miércoles, 2 de julio de 2025

Devil’s Doorway (Anthony Mann, 1950) & Men in War (Anthony Mann, 1956)

Tras la semidecepción de «El Cid», que si bien no anula ninguna de las grandes cualidades de Anthony Mann, revela claramente cuáles son sus limitaciones fuera de un registro bien delimitado; los azares de la distribución han querido ofrecernos otros dos films suyos inéditos hasta ahora: «La puerta del diablo», de doce años de edad, y «La colina de los diablos de acero» (extraña e inadmisible traducción de un título original de sencillez admirable: «Hombres en guerra»), de seis. Iniciativa digna de elogio por cuanto se trata de dos obras de calidad que nos convenía conocer para apreciar como se merece al autor de «Tierras lejanas» y «Cazador de forajidos». En ambos se hallan las virtudes características que han hecho la fuerza del estilo de Mann (y que se ponían de manifiesto en los mejores momentos de «El Cid»): serenidad, lógica, y una extraordinaria nobleza de espíritu. Es el triunfo de un cine directo, honesto, que va más allá de las cualidades o defectos del guión que les inspiró, que se basa en la observación atenta y paciente del comportamiento y el esfuerzo humanos. Son algunos de los más bellos «westerns» —y de los más bellos films— de la historia del cine: «Colorado Jim», «El hombre de Laramie», «Hombre del Oeste», «Cimarrón»…

«La puerta del diablo» es el primero de los «westerns» significativos de Anthony Mann, que abrió la serie admirable que continuaron «Las furias» y «Winchester 73», después del curioso y logrado experimento expresionista que fue «El reinado del terror». Es uno de aquellos films que tomaron abiertamente la defensa del indio, siguiendo la senda del digno pero excesivamente alabado «Flecha rota». A través del personaje de Lance Poole, indio Shoshone recompensado con la medalla del Congreso por méritos de guerra, pero que sucumbe con los suyos para defender ante ese mismo Gobierno que le ha condecorado su derecho a la ciudadanía americana y a la libre posesión de las tierras de sus mayores, se trata de plantear el proceso y la condena del racismo. Por desgracia, Mann ha debido desarrollar este tema sujetándose a un guión de lo más convencional, reiterativo y que tarda años en entrar en materia, cosa que resta al film una parte de su fuerza potencial. Ahora bien, su tono permanece convincente por cuanto Mann huye de la tentación romántica en la que cayó Daves para ofrecer la crónica dura y sin concesión de la historia de una injusticia. Los recursos externos de su puesta en escena resultan un tanto visibles y anticuados: ennoblecimiento de Lance a base de planos de perfil, contraluces, etc. Pero la sinceridad moral del realizador hace que tal defecto carezca de importancia, por cuanto tras los recursos se abre paso la humanidad del personaje. «La puerta del diablo» mantiene un tono de dignidad constante para terminar con varias bellas secuencias: la dispersión de las ovejas, el ataque contra los indios, la rendición y la muerte de Lance. La injusticia del dilema «esclavitud o muerte» es revelada por Mann con un gran sentido de la sencillez. Lance reflexiona sobre la actitud que debe tomar; por fin se decide: la cámara le sigue en un largo «travelling» a través de la habitación hasta salir a campo abierto, donde la refriega alcanza su apogeo y empieza a disparar, todo en sola toma, respetando la realidad ontológica, espacial y temporal de este momento. Pocas veces una puesta en escena objetiva tradujo mejor una idea subjetiva. Igualmente representativo de la admirable sobriedad de medios del film es el «travelling» final que muestra a Lance herido de muerte, vistiendo su guerrera donde luce la medalla tan justamente ganada, hasta caer tras el saludo militar: ante tal imagen todos los mejores discursos antirracistas quedan reducidos a la nada. Es una bofetada definitiva que deja al espectador clavado en su butaca.


El planteamiento de «Hombres en guerra» obedece mucho menos a las convenciones. Por lo demás, el propio Mann se ha explicado con claridad sobre sus intenciones: «Es un film sobre los detalles de la guerra; en él no aparecen ni grandes batallas, ni generales pasando revista a las tropas o explicando su estrategia. Se habla del infante, el simple soldado que debe atravesar el cauce de un río, o aquel cuyo fusil se encasquilla en el momento que más lo precisa para salvar su piel, o el que se quita el casco y una bala le alcanza en la cabeza, o el que tiene arena en las botas, o le duelen los pies, la espalda, le zumban los oídos, o el que está sucio y se rasca. No son más que detalles, pero son los que hacen la grandeza del infante, sea de la época napoleónica, de la primera o la segunda guerra mundial, de Corea o de cualquier otra parte.» («Cahiers du Cinéma», núm. 69.) Cabría reprochar a Mann el que esta sencillez que pretende sea contradecida en algunos momentos por una puesta en escena demasiado calculada, algún encuadre demasiado compuesto, algún movimiento de cámara demasiado evidente, alguna elipsis demasiado cerebral... que hacen añorar un poco la transparencia inspirada de «Tierras lejanas» o la libertad de invención de «Hombre del Oeste».

Este, sin embargo, no es más que un reparo extremo dictado por la mayor exigencia que se aplica únicamente a los films fuera de serie. Porque la puesta en escena de «Hombres en guerra» hace justicia al propósito del film. Mann ha eludido los discursos sobre los desastres de la guerra que habitualmente nos colocan los films bélicos para mostrar directa y simplemente al hombre en combate. Su gran acierto ha sido el de eliminar casi todas las referencias a la vida civil de los soldados que aparecen en el film; adoptando un esquematismo deliberado similar al de los personajes del «western» (el antagonismo de los protagonistas, por ejemplo) para mostrar su naturaleza a través de sus acciones. Poco a poco, gracias a sus gestos, a su comportamiento, a su manera de entrar en combate, se acaba por conocerlos íntimamente. La serenidad del teniente Benson, la violencia del sargento Montana, la inmovilidad fascinante del coronel, la amistad entre el soldado aprensivo y el sargento negro, etc. Se hacen accesibles al espectador con una claridad y un vigor admirables. De la misma forma que la contemplación objetiva de la realidad más cotidiana de una operación militar sin importancia —el paso del sendero batido por la artillería enemiga, la conquista de la cota 465— hacen patente mejor que cualquier discurso la verdadera efigie de la guerra.

Con seis años de diferencia, dos finales, vayamos a lo sublime —el indio que camina hacia la muerte de «La puerta del diablo», la mano del oficial que estruja con rabia la libreta que contiene los nombres de sus soldados muertos en combate—, muestran un mismo carácter: una gran nobleza y un profundo sentido. Espero y deseo que Anthony Mann permanezca fiel a ellos todos los años que le quedan de carrera cinematográfica.


José Luis Guarner

En “Film Ