado, la fuerza de desapego necesaria para vivir plenamente al margen de esas codificaciones, ni la capacidad de no sufrir por ello. La moral, en Fuller, se reduce la mayoría de las veces a un impulso moral, a una insatisfacción. La fuerza, la violencia, la espontaneidad de ese impulso cuentan más que el resultado que se obtenga, y a menudo no se obtiene nada. Lo cual es, tal vez —después de todo— el colofón de toda moral.

La obra de Fuller se encuentra hoy en una encrucijada. Parece que ya no tiene mucho que ganar expresándose dentro de los géneros tradicionales. Aparte de esa gran película bélica que aún le queda por hacer (The Big Red One), que no deja de preparar y que será el testamento de todo un aspecto de su obra, Fuller ha ido hasta donde era posible en su empeño por hacer estallar los géneros desde dentro. Ir más allá sería probablemente arbitrario, incluso estéril. Por eso, lo deseable sería que pudiera rodar libremente las películas que le apetece hacer, la mayoría escritas por él, muchas de ellas dentro del género biográfico. Ahí parece abrirse una vía nueva para esos personajes excepcionales que pueblan su imaginación.

Vi a Fuller en septiembre pasado, en un piso de Montmartre. El proyecto que más le ocupaba por entonces, además de sus Fleurs du Mal, que acababa de terminar de escribir, era una película sobre Balzac. Un Balzac que, desde luego, no sería apto para todos los públicos, y quizá tampoco para manos académicas. Pero Fuller quiere lo suficiente a Balzac como para ganarse el derecho a hablar de él como le dé la gana. Y, por otra parte, hay que admitir que Balzac es por sí solo un “fenómeno” lo bastante rico como para interesarse por él no solo a través de sus libros o de una continuidad biográfica fiel, sino también a través de ciertos momentos clave de su vida, sobre los que puede meditar y fantasear a placer la mente creadora de alguien como Fuller. El tema del filme no parece que vaya a ser: “el genio de Balzac”, sino más bien: ¿cómo hacía un genio como Balzac para vivir, para soportarse a sí mismo? ¿De qué fuerzas (de qué obsesiones) se acompañaba su fuerza creativa, y cómo lograban, o no, convivir entre sí? El Balzac de Fuller será un Balzac salvaje, desatado, devorado por los apetitos, poético, pero probablemente muy cercano a la realidad.

Transcribo lo que me dijo: «¡Nunca —jamás!— se verá a Balzac escribiendo. Hablará de literatura una o dos veces, como mucho. La película podría ir sobre un tal John Smith... y solo después nos daríamos cuenta de que es Balzac. Tiene una obsesión: casarse con una mujer rica. Y es en ese camino, el de cumplir esa obsesión, donde escribe su obra. Esa es la idea base». Le pregunto: «¿Y en qué momento de la vida de Balzac empieza la película?» —«First lay (la primera vez que se acuesta con una mujer). Pero habrá flashbacks sobre su infancia, las escuelas donde estuvo, etc. En toda la película alternaré secuencias trágicas y cómicas. Mire, un ejemplo de secuencia cómica». Fuller se levanta, gesticula, hace de todos los personajes. «La escena transcurre en el Grand Véfour. Los camareros recorren el comedor portando toda clase de platos voluminosos y apetitosos. Balzac entra (no tiene ni un duro), observa a los camareros y les interroga minuciosamente sobre los platos que llevan». Fuller imita a Balzac (pronuncia la primera sílaba de su nombre como el bowl de Hollywood Bowl), es Fuller imitando a alguien que sería aún más Fuller que el propio Fuller. Erguido sobre los talones, sin perder un milímetro de su escasa estatura, ebrio de orgullo y vitalidad, con voz estentórea, se pone a gritar —se trata de Balzac plantado en medio del Grand Véfour:«¡Soy Balzac… de Balzac!», y acercándose a mí: «el ‘de’ completamente inventado... Le dan mesa. Pide varios platos. Llega la cuenta.» Fuller-Balzac saca una hoja en blanco y firma: de Balzac. Comentario de S.F.: «Balzac es listo. Él sabe: los pobres pagan; los ricos, en cambio, firman».

Para Fuller, Mme Hanska es más o menos una ramera. Balzac no la ama. Le pregunto si está realmente seguro. «¡Por supuesto… claro que sí! No la ama, está obsesionado con ella, es distinto. Se dice: la tendré, tengo que tenerla. No es amor. También está obsesionado con su riqueza. Un día, lo invitan a su casa en Polonia, lejísimos, lejísimos. Mme Hanska tiene un gran castillo y un ejército de criados. Uno de ellos es azotado por desobedecer; tan azotado que muere. Balzac, testigo de la escena, murmura: ¡Qué rica es esta mujer!»

Me pregunta si he leído Père Goriot. Le encanta la novela. «¡Great stuff!», grita. Su dicción es tal que con una sola sílaba (great, fun, big), puede soltar un aullido que dura varios segundos. Sigue: «Tengo una teoría sobre ese libro. ¿Sabe que Balzac amaba a su madre…? Quiero decir que quería meterse en su cama… sí… ¡sí! ¡Y es que era tan guapa! En fin, creo que Balzac deseaba que su madre le quisiera de la misma forma que Papá Goriot quiere que sus hijas le quieran. ¿Me sigue? Déjeme contarle el final de la película. Balzac está en su lecho de muerte. Aún habla, pero tan bajo que apenas se le oye. En la habitación hay tres personas: su madre, Hugo y el médico. Mme Hanska está en otro cuarto, adormilada en la cama. La madre de Balzac y el médico van a verla para intentar que se dé cuenta de lo odioso de su actitud. Le ruegan que, al menos un minuto, acuda al lecho de su marido. “Hace frío”, gime Mme Hanska desde la cama. Por fin se levanta, arrastrando con ella la manta. La cámara sigue esa manta que se desliza suavemente por el suelo. Mme Hanska llega hasta Balzac. Él dice —y es su última frase—: “¿Pero qué tiene ella de diferente?” (durante toda la película, con cada nueva conquista, Balzac se preguntaba en vano: ¿pero qué tiene de diferente?). Y muere. Mme Hanska regresa a su cuarto, aún seguida por la cámara, se mete en la cama, se arropa, y de entre las sábanas asoma el pie, luego la pierna de un hombre, que pasa por encima de la suya. The End».

«Y sabe qué, después de la película, no habré terminado. Quiero lanzar una campaña. Quiero que trasladen a Balzac del Père-Lachaise, donde está ahora, al Panteón, y que lo coloquen en el centro. ¿Quién hay en el Panteón? Voltaire... Rousseau, vale. Pero Balzac debe estar entre ellos, en pleno centro. Tal vez no lo consiga. ¿Qué tengo que perder? Dirán: U.S., go home! ¡Me da exactamente igual! No sé si le conté que visité el museo Balzac, en la calle Raynouard. No va casi nadie. Apenas un visitante cada dos días. ¡Y qué sucio puede llegar a estar! Le di cinco dólares al vigilante y le dije: Keep it clean. Me habría encantado trabajar allí un mes o dos, lo justo para ponerlo todo en condiciones. Lástima que no hablo francés».

Le pregunto a qué actor tiene en mente para el papel de Balzac. No lo sabe. No le interesa lo más mínimo. Al menos por ahora. Para él, escribir una película es un acto absolutamente autónomo que no debe verse entorpecido por la preocupación de hacer coincidir tal papel con tal actor, ni por ningún otro tipo de consideración de orden material. Ni siquiera el formato: no tiene la menor idea de cómo será. No quiere pensarlo. Por ahora, escribe. Solo cuentan la inspiración, la idea de base, los personajes y ciertos movimientos de cámara que nacen de forma espontánea de lo imaginado. De todo eso, de sus aptitudes como escritor, Fuller no se siente poco orgulloso. De hecho, es su mayor orgullo. Me tiende un fajo de folios en blanco: «A la mayoría de los directores», me dice, «les das esto y dos millones de dólares y les dices: ‘Hazme una película’, y no pueden. Yo, sí».

Hace tres años anoté una afinidad entre ciertos episodios de la vida de M. Sachs y el contenido de los filmes de Fuller. Hoy la confirmaría con algunos pasajes de Derrière cinq barreaux (1952): «Solo se traiciona bien a quien se ama» (p. 44). «El amor, cargado del ser apasionado como dinamita, espanta a todos los seres amables» (p. 48). «Buscar en uno mismo ese pequeño núcleo que no es más que uno, suele equivaler a no encontrar a nadie» (p. 192). «Es bueno atreverse a mirarse de frente con horror» (p. 193). «Estoy furioso con los hombres, furioso con todas sus locuras. Y eso me hace estar furioso conmigo mismo, furioso con mis propias locuras, furioso por ser hombre» (p. 208).

23 de febrero. The Courtship of Eddie’s Father (Minnelli) y The Sound of Music (Wise). Dos películas que aún pertenecen a un género (el género familiar) inexistente en Francia, e inexistente en realidad en todas partes excepto en Estados Unidos. Un género doble, secreto, donde se puede decir todo si se tiene talento; un género destinado idealmente, y quizá más que ningún otro género americano, a unos pocos y a todo el mundo a la vez, ya que cada cual puede interesarse por él según su edad y sus preocupaciones.

Sobre la película de Minnelli solo haré una observación. La evolución de Minnelli es una de las más sorprendentes del cine americano. La secuencia There’s beauty everywhere (“Hay belleza por todas partes”) de Ziegfeld Follies (1945) es típica de sus primeros filmes y de sus capacidades en aquel momento. Como The Pirate o Meet Me in St. Louis, permanece inolvidable por el grado de fealdad casi insoportable que alcanzaba, ya fuese por la artificiosidad de la puesta en escena, por la vacuidad de la anécdota, el mal gusto y la afectación de los intérpretes, o la sofisticación fallida de la atmósfera. La primera película interesante de Minnelli fue Father of the Bride (1950), donde, partiendo de un tema banal, Minnelli mostraba una inventiva en la dirección de actores claramente superior a lo que el guion hacía prever. Minuciosidad, atención a detalles psicológicos sin repercusión fuera de la escena en curso, un talento descomunal para mostrar dentro de una misma historia personajes exteriormente muy distintos pero idénticos en el fondo por su moral y su sensibilidad: ésas fueron cualidades que ya no dejaron de encontrarse en el cine de Minnelli y, por ejemplo, hoy, en el maravilloso tríptico femenino (Shirley Jones, Stella Stevens, Dina Merrill) de The Courtship of Eddie’s Father. La primera obra maestra de V. M. fue Tea and Sympathy (1956), una película tan rica y tan profunda que ni siquiera me atreveré a hablar de ella aquí. Con sus tres últimos filmes, Courtship (1963), Goodbye Charlie (1964) y The Sandpiper (1965), Minnelli ha entrado definitivamente, dejando atrás a muchos de sus primeros admiradores, en el círculo de los grandes cineastas estadounidenses, y lo ha hecho de una forma paradójica, porque ese círculo, si hablamos de directores en activo, nunca ha estado tan peligrosamente reducido. Ha entrado tan de lleno que hoy incluso sus películas buenas, sus menos buenas e incluso las malas resultan interesantes por haber sido parte de una evolución tan fecunda como inesperada.

The Sandpiper, por ejemplo, apenas tres días después de haberla visto, y por el tipo de recuerdo que deja, es el ejemplo mismo de la película que uno está convencido de haber visto como un clásico. Clásica porque, a partes iguales, es espejo del hombre que la realizó y espejo de la época y del lugar en que fue realizada; a partes iguales, mitología íntima y documento. Del mismo modo, Tea and Sympathy y Goodbye Charlie, sin dejar de ser objetos puramente decorativos, como tanto le gustan a Minnelli, son también películas que dicen mucho sobre la América de hoy: sus incertidumbres sexuales, su deseo de independencia y de seguridad, su miedo a las influencias externas, etc. Pero no era eso exactamente lo que quería decir. The Courtship of Eddie’s Father es, ante todo, una película que respira, en cada plano, el placer y la pasión de filmar. Eso, hoy en día, es lo más raro. La mayoría de las películas que se ven actualmente han sido inspiradas por la rutina, el aburrimiento, el deseo de prestigio social, el miedo al fracaso o, en definitiva, el azar. A veces, en un nivel apenas superior, por el deseo de mostrar ideas, de demostrar que uno no está superado por su época. Y por eso son sucedáneos de películas. Ese placer de filmar de Minnelli está ligado, sin duda, a su evolución. Pero no ha sido la evolución de alguien que se ve obligado a rechazar su pasado, que llega incluso a prohibirse volver la vista atrás de vez en cuando. Minnelli no ha cambiado mucho en veinte años. No ha tenido nada que renegar. No ha habido revolución, ni sacudidas. Ha sido una evolución puramente interior, impulsada por el talento; sus temas preferidos han permanecido los mismos, pero han ido impregnándose poco a poco de una realidad más amplia. El talento ha crecido de manera increíble, pero el material y las preferencias personales del autor no se han movido.

Me he hecho esta pregunta: ¿quién, hoy por hoy, demuestra ese mismo placer de filmar? ¿Qué directores no buscan tanto sorprenderse a sí mismos como sorprender a los demás; que siguen tranquilamente su camino; de los que puede decirse, con envidia o admiración: “Mira, estos no deben aburrirse en un plató”? He buscado: Preminger, Minnelli, Billy Wilder en sus últimas películas, y también Robert Wise. Si hay otros, se me escapan.

Técnico meticuloso, a menudo bastante aburrido en sus comienzos (The Body Snatcher, Born to Kill, House on Telegraph Hill), Robert Wise se convirtió más tarde en un técnico brillante, incluso un técnico sublime en algunas de sus últimas películas (Somebody Up There Likes Me, I Want to Live, Odds Against Tomorrow). Al inicio de su carrera, le ocurrió algo extraño. Su novena película, The Set-Up (49), conoció desde su estreno un inmenso éxito crítico y fue saludada de inmediato (y catalogada en las historias del cine) como una obra maestra: una película dura, original, sólida, en resumen, un clásico. Y efectivamente lo era. Una coincidencia tan rara entre los juicios de la época y el interés real de la película que da gusto señalarla. Vista hoy, The Set-Up sigue siendo, sencillamente, una de las mejores películas americanas del periodo de posguerra. Las tres unidades (tiempo, lugar y acción), por una vez al servicio y no en contra del tema; una continuidad dramática admirable, con todas las escenas encadenadas de modo que parecen formar una sola gran escena, y todos los planos un único plano; un sentido de la concisión inseparable de todas las grandes películas; la presencia simultánea y discreta de varios aspectos contradictorios del tema (miserable, burlesco, atroz, exaltante): éstas eran algunas de las muchas virtudes del filme, que hacen que hoy no haya perdido nada de su fuerza.

Salvo esta excepción, a Wise le hicieron falta una veintena de películas bastante áridas antes de llegar a descubrir su verdadera personalidad. Desde hace algunos años, en todo caso, parece que sus mejores películas cuentan más o menos la misma historia, o mejor dicho, responden al mismo esquema narrativo. Se observa, para empezar, la frecuencia en su cine de cierto tipo de personajes dinámicos, indisciplinados, irreductibles, siempre al borde del escándalo, aunque no por gusto, en realidad, sino por fatalidad. A estos personajes esencialmente espectaculares, que hacen ruido incluso cuando por naturaleza son modestos y sin segundas intenciones, Wise tiene el talento particular de saber aplicarles una técnica infinitamente brillante, también espectacular. Todos ellos, en distintos grados y de la manera menos literaria que pueda imaginarse, aparecen movidos por una especie de energía revolucionaria (a menudo opuesta al espíritu revolucionario como tal), que sacude el mundo a su alrededor. Y el ritmo inimitable de ciertos filmes de Wise es precisamente el de la revolución, el de una renovación total de las cosas en varios niveles.

En Somebody Up There Likes Me, por ejemplo, Rocky Graziano consigue, a partir de su odio, de su agresividad, de su humor puramente negativo, convertirlo todo —ese es el tema del filme— en materia para llegar a ser un gran boxeador. A medida que él cambia, el mundo cambia con él. Muy pronto, mueve montañas —y el corazón del público. La protagonista de I Want to Live, desde el momento en que entra en prisión, ve cómo la vida y el sentimiento de su propia dignidad aumentan en ella, haciendo que el castigo parezca cada vez más abyecto e insoportable. Ella también transforma la opinión pública, siembra la duda, sacude las conciencias. El movimiento, tanto dentro como fuera de la película, es el mismo, y acaba por generar una adhesión general, tanto por parte de los personajes testigos de la historia como por parte del propio público. Es, por otra parte, una constante en el cine de Wise que el espectador no se identifique tanto con el protagonista o con su acción como con los personajes que, dentro de la propia película, presencian esa acción y no pueden evitar, ya sea con vergüenza o con entusiasmo, participar en ella.

En resumen, si quisiéramos analizar las razones de la popularidad actual de Wise, habría que destacar: 1) su capacidad para narrar una acción en cualquier medio, en cualquier atmósfera, un talento que actualmente tiende a perderse, pero que garantiza, al menos, que quien lo posee sabe evitar clichés, complacencias y falsas continuidades temáticas; 2) esa energía revolucionaria de sus personajes, que marca la dirección y el ritmo de la historia (a veces esa energía no tiene un objeto concreto, es una simple agresividad contra uno mismo, y entonces Wise se convierte en uno de los mejores cineastas de la fatiga y la exasperación —véase el personaje de Robert Ryan en Odds Against Tomorrow); 3) por último, esa identificación del público no con la acción principal (que permanece deliberadamente distante, ajena a cualquier sentimentalismo dudoso), sino con los testigos reales de la historia. Ésa es la forma tan personal y original que tiene Wise de mostrar que toda historia —y, más precisamente, toda moral contenida en una historia— puede convertirse en espectáculo, y ello en beneficio de la propia moral. Es su forma de apasionar al público y, al mismo tiempo, hacer que conserve una cierta distancia, una perspectiva, respecto a aquello que le apasiona.

11 de marzo. He visto Bunny Lake is Missing en el cine «Paris». Sublime.

23 de marzo. — Comedia militar dedicada a la memoria del valeroso cuerpo de los “reclutadores” que, durante la última guerra, tenían la misión de procurar a sus superiores ropa, víveres y chicas, The Americanization of Emily, tercera película de un recién llegado, Arthur Hiller, es una de las películas más originales de este comienzo de año. Original incluso en América, patria cinematográfica de todos los heroísmos, tanto cotidianos como excepcionales. Aquí, por el contrario, se trata de un magnífico elogio de la cobardía militar. Ese es, al menos, el sentido evidente del argumento que Paddy Chayefsky escribió para la película (basado en una novela de William Bradford Huie). Su sencillez, su fuerza contenida, su virulencia, elevan la película a ese nivel en el que la audacia, por sí sola, confiere belleza. (La misma impresión que causan I Want to Live, Advise and Consent y algunas otras películas americanas).

Audaz, en primer lugar, porque esta historia albergaba toda una serie de observaciones amargas, de detalles incómodos de mencionar, que se han expuesto con total calma, absolutamente sin amargura, sin crispación ni afectación alguna. La obligación de obedecer sin la menor convicción, las situaciones absurdas en las que nos acorralan a veces el hastío y la coacción combinados, y también ese sentimiento de falsa bondad que suele inspirarnos el éxito de las tretas que empleamos —resumo aquí muy brevemente el planteamiento del film— han proporcionado al guionista una materia dramática lo bastante rica en sí misma como para que prescindiera de la caricatura y el exceso, que han echado a perder últimamente tantos guiones interesantes (cf. el de Dr. Strangelove). Su principal talento consiste en dejar que una escena crezca, a veces como si se tratara de una escena dramática, hasta que el absurdo y el significado la desborden. Sus mejores logros, en este sentido, son las escenas en torno al desembarco en Omaha Beach: la orden que recibe James Garner (que hasta ese momento estaba magníficamente escondido) de ir a filmar in situ el desembarco, ayudado por dos soldados que carecen del más mínimo conocimiento técnico cinematográfico y que, además, están completamente borrachos, «aunque no lo suficiente —dirá J.G.— como para ir alegremente a filmar cadáveres con cámaras sin carrete»; luego, el propio desembarco: James Garner gritando en la playa: «¡Larguémonos de aquí!», y siendo abatido al instante por las balas de un superior, convirtiéndose así muy a su pesar en «el primer muerto de Omaha Beach»; y, por último, los honores póstumos que se disponen a rendirle justo antes de que se sepa que ha sobrevivido y que «el primer muerto de Omaha Beach está, en realidad, vivito y coleando».

Una audacia notable también por ser plenamente moral. Es el triste privilegio del cine europeo hacer coincidir audacia con inmoralidad. Nada más moral, en cambio, que esta película, que recupera con fuerza el sentido de toda buena polémica, a saber: la denuncia del falso heroísmo, de la hipocresía; la afirmación de que heroísmo y sentido común no son más que una sola y misma cosa: hacer lo que uno desea hacer, luchar por las propias convicciones cuando se tienen, no inventárselas cuando no se tienen.

Creo que es difícil juzgar, a partir de esta única película, la personalidad de Arthur Hiller. Algunos han encontrado su estilo apagado, insuficiente. Tal vez sintiera que no estaba a la altura de un guion tan bueno, y que no lograría estarlo. Sin embargo, eligió una forma muy digna de rendirle homenaje. Percibió que un estilo neutro, incluso gris, podía casar bien con la virulencia del contenido y, llegado el caso, potenciarla. Su dirección de actores, en particular, es seca, poco inventiva, pero muy segura de sí misma. Tiene el mérito de no sobrecargar las motivaciones y reacciones de los personajes, que debían revelarse muy lentamente, según la lógica interna, insidiosa, de un diálogo dramático escrito con mano maestra. El tiempo dirá qué lugar ocupará Arthur Hiller. Si tiene talento, esta película no será más que una primera y muy pequeña muestra del mismo. Si no lo tiene, esta habrá sido —sin lugar a dudas— su mejor película.

7 de abril. — Libre ya de los tópicos de la primera parte (Le journal d’une femme en blanc, 1965), de su tratamiento anticuado del ambiente estudiantil, así como de su discutible búsqueda del espectáculo en las escenas de operación, Le nouveau journal d’une femme en blanc, de Autant-Lara, se revela, sorprenda o no, como una película honesta, seria y merecedora de respeto. Sus rasgos más destacados son: la ausencia de lirismo, la nitidez y sequedad de la imagen, la abundancia de rostros nuevos (todavía más que en la primera parte), y una dirección singularmente precisa y homogénea de todos los personajes. No hay que olvidar tampoco la fluidez y la belleza de la voz en off en primera persona, que se une, a veces de forma maravillosa, a lo que quizá sea el alma de la puesta en escena: un agudo sentido de la duración de los planos en función de su carga dramática —por ejemplo, en la secuencia final (la detención de la protagonista).

En líneas generales, en esta película Autant-Lara ha logrado por un lado corregir sus defectos y eliminar los errores de la primera parte (quizá le sirviera haberlos cometido antes, haberse dado cuenta de ellos y haber sabido evitarlos; tal vez toda película debería tener un borrador previo: una idea mítica, irrealizable, evidentemente cinéfila, pero que, como todas las ideas cinéfilas, se cumple tarde o temprano, basta con abrir los ojos; y eso es, sin duda, lo que hay que llamar la humildad de un cineasta); y por otro lado —lo cual es aún más meritorio— ha conseguido atenuar el carácter excesivamente brillante y molesto que podrían haber tenido algunas de sus virtudes (y eso es, sin duda, lo que hay que llamar la sinceridad de un cineasta: confiar más en la idea de base, en el propósito de una película, que en cualquiera de las cualidades personales que uno cree tener para expresarla). En resumen, todo ello le confiere al film una serenidad estilística que expresa a la perfección la serenidad interior de la protagonista.

Al principio de la película, la vemos llegar e instalarse en un entorno rural tan retrógrado como cualquier otro: Mesnil-sur-Ouche, en Normandía. El espectador ya se siente gratamente sorprendido de que una película francesa abandone los adoquines de la capital. Allí, nuestra exestudiante parece decidida a ejercer su oficio de acuerdo con unas convicciones, unos principios que tiene y que, al menos en ese momento (1966), son más bien «progresistas». A su manera, a su pequeña escala, es una innovadora. Pero nada en su conducta lo hace notar. No hay arrogancia, ni orgullo, ni espíritu reivindicativo alguno; como mucho, una cierta inseguridad sobre si estará a la altura, y aun así esa inseguridad no es lo bastante fuerte como para convertirse en complejo o en obsesión. Desde su llegada, se gana amigos, enemigos; otros se mantienen a la expectativa, y por supuesto, aquellos que más deberían estarle agradecidos son precisamente los que la miran con peores ojos. Todo eso es bastante banal, y a ella no le sorprende en absoluto. Y justamente a través de este personaje sencillo y conmovedor de mujer trabajadora, hay que felicitar a Autant-Lara por haber dado, como decía no sé quién a propósito de una novela de Simenon, «un paso más hacia la descripción de esa banalidad conmovedora de la vida» que es quizá rara en la literatura, pero mil veces más rara en el cine, aunque es evidente que constituye la inspiración fundamental del 90 % de las obras que perduran un poco en el tiempo. También hay que felicitarle por haber presentado un oficio que, tal y como lo ejerce la protagonista, contiene sin duda un fuerte componente de novedad (y por tanto, de polémica), sin que haya tratado de resaltar ese componente por encima de los demás, y por haber sabido recrear en torno a su protagonista la atmósfera y las virtudes características de cualquier trabajo cuando lo realiza alguien que cree en él: la paciencia, o más bien el olvido del tiempo, la humildad, la tenacidad y una especie de satisfacción tranquila que disuelve los conflictos; todas ellas cosas sobre las que también abundan los comentarios en las películas de Guitry (Guitry, que supo mostrar tan bien que el trabajo es la cosa más incompatible del mundo con el sentimiento de aislamiento moral).

La protagonista de Autant-Lara, a pesar de cierta hostilidad exterior con la que se topa aquí y allá, no se siente aislada. Wilde decía que «la manera más segura de no entender nada de la vida es intentar ser útil». Se refería a esos filántropos e idealistas de toda laya que construyen programas para uso de la humanidad entera y que acaban siempre sintiéndose abandonados, incomprendidos por ella, tras haber acumulado, por lo general, un inmenso resentimiento hacia ella. Hablaba de los que se empeñan sistemáticamente en contraponer la felicidad individual y la felicidad de la humanidad, cuando a menudo todo eso está entrelazado, como lo percibe la protagonista de la película de Autant-Lara. Al ayudar a los demás, también se ayuda a sí misma. Autant-Lara ha sabido hacer que eso se perciba en la película.

Igualmente entrelazados están los distintos aspectos de su vida, los diversos sentimientos que la animan. Su relación, por ejemplo, con un drogadicto, hermano del médico con el que trabaja como asistente, está descrita con un tono certero, que reconoce tanto el simple deseo físico como el aprecio y también el azar. Éste es otro de los méritos de la película: el rechazo a subir el tono, la aceptación de lo relativo, de la no homogeneidad de toda experiencia, incluso si eso la hace menos exaltante. Ese relativismo, ese escepticismo, así como la sobriedad polémica del film, tienen además un fondo profundamente francés. Se percibe en él a un hombre que ha dejado atrás muchas cosas, incluso cosas que antes le interesaban, y que ya no quiere exaltarse en vano, ni dejarse arrastrar por entusiasmos vacíos. En una selección francesa de festival, si es que las selecciones de festivales tuvieran algo de lógica, la película de Autant-Lara no habría desentonado, creo yo. Es una obra que, por su espíritu y por su tono, representa bien a Francia. Y no hay tantas que puedan decir lo mismo.

16 de mayo. — Ha muerto Matarazzo. Como Freda, como tantos otros, y a pesar del éxito comercial de su película Catene (Cadenas invisibles) y de la serie que se derivó de ella (véase el balance publicado por «Cinema 60», la revista italiana, junio-julio de 1964), Matarazzo no fue profeta en su tierra. Recuerdo la reacción de un crítico italiano con el que coincidí en el British Film Institute en 1960. Acabamos hablando del cine de su país. Le mencioné a dos cineastas que, a mi parecer, eran particularmente interesantes en Italia: Freda y Matarazzo. Su reacción fue fulminante. Se dio media vuelta, no sin antes soltar: «¿Lo ha hecho a propósito, el elegir a los peores?». Me pregunto si habrá cambiado de opinión desde entonces. No es seguro. Aunque el cine italiano sea relativamente rico y se publiquen allí numerosas revistas especializadas, los pocos cineastas valiosos que dieron existencia al cine italiano los descubrió el extranjero.

Como ocurre a veces, un cineasta, un creador, habrá demostrado ese sentido crítico que suele faltarles a los críticos profesionales. Una de mis sorpresas, de hecho, la primera vez que conocí a Freda en Italia, fue constatar la estima en la que tenía a Matarazzo (digo sorpresa porque no es frecuente en el cine ver a hombres con talento conocerse y respetarse mutuamente), y no creo equivocarme mucho si digo que Matarazzo fue el único compatriota al que Freda profesó tanta admiración. Estima por la persona más que por la obra, como él mismo me dijo un día, pues, según Freda, Matarazzo se había topado demasiadas veces con la incomprensión del mundo cinematográfico, además de con diversas circunstancias adversas que le impidieron realizar la obra digna de su talento. Sea como fuere, la poca obra que fue en relación con la que debería haber sido, y lo poco de ese poco que conocemos (muchas películas de Matarazzo no se estrenaron en Francia), bastaron para despertar nuestro interés por su autor y bastan, hoy en día, para situarlo entre los mejores cineastas italianos.

Su primera obra, Treno popolare (1933), fue célebre como película prenorrealista. Sus inclinaciones lo habrían llevado hacia la comedia cáustica y satírica. Sin embargo, fue en el clima del melodrama donde inscribió la parte esencial de su obra: melodrama social (La risaia), melodrama de aventuras (Mercado de mujeres), melodrama romántico y musical (su vida de Verdi), y finalmente numerosos melodramas familiares que le aportaron el éxito, aunque no la gloria. Matarazzo arrastró en todas esas películas un tono campechano que no excluía el humor, ni tampoco las bellas y delirantes ráfagas de locura. Su originalidad consistía, en medio de las situaciones más rocambolescas, en mantener la cabeza fría y los pies en el suelo, actitud que no disolvía lo barroco de dichas situaciones, sino que, por el contrario, lo realzaba mediante el contraste.

En cuanto a la moral, adoptó la del sentido común y los sentimientos sencillos, sazonados con humor. El reproche, medio serio medio burlón, que lanza al final de la película La fumeria d'oppio un personaje a unos drogadictos apoltronados, expulsados de su guarida —«¿Y bien? ¿No haríais mejor en comer filetes?»—, es típico del espíritu que reinaba en sus películas. Sin duda habría suscrito con gusto la opinión de Alphonse Daudet en sus «Notas sobre la vida»: «Me sorprende la escasa variedad y originalidad que hay en los bajos fondos de la sociedad, en esas profundidades del vicio y el crimen». En eso, coincidía con el verdadero espíritu del melodrama, que consiste en mostrar que la sencillez, la inocencia, acaban siempre por frustrar las conspiraciones complicadas y monótonas de los Malvados; y en mostrar también que la desgracia y el vicio están casi siempre un poco sobreactuados, un poco menos astutos de lo que se cree.

En su mayor parte, la obra de Matarazzo está aún por descubrir. Volveremos sobre ella, con más detalle, en un próximo número.

17 de mayo. Se habla mucho de «cine libre» en estos momentos. Pocos filmes son más «libres», si es que la palabra tiene sentido, que la película de Pasquale Festa Campanile: Una vergine per il principe, que viene a confirmar las cualidades de su anterior cinta estrenada en Francia: Le voci bianche (Joven, guapo y con voz de soprano).

Libertad en el tema: Le voci bianche abordaba el asunto de los castrati en el siglo XVIII. Una vergine gira en torno a un derecho de pernada que un príncipe de Mantua (en 1580) se ve obligado a ejercer, no sin dificultades, para disipar las sospechas de impotencia y así poder contraer el matrimonio que le impone la razón de Estado. La próxima película de Festa Campanile será otra evocación histórica, titulada El cinturón de castidad. Pero esa libertad, por sí sola, aún no significa gran cosa.

Libertad de estructura: una sucesión de anécdotas picantes, curiosas, a veces espeluznantes, elegidas únicamente por el placer evidente que sintió el autor al reunirlas, y luego al contarlas. Anécdotas que, además, bastan sobradamente para ofrecer una reconstrucción histórica sumamente apasionante. Son, en efecto, de los filmes más libremente didácticos que existen: constantemente instructivos, llenos de hechos y detalles significativos, pero también, y en igual medida, intrigantes, incompletos, llenos de sombras y preguntas. Durante toda la película, no hay otro hilo conductor —esto es más cierto en Le voci bianche que en Una vergine— que la curiosidad no metódica del narrador, componiendo su filme un poco a la manera de un memorialista (Campanile posee ese tono de memorialista tan raro en el cine y que, sin embargo, le sienta tan bien).

No menor es la libertad de tono: su película nunca resulta aplicada. Y tanto, que sorprende. Esa falta de aplicación, tanto plástica como dramática, sirve de la mejor manera al tema (sirve a ese clima de verosimilitud histórica que nunca se está seguro de alcanzar —y que, en cambio, se tiene la certeza de no alcanzar jamás cuando se busca con demasiada ansia). Campanile tiene sentido histórico, que quizás no sea más que una variante del sentido del humor. Un ejemplo: sus príncipes se pasean por decorados magníficos sin lanzarles una sola mirada; el mobiliario, muy escaso, está puesto de cualquier manera; a veces falta lo necesario (un espejo, un peine). Nos lo recuerdan no sin ironía: esa gente se creía pobre —y lo era, en ciertos aspectos. Eso, anotado entre otras cosas, de pasada, al vuelo: ¡ojalá fuera así en todas las películas!

Otro aspecto de su libertad de tono: el autor bordea constantemente la vulgaridad y el más espantoso mal gusto; pero sus audacias, en absoluto gratuitas, solo pueden escandalizar a los muy vulgares (que, por lo demás, no faltan). Como todos los curiosos, lo monstruoso le interesa, entretejido con la trama de la vida. Tal vez heredero de Boccaccio y de Maquiavelo, lo es aún más, sin duda, de Suetonio. Hay algo de Suetonio en Le voci bianche y en Una vergine, en particular en la descripción de esas bromas siniestras que se hacen entre sí los personajes de ambas películas, tanto por ociosidad como por venganza. Es ahí, precisamente, donde mejor aparecen «la sombra y las preguntas». Preguntas que se nos plantean a nosotros, en silencio, por medio de esta evocación de costumbres y épocas que nos resultan a la vez cercanas y lejanas. Y, ante todo: ¿qué pensamos de ello? Difícil decirlo. Nos interesan, tienen aspectos encantadores, en muchos sentidos nos repugnan: ¡qué alivio haber salido de todo eso! La licencia era allí ilimitada (esa licencia que crea el clima de farsa atroz en que se bañan ambas películas), la coacción también, y a veces ambas se entrelazaban de forma inextricable en un mismo destino, como el del protagonista de Una vergine. Épocas cercanas y lejanas, porque no podemos conocerlas más de lo que podemos saber, exactamente, qué pensamos de ellas: atracción, repulsión, asco, desconcierto, forman parte de nuestro juicio, impidiéndole ser nítido. Honestidad del autor: tratándose de épocas tan remotas, esa incertidumbre, que va de él a nosotros, es inseparable de toda buena evocación histórica.

Todas estas características, a las que se suma la desenvoltura del autor, que no parece «trabajar» sino simplemente ofrecer sin orden anécdotas y observaciones que le han interesado, crean un tono muy original en el cine: un tono vivo, rápido, sin prejuicios, documental, que salta de un extremo a otro, el tono de un hombre que sabe que no le engañan ni se deja engatusar, en suma, un tono que bien puede llamarse cuando se presenta (lo que no ocurre tan a menudo) un verdadero tono de humanista.

Nota añadida: La película le debe mucho, evidentemente, a Vittorio Gassman, cuyas fanfarronadas cómico-patéticas, su doble naturaleza de príncipe y bufón, su lucidez intermitente (cf. su magnífico diálogo final: «He hecho guerras. He conseguido victorias. Pero sé que la posteridad solo me recordará como el príncipe de los tres asaltos.») sirven admirablemente al personaje. Gassman es actualmente el mayor actor del cine italiano, si no del cine en general. No tiene un registro definido. Está tan alejado del actor francés, psicológico y algo estrecho, como del actor estadounidense, heroico e impersonal. Puede ser tanto un héroe shakespeariano, como el chulo antipático de los melodramas (papel que ha interpretado mucho), el príncipe renacentista, el perfecto zopenco, el astuto estafador urbano o el italiano típico e incansable que inmortalizó en Il sorpasso. Aunque se siente cómodo en todos los géneros, es paradójicamente el género muy limitado de la comedia satírica el que mejor ha revelado la impresionante variedad de sus posibilidades (cf. los notables sketches escritos para él en Parliamo di donne). Gassman dispone ahora de un abanico casi infinito de voces, acentos, peinados, andares, siluetas. El milagro es que en cada una de sus composiciones, la parte que corresponde al disfraz, al accesorio en sentido estricto, sea la menor posible. En ese sentido, es el anti-Robert Hirsch.

Su secreto es, sin duda, no tener ninguno, o no querer tenerlo. Freda nos decía que su éxito se debía a la férrea disciplina que, a diferencia de la mayoría de actores italianos, más bien perezosos, él supo imponerse. Pero, por lo general, para la mayoría de los actores, el trabajo —un trabajo intensivo— no tiene más consecuencia que instalarlos definitivamente en la perfección monótona y cerrada sobre sí misma de un tipo, de un carácter que, a partir de cierto momento, ya no se renueva. Con Gassman ha sido distinto. El trabajo, así como la vitalidad que no puede evitar manifestar en todos sus papeles, y que actúa como un comentario malicioso, subyacente en todos los personajes de brutos e inútiles que ha interpretado, han hecho de él el actor perfecto, el actor que no se aferra a ningún papel, que puede ser, sucesivamente y al mismo tiempo si hace falta, infinitamente grave e infinitamente payaso; el actor, sobre todo, que da la impresión de estar inventando el guion conforme este avanza.

Segunda nota añadida: Las dos películas de Festa Campanile revelan, por parte de su autor, un tono original, independiente de los descuidos que aquí y allá se puedan señalar. Quisiera mencionar un cierto número de cineastas cuya obra también ha conseguido tener «un tono», a pesar de las circunstancias, a veces decepcionantes o difíciles, de su gestación. Se trata, entre otros, de E. G. Ulmer, Hugo Fregonese, Stuart Heisler, Matarazzo, Paul Fejos, Ludwig, Ida Lupino, Ray Milland, Charles Walters, P. Wendkos, Pierre Chenal, Maurice Tourneur, Jack Webb, Richard Wilson. Marginales y poco conocidos, no es arriesgado afirmar que las obras de estos cineastas han hecho progresar el cine en profundidad. Son análogas a esos libros de los que habla Henry Miller y que constituyen, según él, unos «depósitos secretos de los que se alimentan los autores menos dotados, que saben cómo seducir al hombre de la calle». En cualquier caso, merecen respeto y que se las mire dos veces. No se las puede ignorar si se tiene, aunque sea un poco, interés por el verdadero cine. Naturalmente, la lista anterior está lejos de ser exhaustiva.

24 de junio. — Algunos cineastas están infravalorados, otros sobrevalorados. Es raro que un cineasta esté a la vez infravalorado y sobrevalorado. Es el caso de Hawks. Su obra, descrita como una imagen corneliana de la grandeza, de la generosidad, del heroísmo rodeado de peligros, no vale gran cosa. Sus virtudes están en otra parte. La mejor frase sobre Hawks es de Marc Bernard, a propósito de Hatari: «Una película de Hawks es una película estrecha pero clara». La estrechez predomina. Tal vez no haya que buscar otra explicación para el éxito de Hawks en Francia y para el hecho de que, entre los grandes cineastas americanos, fuese el primero en ser apreciado allí.

Red Line 7000, su última película, proporciona un placer no exento de reservas, ni mucho menos, pero sí muy vivo: un placer, por así decirlo, «de cinéfilo», es decir, que proviene menos de la película misma que de las comparaciones que la memoria se divierte en hacer entre esta y otras películas sobre el mismo tema, o entre esta y otras películas del mismo autor.

Durante más de treinta años, Hawks ha experimentado una evolución muy recomendable y grata de observar: la de un hombre que, poco a poco, se ha liberado de su propio academicismo (no hay películas más académicas, en diversos géneros, que A Girl in Every Port, The Dawn Patrol, The Crowd Roars, Today We Live, Red River, etc.) y que, al mismo tiempo, ha sabido abandonar los caminos que no estaban hechos para él, en particular los de la gran aventura moral, donde nunca se sintió muy cómodo. En Hatari, por ejemplo, no se ha señalado lo suficiente que los personajes, moviéndose en un mundo aparte, completamente a su gusto, lejos de la sangre, las ideas y de toda forma de violencia, manifiestan un diletantismo moral totalmente al margen del propósito de la mayoría de las películas de aventuras americanas. Sus problemas son mínimos, estrictamente personales, y el autor se apresura a reírse de ellos, o más bien, a sonreírles. El propio título y la manera en que aparece en la película son pura antífrasis.

La principal fuerza de Hawks es que ama a la gente normal y sabe hablar de ella. Sus retratos de monstruos, en sus comedias, no son más que una alabanza de la vida normal. Le gusta también, y sabe mostrar, la monotonía de la vida, que no siente en absoluto como una carencia o una nostalgia, sino como un factor de equilibrio de esa misma vida, precisamente, normal. En Red Line, sus corredores de coches, aunque tienen sus dramas, tienen aún más sus hábitos y su rutina. Apenas se interrogan sobre sí mismos, filosofan aún menos y no se separan nunca de lo que hacen. Nada de romanticismo: son las personas más con los pies en la tierra del mundo. ¿Por qué corren? Quizá porque no saben hacer otra cosa, y también por placer. Razones suficientes. La originalidad de Hawks radica precisamente aquí: elegir temas muy simples y no añadirles nada. Impulso moral limitado, cuando no ausente, escasa capacidad para crear mitos, información reducida al mínimo: así son las películas de Hawks. Alguien me decía: «Cuando uno ve películas de King, de Daves, de Preminger, además de su valor propio, siempre se aprende un montón de cosas; con Hawks, nunca se aprende nada». Una opinión un poco exagerada, pero en conjunto cierta. Sería inútil reprochárselo: es justamente por eso que en sus películas no hay nada de lo que habría en otra película sobre el mismo tema, y también por eso Red Line es una película tan irrespetuosa y tan divertida (no exageremos: bastante divertida).

A través de algunos retratos despreocupados de chicas y chicos que se mueven entre pistas de carreras y de baile, Hawks ha captado algo de la juventud: una cierta inexpresividad que la hace tan permeable a las modas. Lo que dice Chardonne: «He visto pasar varios tipos de juventudes; no se parecían entre sí; cada una formada por el aire que se respiraba en su época. Ninguna originalidad; nada que no fuera producto de la atmósfera de unos tiempos bien definidos». Y sin duda hace falta un talento firme para construir así una película a partir de tales observaciones, desprovistas de pasión, de patetismo, simplemente banales y verdaderas. Suprema elegancia y despreocupación: esta película que no es obra de un joven, que no quiere glorificar ninguna moda, es aquella donde la moda y el aire de una época tienen más relieve y precisión.

Por encima de todo, Red Line expresa de forma muy vívida al propio Hawks: sus virtudes y sus defectos, lo que le gusta, lo que no le gusta, lo que le gusta con reservas. (A propósito de las mujeres, por ejemplo, habla con un tono a la vez borde, justo y un poco indiferente; un tono único en el cine americano). Después de haberse forzado mucho, ahora no se fuerza en absoluto. Su sequedad, su tacañería consigo mismo, su desprecio por el lirismo, le sirven ahora. La estrechez ha acentuado la claridad. Como Bernard Shaw, que le recomendaba a F. Harris en vísperas de escribir un libro sobre él: «Y sobre todo, ¡nada de pornografía!», las mejores películas de Hawks, hoy, parecen decir a los críticos: «Y sobre todo, ¡nada de exaltación!». Se ve que no le hacen caso.

14 de octubre. — La Cinémathèque acaba de presentar algunas películas conocidas y desconocidas de Paul Fejos. Pocas obras, creo yo, son más dulces y misteriosas que la de Fejos, más misteriosamente acordes con la sustancia misma del cine. Desde hace ya tiempo, tengo la costumbre de redactar, después de cada película, un breve resumen, acompañado por lo general de una o dos observaciones sobre el placer que me ha producido o que me ha faltado. A veces, años después, me ocurre hojear esos resúmenes escritos con prisa, sin estilo, sin motivo, pero que reflejan para mí algo del espíritu de ciertos filmes que querría, y no puedo, volver a ver. (Pasión ingrata la de ver películas; uno no hace lo que quiere). Una buena película, bastan unas líneas, y vuelve a la memoria. Así el resumen de María, leyenda húngara. Casi veo la película al leerlo:

Marie es sirvienta en una familia acomodada. La hija de la casa va a casarse. Marie presencia de lejos el baile, hace su cama, se prepara para acostarse. Un hombre de la fiesta regresa con una chica que lo deja en la puerta. Ofrece caramelos a Marie en el parterre frente a la casa, bajo las ramas de un manzano. Fundido. Se entiende que se han amado. La patrona encuentra ropita de bebé entre las cosas de Marie; la despide. Marie se cruza en el camino con el hombre que la dejó embarazada. Él le da un poco de dinero y huye. Marie hace faenas domésticas: cuatro días aquí, dos allá. Trabaja en un bar de prostitutas, es camarera, se desmaya un día en pleno servicio. Las prostitutas cuidan del bebé. Durante una ceremonia religiosa, con traje folclórico, Marie va a presentar a su bebé a la Virgen. Un comité de beneficencia se lo quita. Se va a emborrachar a un bar, entra en una iglesia para maldecir a la Virgen y se desploma. Ha muerto. Sube al firmamento. Desde allí, ve a su hija bajo el mismo árbol que ella años antes, con un enamorado. Marie les lanza lluvia: la muchacha corre a refugiarse en casa. Marie estalla de risa.

La dulzura, el misterio de las mejores películas de Fejos provienen en parte de que siempre cuentan historias un poco más simples que la media del cine. En el cine, la economía (economía de palabras, de peripecias) impresiona más, conmueve más que la abundancia. En esas historias simples, Fejos gustaba de colocar personajes aún más simples y muy vulnerables, a los que seguía paso a paso, tomándolos a veces desde el momento en que se despertaban y acompañándolos por todos los momentos intensos de su jornada o de su vida. Un día, una vida, una secuencia, un minuto: ninguna película ha mostrado mejor hasta qué punto todo eso es lo mismo; ninguna ha mostrado mejor la fuerza expresiva, tranquila, que puede encerrar el más mínimo segundo, el más mínimo gesto cotidiano, integrado en un conjunto sobrio y mesurado. No era ese su propósito, y sin embargo, vistas hoy, las películas de Fejos parecen, por momentos, extrañamente modernas. Por una razón muy simple: tras las obras más ambiciosas de Lang o de Preminger (Ministry of Fear, Billy Mitchell, Bunny Lake), esa atención minuciosa, tierna, inquieta, sensible y sin embargo siempre elíptica que Fejos manifestaba en sus películas, hoy sabemos que eso es el cine.

Entre las películas desconocidas, pudieron verse Eric the Great (1928), Broadway (1929). Es la otra faceta de Fejos: el brillo, la virtuosidad técnica. ¿Quién era Fejos? Un fotógrafo de Preminger, que lo había conocido en su juventud y con quien me encontré en el 64, lo describía como alguien extremadamente brillante, imponente, rodeado constantemente de un estado mayor de colaboradores entregados. Recordaba su capacidad para asimilar en dos días el contenido de veinte libros, para ponerse al nivel de cualquier personaje, de cualquier entorno que necesitara conocer para los fines de una película. No es del todo así como yo lo imaginaba. Pero, en el fondo, si se mira de cerca, la simplicidad de la puesta en escena de Fejos presupone en realidad la maduración previa de una técnica muy elaborada. No es indiferente saber que, durante algunos años, Fejos se divirtió siendo un gran técnico. Tal vez por eso, más tarde, sus películas supieron combinar —lo cual es rarísimo— un montaje corto, hecho de planos breves y cerrados, con largos movimientos sinuosos que acompañan a los personajes y los impregnan del decorado. Eso explica también que, en sus películas, donde reina una invención perpetua de gestos, pequeños detalles, reacciones de los personajes, la vida parezca sin embargo descrita en un tono contemplativo, lírico, sereno, que es el de Fejos mirando las cosas.

Los últimos años de su vida, Fejos los dedicó a la antropología. Cuando alguien acudía a él, preguntaba: «¿A qué rama de la antropología se interesa usted?» — «Es al cineasta a quien queremos ver». Cerraba la puerta. A Catherine Wunscher (Films in Review, marzo del 54), le confió: «Por nada del mundo querría volver a hacer una película. Ya no tengo la juventud ni el entusiasmo necesarios». Fejos había rodado películas en Hungría, en Francia, en América, en Austria, en Dinamarca, en Siam, en la India, en China, en Japón. Murió en 1963; no he podido averiguar dónde.

17 de octubre. — Sobre un guion de Philippe Erlanger, Roberto Rossellini ha rodado para la televisión francesa una evocación histórica: La prise de pouvoir par Louis XIV. Como Rossellini sigue gozando de cierta celebridad por algunas películas realizadas tras la guerra, como la película fue aplaudida en el Festival de Venecia y, sobre todo, porque el cine atraviesa actualmente un momento bastante pobre, se ha hecho un gran alboroto en torno a este trabajo. Lo cual no debe impedirnos emitir un juicio matizado, juicio que, por lo demás, la propia obra hace necesario.

La película parte de una toma de partido que tiene su lógica: refutar la imaginería de postal con la que suele representarse el Gran Siglo y el Rey Sol, y sustituirla por una concepción más histórica y más realista de los hechos. Una escena (la segunda), el físico del actor elegido para interpretar a Luis XIV y cinco o seis detalles dispersos a lo largo de la obra apoyan esta intención.

La escena en cuestión, más que una escena es un cuadro: muestra a Mazarino en manos de los médicos. El cardenal agoniza; los médicos, vacilantes, deliberan entre ellos. El único remedio que saben prescribir, ya administrado muchas veces, es la sangría. Uno de los doctores declara con aplomo: «El cuerpo humano contiene 24 litros de sangre. Una sangría adicional no puede sino ser beneficiosa». Mazarino, lívido, se incorpora en su cama, se sienta en un sillón y se somete sin protestar al sempiterno tratamiento. Muere poco después. Tal como se presenta, la escena sorprende, inquieta, incluso espanta; en fin, interesa. En este caso al menos, los autores han alcanzado su objetivo. Uno llega incluso a olvidar que no tiene nada que ver con el tema principal.

Jean-Marie Patte encarna a un Luis XIV pesado, casi bovino, sin gracia, sin grandeza, apagado, desagradable, a veces ridículo. Es en función de esta “personalidad” que algunos detalles de la película cobran su relieve. La ceremonia del despertar del rey y de la reina es todo lo contrario a lo que evoca el “gran siglo”: la reina, sonriendo estúpidamente, da palmaditas con las manos. Un cortesano explica que es su manera de señalar que el rey ha cumplido con su deber conyugal. Más adelante, el rey aparece vestido de gala: uno piensa en el Burgués Gentilhombre. Más tarde aún, el rey toma su comida. Todos guardamos una imagen escolar de esta escena: el rey solo en la gran mesa, los cortesanos de pie, la música, el desfile de platos, etc. Pues bien: el rey come prácticamente como un cerdo; no solo rechaza usar el tenedor, sino que lanza al suelo los alimentos que ya no quiere. Además, el servicio —que requiere un buen número de sirvientes— está mal coordinado: Luis XIV tiene que pedir de beber (“Tengo sed”). También se nota de paso: un pequeño candado cierra los platos en los que se sirven las carnes al rey.

También puede señalarse a favor de la película, aunque estos elementos no aporten fuerza dramática por sí mismos, la belleza y autenticidad del vestuario, la notable calidad (para una película francesa) de la fotografía en exteriores: nitidez, viveza de colores (la fotografía en interiores es más apagada); en fin, un buen uso de decorados reales.

Los defectos de la película, en cambio, son mucho más notables y constantes que sus virtudes. Se deben tanto a la elaboración y construcción del guion como a la puesta en escena propiamente dicha. A saber: ausencia de punto de vista del autor, tan flagrante aunque menos ridícula que en La edad del hierro; debilidad en la continuidad dramática, sin líneas de fuerza; interpretación incierta de los actores, salvo Silvagni (Mazarino); estatismo y convencionalismo en los diálogos, acentuados por un doblaje horrible; colocación académica de los personajes en el encuadre y un trabajo de cámara ultraacadémico. Todos estos defectos delatan la debilidad del planteamiento inicial. Por espíritu de seriedad, por voluntad pedagógica, y tal vez sobre todo por miedo a las convenciones, se ha suprimido, se ha negado todo aquello que hacía interesante la época en su representación tradicional: el fasto, la fantasía, la grandeza, la inmoralidad explícita, el maquiavelismo del juego político. Pero todo eso no se ha reemplazado por nada. En ningún momento se establece una intimidad ni con los personajes ni con los hechos; en ningún momento tampoco, y esto es lo más grave tratándose de este tema, se tiene la impresión de que algo se está gestando, de que un orden sucede a otro orden, de que un espíritu sustituye a otro espíritu. En conjunto, la película no ha alcanzado su objetivo.

Rossellini, desde hace algunos años, no ha tenido una trayectoria precisamente alegre. Alejado de sus fuentes de inspiración (el neorrealismo, Ingrid Bergman), Rossellini deambula de una experiencia a otra. En el cine, se suele llamar experiencias no a aquellas obras que asumen riesgos reales o que dan prueba de una auténtica audacia, sino a ciertos proyectos un tanto estrafalarios, un poco lamentables, que no han llegado a convertirse en películas interesantes. Las obras experimentales se reconocen, por lo general, por dos rasgos: el deseo de originalidad ha matado en el tema toda originalidad y, en el límite, todo interés (uno siempre acaba preguntándose por qué se hicieron esas películas); por otro lado, la llama, el fervor creativo del autor parece haberse agotado en todo lo que rodea a la obra, la preparación, la promoción, las entrevistas, sin que quede nada de ello en la obra propiamente dicha. Hay así una llama, un tono mordaz y apasionado en las declaraciones de Rossellini en torno a su película (cf. «Le cinéma, c’est fini» en Le Figaro littéraire, 6-10-66) que brillan por su ausencia en la película misma. No obstante, La prise de pouvoir par Louis XIV es el único largometraje de Rossellini del que se puede hablar desde 1954 (La paura).

Hay que poner aparte India (1957–58), que no se estrenó en Francia y fue presentada anoche en la Cinémathèque, y que no es exactamente una película de ficción, sino más bien una especie de charla perezosa y anecdótica sobre la India actual, en la que cabe ver, con algo de buena voluntad, el inicio de un género nuevo en el cine. Entretejidas con un comentario y con planos puramente documentales, Rossellini presenta cuatro historias cortas apenas dramatizadas, aunque no desprovistas de interés dramático. Esta estructura revela una auténtica libertad de espíritu. Una libertad de espíritu que se ha liberado por completo del afán de parecer original. La banalidad no le incomoda. A lo largo de India, hay una aceptación de la banalidad que predispone al espectador a acoger con mejor disposición las observaciones del autor sobre la dulzura, la lentitud, la sabiduría india. El autor parece decir: «No tenía nada que hacer. Me di un paseo. Esto es lo que vi, lo que entendí, lo que me contaron, lo que me interesó. No he tratado de ser exhaustivo. No saco ninguna conclusión». La libertad de espíritu es también eso: no esforzarse en nada.

Como la propia India, la película de Rossellini concede un amplio protagonismo a los animales. Un mono es incluso el héroe de la última historia, la más sencilla y la narrada con mayor naturalidad. Cuando comienza, el mono, a hombros de su amo, se dirige a la feria donde acostumbra a ser exhibido. El sol pega con fuerza. El hombre se desploma de pronto, víctima de una insolación. El pequeño mono gira a su alrededor, lo acaricia, lo hace cosquillas, trata de despertarlo. Pronto ve cómo los buitres comienzan a descender en círculos sobre el cuerpo. Solo, se pone en camino hacia el pueblo y, al aire libre, representa su número ante unos pocos espectadores. Por costumbre, recoge el dinero que le lanzan. Ya ha anochecido. No sabe adónde ir. Los monos salvajes, en los árboles, no lo aceptan porque huele a humano. Poco después, el espectador se entera de que lo ha recogido un feriante. Lo vemos, bajo la carpa de un circo de verdad, haciendo un número de trapecio. Comienza otra vida.

El mérito de Rossellini ha sido observar la India desde fuera, sin intentar (ahí habría estado el artificio) fundirse con la mentalidad india. Ha mirado la India con simpatía, pero con una simpatía occidental. Eso se refleja incluso en una historia tan sencilla como la del mono. Para los hindúes, la doctrina de la reencarnación prevé para cada ser vivo, tras la muerte, una sucesión variada de existencias. La doctrina se aplica también a los animales. El occidental, en cambio, es más sensible a la variedad de existencias que cada ser atraviesa en vida, variedad a la que llama “aventura”. Tal vez la historia del mono fue escrita para ilustrar la primera concepción. Pero la emoción que transmite, en la pantalla, se adscribe indiscutiblemente a la segunda. Hacía años que Rossellini no estaba tan cerca del neorrealismo. “El neorrealismo”, decía, “consiste en seguir a un ser, con amor, en todos sus descubrimientos, todas sus impresiones; es un ser muy pequeño, sometido a algo que lo supera y que, de pronto, lo golpeará de forma terrible en el momento justo en que él se encuentra libre en el mundo, sin esperarse nada”. Esta declaración (1955), despojada del sentimentalismo y de las palabras sobrantes, sigue siendo una buena definición del cine, sea o no neorrealista.

18 de noviembre. Al contrario que Ford, King, McCarey o Preminger, Hitchcock es, como Fritz Lang, estimulado por un material pobre, abiertamente esquemático, que ofrezca si es posible (y aquí se aparta de Lang) un desafío a sus facultades creadoras. El desafío puede estar incluido en la estructura temporal del tema (Rope, Dial M for Murder), en su estructura espacial (The Lady Vanishes, Rope, Rear Window, etc.), en su tipo de explicación (el psicoanálisis en Marnie, disciplina científica quizá aceptable, pero un medio inverosímil para abordar personajes novelescos) o en cualquier otro de sus elementos. En la mayoría de sus películas, Hitchcock transmite la imagen de un cineasta de implacable claridad mental, maquiavélico en sus medios, obstinadamente simple en su propósito, que concibe la relación autor-espectador como una lucha, una especie de conspiración, de emboscada en la que el espectador debe caer, pero que confía, para llevar a cabo esa lucha, únicamente en las cualidades objetivas de cada película, apoyándose sistemáticamente en las imperfecciones, artificios y obstáculos específicos del tema.

Torn Curtain no escapa a esta regla. Para su quincuagésima película, Hitchcock aceptó de buen grado la psicología raquítica, apenas humana, de los relatos de espionaje en su concepción actual del género. Esa infra-psicología de los personajes es incluso el origen de la emoción que se desprende de varios momentos del filme, como por ejemplo la escena de (falsa) ruptura entre Paul Newman y Julie Andrews. Paul Newman, científico estadounidense, ha decidido cruzar el Telón de Acero con la intención de continuar, en colaboración con sus colegas soviéticos, el desarrollo de un proyecto que los Estados Unidos se han negado a financiar. Para este viaje, que muy probablemente será definitivo, P. Newman no quiere llevar consigo a su prometida. Ella nota, sin poder explicárselo, el cambio repentino de actitud de su prometido, hasta que acaba comprendiendo. Mientras están sentados en un restaurante, ella le pregunta: «¿Entonces, se acabó?». Él, sin levantar la cabeza, mientras sigue leyendo el menú, murmura: «Sí, se acabó».

Emoción paradójica la de esta escena: nos interesa la ruptura de dos personajes que, tomados por separado, no nos interesan; nos interesa lo que ocurre entre ellos cuando la individualidad de cada uno no nos importa (constante hitchcockiana). Emoción paradójica también porque se basa en un malentendido (otra constante hitchcockiana). No tardaremos en saber que Newman no emprende un viaje sin retorno, que no está traicionando a su país, que solo pretende robar uno o dos secretos a los científicos soviéticos y luego volver tranquilamente a casa a trabajar al servicio de su patria. El mismo equívoco se amplifica un poco más adelante. En un coche, Newman, ya al otro lado del Telón de Acero, viaja con su prometida y su guardaespaldas, un exiliado que ha vivido en América y que evoca, con una ironía antipática, algunos recuerdos de los Estados Unidos. Newman siente (o parece sentir) vergüenza de sus palabras, de estar con él, de hacer lo que está haciendo. Julie Andrews siente vergüenza por él y por ella misma. El espectador también experimenta esa vergüenza. Unos instantes más tarde, ese mismo espectador descubre el verdadero propósito de Newman. Alivio. Pero no por mucho tiempo: P. Newman se ve pronto obligado, en circunstancias tan atroces como rocambolescas, a asesinar a su guardaespaldas. Este último, que desde luego se había ganado nuestra antipatía, ¿merecía también la muerte? Y Newman, que quizá ya no es un traidor a su país, es ahora sin duda un asesino.

La infra-psicología de los relatos de espionaje recientes, es decir, la evaporación de la individualidad de los personajes, sirve de varias maneras a las intenciones de Hitchcock. Contribuye a que la emoción pase directamente de la escena en su conjunto al espectador, sin pasar por los personajes. (En ese sentido, es lo opuesto a la técnica de identificación del espectador con los héroes de la historia). Es el vehículo ideal de todos los malentendidos; facilita su encadenamiento y, en el momento oportuno, su desaparición. Unos héroes tan poco interesantes en su individualidad parecerán, sin resultar inverosímiles, reflejar los sentimientos que les atribuimos; tampoco resultará inverosímil que los abandonen —o que parezcan abandonarlos— cuando el malentendido se disipe. Su falta de espesor permite, además, que el espectador cambie con facilidad su orientación moral respecto a ellos.

En cuanto a esa constante de la emoción basada en el malentendido, impura desde un punto de vista dramático, en ella se refleja una parte esencial del planteamiento hitchcockiano. A lo largo de toda la película, las emociones del espectador se atropellan, se contradicen, se anulan, sin coincidir nunca con la verdad de los hechos. Y es precisamente ahí donde se revela la verdadera naturaleza de Hitchcock: la de un moralista de tradición profundamente anglosajona que desconfía de la sensibilidad y se esfuerza en someterla a examen, en poner en entredicho la validez de nuestras emociones. No pone en duda su sinceridad, ni su espontaneidad: lo que les niega es todo valor como indicio de verdad. Porque, según él, la sensibilidad no se conforma con ser lo que es; va más allá de sus derechos; guía el juicio, e incluso lo sustituye. Fundada en simpatías y antipatías, en estados de ánimo pasajeros, en representaciones conmovedoras pero erróneas del Bien y de la Verdad, la sensibilidad desarrolla su propia lógica, sus propios rodeos, que en buena fe se sustituyen al pensamiento. En ese sentido, es persuasiva, imaginativa —y nociva. En lugar de hacer discursos (o hacer que los personajes los pronuncien) sobre ello, Hitchcock prefiere que sea la dramaturgia la que exprese su postura. Para él, la sensibilidad es uno de los grandes «poderes engañosos» del ser humano. Y, en primer lugar, debe en la película engañar al espectador. Y cuanto más lo engañe, más habrá alcanzado el autor su meta, que es una meta moral.

Muy significativa, a este respecto, es la desventura que sufrió, como se recordará, con el desenlace de Suspicion. Durante toda la película, Hitchcock había acumulado en torno a un personaje ingenioso y frívolo, extremadamente fascinante, diversas pruebas de culpabilidad por asesinato, haciendo que el espectador deseara con todas sus fuerzas su inocencia. Los productores se negaron a que Cary Grant interpretara a un personaje criminal. Con ello, arruinaron la película o, más exactamente, impidieron que completara su recorrido. Era necesario que fuera culpable. Para dejar patente la ruptura entre sensibilidad y verdad. Para oponer, de forma irreconciliable, los deseos, las esperanzas de esa sensibilidad, y las exigencias, por lo demás insoportables, de la justicia y de la verdad.

20 de diciembre. — Adiós al macmahonismo. He visto toda clase de películas este año. No he hablado de ellas. Demasiado negativas. Tan negativas incluso que quitan cualquier gana de criticarlas.

El cine francés gira ahora perfectamente en redondo. La mayoría de los cineastas poseen su método propio para evitar componer un relato, comunicar una experiencia, sacar de sus colaboradores la menor parcela de talento, en resumen: para evitar hacer una película. Fahrenheit 451, por ejemplo, se basa en una idea terriblemente artificial y cuestionable, que ilustra de forma aún más artificial (idea cuestionable porque, si existe algún peligro con respecto a los libros en las civilizaciones futuras, reside seguramente mucho menos en su posible supresión que en su proliferación. Pero dejemos eso de lado). Ese punto de partida tenía, sin embargo, un interés potencial. Podía haber estimulado la imaginación de los autores, que habrían debido sentirse obligados a encontrar al menos un embrión de respuesta a la pregunta: ¿cómo se las arregla esta civilización, que ha destruido la escritura, para prescindir de ella? ¿Qué sistema de instrucción, en particular, ha puesto en marcha? En lugar de eso, vemos en pantalla una mísera escuadra de bomberos que, con desgana y sin convicción, incendia algunos libros mientras, a kilómetros de allí, un grupo de fronterizos se entrega a la absurda tarea de aprenderse de memoria los clásicos de la literatura universal. Los autores nos muestran también los escrúpulos morales de uno de estos bomberos iconoclastas que, al final de la película, se une a los fronterizos. Eso es todo. Cuando uno se acerca a una escuela, el espectáculo de la clase se sustituye por el murmullo en off de los niños que recitan, en lugar de un texto, una tabla de multiplicar. Es el tipo de recurso que, en toda circunstancia, reemplaza en la película un examen honesto del tema. Una incapacidad semejante para desarrollar un tema que uno mismo ha elegido, para imaginar sus consecuencias más elementales, para inscribirlo en una atmósfera interesante, inventiva, creíble, tiene algo de miserable y desolador. Esa impotencia característica de cada plano de una película como Fahrenheit, el espectador estaría casi tentado, de tan general y constante que es, de atribuírsela al cine mismo. En ese sentido, la película es nociva, debe evitarse. Da demasiados argumentos a quienes siguen pensando en el cine como un subproducto, en particular como un subproducto literario. Se ve bien la intención, poco estimable, que ha presidido la realización de la película: había que “meterse en el bolsillo” al espectador antes incluso de que viera una sola imagen del filme; había que intrigarle y al mismo tiempo tranquilizarle (defensa de las civilizaciones mortales, defensa de los libros en peligro: ¡qué bella cruzada!) con una idea-impacto que, en realidad, es ultraconvencional, cuya expresión, si se puede hablar de expresión, debía ser en pantalla lo menos inquietante y lo más académica posible. En ese plano —el del control cultural y publicitario sobre esa categoría de espectadores aparentemente seria y culta, en el fondo completamente inconsciente, que siempre preferirá captar el “mensaje” de una película antes de haberla visto—, puede hablarse de un cierto éxito. Poco glorioso, es verdad, pues sin ningún riesgo.

Un homme et une femme, otra película de la que se ha hablado este año, se limita, por su parte, a ser el catálogo de todos los “viejos trucos” redescubiertos en el cine desde hace seis o siete años. Su ideal, que logra alcanzar, es sistematizar todo lo que no se debe hacer en el cine: espectacular ausencia de unidad fotográfica, llevada aquí hasta el delirio (con el uso de película en blanco y negro, teñida, en color), irrealismo del sonido, inclusión en cada secuencia de planos ajenos a la misma, rechazo de cualquier tipo de enlace entre secuencias, lo cual devuelve al filme el aspecto primitivo de una sucesión de rushes. Estos defectos aún serían aceptables si no se añadiera a cada plano una aplicación, un deseo de hacerlo bien, una seriedad imperturbable francamente penosa y antipática. En cuanto a la intriga —banalidad, sentimentalismo prudente— entierra la película. Su fórmula, que descansa en un modernismo superficial y un conformismo profundo, se va a reutilizar, evidentemente. Es el lado desagradable de los éxitos inmerecidos: no se acaban nunca.

¿Hace falta mencionar también Le deuxième souffle, odiosa película de prestigio que pretende continuar el cine de serie B americano cuando carece de sus dos cualidades fundamentales: la concisión y la claridad? ¿O La ligne de démarcation, quizás la película más académica de toda la historia del cine francés?

Más lamentable aún es el fracaso de una fracción del cine francés que se podría haber llamado “de tercera vía”, por su intención de situarse entre las corrientes opuestas del cine intelectual y del cine puramente comercial. Nacidas de una oposición dudosa, viciada en su principio, alimentadas de compromisos, las películas de esta tendencia estrenadas este año —L'homme de Marrakech, Avec la peau des autres, Objectif 500 millions, La vie de château, etc.— han sido fracasos tanto desde el punto de vista del entretenimiento como del de la seriedad. No han hecho más que subrayar el carácter arbitrario, anticinematográfico y, sobre todo, muy anticuado, de esa oposición. Las películas divertidas son películas serias; las películas serias son siempre divertidas: da vergüenza tener que insistir. El problema de estas películas no es que sean malas o fallidas. Es mucho peor: están vacías, muertas. Con ellas desaparecen uno a uno los esperanzas que se podían tener en las distintas personalidades de sus autores, cuyos primeros filmes se habían hecho notar, en general, por cierto entusiasmo, un tono algo original. Los nombres de Deray, Sautet, Deville, etc., se suman así a los de Truffaut, Chabrol, Melville, Lelouch, Resnais, Astruc, Malle, etc., para constituir un cine cómodo, satisfecho, apagado, sin riesgo, casi sin relación alguna con la realidad: el modelo perfecto de un cine pequeño-burgués que nunca, en ningún momento de su historia, el cine francés había rozado tan de cerca. Se llega a considerar a Duvivier, Delannoy e incluso a Gilles Grangier, si no como genios, al menos como artesanos concienzudos y capaces, de los que una vez cada siete u ocho intentos pueden hacer surgir de un material sólido y que les ha interesado algunos destellos, algunos momentos hermosos, e incluso, en ocasiones, una película entrañable de principio a fin (Voici le temps des assassin, L’affaire Saint-Fiacre, Les amitiés particulières, Maigret voit rouge).

Este año se ha estrenado en el circuito comercial normal un nutrido contingente de películas de vanguardia. Década tras década, estas películas siguen siendo iguales a sí mismas. En el 66, ha habido un poco más de lo habitual, y han conocido un éxito algo mayor de lo habitual. Especulaciones interminables sobre las fronteras entre el sueño y la realidad, personajes neuróticos, solipsistas, degenerados de todo tipo que ofrecen un terreno propicio a secuencias de provocación pueril: quienes aprecian este tipo de cine (el más reaccionario que existe) y sus personajes recurrentes habrán quedado este año plenamente satisfechos con El hombre del cráneo rasurado, Repulsión, Las manos en los bolsillos, etc. Al igual que estas películas no cambian, tampoco es posible cambiar de opinión sobre ellas. Interés técnico, dramático, plástico, histórico, social: cero. Originalidad: cero.

Muchas películas de jóvenes también, y de países cinematográficamente jóvenes, a menudo fuertemente influenciados por Francia. Su aportación, en la mayoría de los casos, se reduce a una gran complacencia a la hora de mostrar personajes “desorientados”, acompañada de una total falta de madurez (técnica y moral) para analizarlos. Lo negativo, aquí, grita y no deja lugar más que a un juicio de orden sociológico, tanto más limitado cuanto que no puede ejercerse sobre el resultado filmado, que es informe, sino únicamente sobre quienes filman.

Entre los jóvenes, y no tan jóvenes, cineastas americanos, muchos de ellos procedentes de la televisión, aún no se dibuja ninguna línea de fuerza, salvo un eclecticismo de mal gusto. En ninguno de ellos puede detectarse, por ahora, una originalidad particular. Cierto es que Jewison parece mejor que George Roy Hill, Franklin Schaffner mejor que Ralph Nelson, Lumet (últimamente) un poco más dotado que Mulligan, Arthur Penn un poco menos derrochador que Peckinpah. Pero con frecuencia, de una película a otra, de un tema a otro, el juicio cambia y la actitud más realista por el momento parece ser la de mantenerse a la expectativa.

No hay que engañarse: lo que estamos atravesando en este momento son los años oscuros del cine. La mayoría de los cineastas de la primera generación (DeMille, Dwan, Guitry, King, Lang, McCarey, Walsh) han desaparecido o se han retirado. En la generación siguiente, los directores más talentosos aceptan y sufren diversos tipos de contratiempos que los llevan a una cuasi decadencia. Razones económicas, para algunos (Tourneur, Ulmer): acostumbrados a las pequeñas producciones, pequeñas pero dignas, donde la pobreza no era un defecto, y al tender éstas a desaparecer, ya sólo les quedan tres soluciones igualmente lamentables: dejar de rodar, aceptar presupuestos tan minúsculos, tan ridículos que acaban siendo paralizantes, o trabajar en televisión, donde la experiencia ha demostrado que ni la iniciativa ni el talento logran imponerse casi nunca. Otros, aparentemente más afortunados (Losey, Donen), siguen rodando, pero a la deriva y a contracorriente. Losey ha pasado con armas y bagajes al bando del peor cine intelectual europeo. Sus últimas películas (King and Country, Modesty Blaise) son pobres, mecánicas, sin fuerza y sin humor. El éxito en el exilio ha sido su prisión dorada. La evolución de Donen no es mucho más envidiable. En apariencia, no ha cambiado de género ni de ambiciones. Sin embargo, tras haber cultivado los elementos más espontáneos, más inventivos, más inimitables de su talento, todo indica que hoy sólo cultiva los más artificiales. Arabesque es una película hecha casi íntegramente de “efectos especiales”, utilizados, desde luego, con gran destreza, pero que no por ello dejan de constituir una de sus películas más inútiles. Cuando uno piensa en la capacidad de invención de Donen para dar vida a todo un mundo de pequeñas siluetas pintorescas y caricaturescas, que se transformaban pronto en personajes humanos, vivos, divertidos, a veces patéticos y atrevidos (hay que ver y volver a ver Kiss them for me); cuando se piensa en su habilidad para hacer durar, y luego estallar, una escena (cf. el monólogo de José Ferrer en Deep in My Heart), el fragmentarismo dramático de Arabesque, su fragmentación abusiva del montaje, la mecanización exagerada de la dirección de actores y todo su delirio óptico no pueden inspirar, por comparación, más que una mezcla de lástima y pesar.

Al observar esta evolución, uno se da cuenta de que los dos géneros (y tal vez no se trate sólo de géneros, sino de verdaderos estados de ánimo) que más escasean en el cine actual son: por un lado, la comedia alegre (Un día en Nueva York, Deep in My Heart), con sus temas tradicionales —los placeres de la humildad, la aceptación de uno mismo, el respeto por lo pintoresco del otro—; y por otro, la comedia negra, satírica, no dogmática, con ese tipo de «bromas al borde del abismo», ese humor que no es simplemente el gusto por lo ridículo en los demás, sino una especie de risa sarcástica y desesperada —sentimental, en el fondo— ante el mal uso que hacemos de nuestra condición. Hay un poquito de eso en ciertas películas de episodios italianas, que tienen una insolencia de tono perceptible también en su estructura (episodios de duraciones muy variadas, cf. I mostri; personajes con papel principal en unos episodios, episódico en otros, cf. Señoras y señores), y que muchos países podrían envidiarles. Desgraciadamente, el espíritu de estas películas tiende a derivar hacia un inmoralismo sistemático y convencional que las priva de parte de su fuerza. También hay algo de ese tono —de comedia negra— en las películas de Jean-Pierre Mocky, cuya obstinación y progresos comienzan a hacerse notar. Mocky ha hecho siete películas. Tiene 37 años. Es lo que se suele llamar un «joven cineasta». A propósito, he aquí una lista de jóvenes cineastas que ya han enriquecido el cine con su talento, y no solo con promesas: además de Mocky, Léonard Keigel (Léviathan, La dame de pique, ambas admirables), Festa Campanile (del que ya he hablado), Jack Garfein (Something Wild), si rodara algo más, y Bertrand Blier (Hitler, connais pas).

La paradoja del periodo actual, desde el punto de vista de la distribución y la exhibición (y por tanto también de la crítica), es que siendo una época pobre, se muestra sin embargo extremadamente favorable tanto al reconocimiento y la revalorización de obras clásicas como a la circulación de todo tipo de subproductos asociados a tendencias barrocas y sin madurez. En una programación tan variada y tan confusa (2), el papel de la crítica debería ser considerable. Sin embargo, no lo es. Ello se debe, creo, a: 1) la dificultad inherente al oficio del crítico para admitir que existen periodos pobres, y que justo le haya tocado expresarse en uno de ellos; 2) la constatación, imposible de ignorar, de cuántas veces, en un pasado reciente, se ha equivocado, ha dejado pasar oportunidades. Estos dos elementos llevan poco a poco al crítico a elogiar sistemática y ciegamente todo lo que se presenta: actitud nada crítica por excelencia.

Sin embargo, en menos de diez años, las obras del 80 % de los cineastas valiosos habrán sido situadas en su justo lugar: Lang, Walsh, Preminger, Ford, Fuller, etc. En cuanto a Guitry, Dwan, King, el ciclo está lejos de haber terminado, pero ya ha comenzado. Habrá corrido, como suele decirse, bastante agua bajo los puentes desde aquella época en que defender, por ejemplo, While the City Sleeps pasaba por ser una excentricidad paradójica, y en la que André Bazin se devanaba los sesos, y acababa consiguiéndolo, para encontrar en esa película, en un segundo visionado, cierto interés sociológico. Durante todo ese periodo, el papel de la crítica oficial habrá sido prácticamente nulo: siempre a la zaga, siempre estupefacta, siempre sin comprender, aunque, con el tiempo y de forma inconsciente, acabara teniendo en cuenta aquello que no comprendía. Como mucho, habrá sido el barómetro de las influencias que triunfaban sin ella. Más revigorizante, y más imprevisible, fue el papel de ciertos movimientos, y en particular de uno cuyo ciclo hoy está claramente cerrado. Empieza a parecer sorprendente que hubiera gente que se reuniera y se opusiera a los demás proclamando simplemente el valor de estos cuatro nombres: Lang, Losey, Walsh, Preminger (y el de otros cineastas afines a ellos). Lo que antes era originalidad, paradoja excesiva o incluso una forma lamentable de llamar la atención, se ha convertido hoy en algo evidente, en una simple manifestación de sentido común. Y eso es una buena noticia. En estas cuestiones, el destino de un movimiento que tiene éxito es disolverse, diluirse en la aceptación general. Sólo lo falso se recuerda y envejece.

Visto con cierta perspectiva, ese movimiento, que no fue probablemente más que un acto de lucidez elemental ejercido en un periodo fértil, aparece estrechamente ligado a esa época rica (1944-1959). Hoy, el papel de la crítica, hablo en teoría, si se cumpliera, sería muy distinto. Menos selectivo. Menos espectacular. Más ingrato. Más laborioso. ¿Sus características? No puedo más que mencionarlas brevemente: examinar los géneros marginales, en particular el género «fantástico» en su sentido más amplio («mitos y leyendas»), el único género narrativo con verdadera vigencia en la actualidad, y que por ello canaliza el interés de una parte del público que se ve empujado a apartarse de los otros grandes géneros (musical, policiaco, western), todos en decadencia hoy; vislumbrar así, en un momento en que parece descomponerse, la estructura compacta del cine americano, cuya coherencia se refleja también en sus márgenes; valorar, en diversas empresas documentales o para-documentales, aquello que en ellas corresponde a la esencia del cine tal como Michel Mourlet la definió: «a la vez documental y cuento de hadas», en los mismos términos en que Fritz Lang vislumbraba la naturaleza de sus próximos filmes: sin preocupación estética, brutales y realistas, al estilo de los noticiarios; en suma, seguir buscando, entre tantas decepciones y veladas apagadas, las líneas de fuerza y la joya rara; no saber nada; no prever nada.

Jacques Lourcelles

En “Présence du cinéma” n.º 24-15 (Otoño de 1967)


(1) Cf. Borges: “Pascal”, en Enquêtes.

(2) Un signo menor de los tiempos, pero característico: solo en el año 66, y limitándonos a la región parisina, los exhibidores han programado, además de los estrenos y los reestrenos (cada vez más frecuentes), los siguientes festivales: Jerry Lewis, Louis Malle, Richard Lester, Tom y Jerry, de westerns, Jean-Luc Godard, de cine japonés, Luis Buñuel, de cine soviético, de terror, James Bond, de cine libre, Elvis Presley, Jean Renoir, Raoul Walsh, de cine sexy y de terror, Laurel y Hardy, John Ford, de cine de terror y policiaco, Humphrey Bogart, de misterio y aventuras, de héroes legendarios, de películas prohibidas a menores de dieciséis años, Brigitte Bardot, de humor, del mar en el cine, de animación (Annecy 66), Peter Sellers, José Bénazéraf, Walt Disney, Émile Zola, Woody Woodpecker, Jean Gabin, Ingmar Bergman, James Dean, de cine musical, de los Beatles on the rocks, etc., etc.

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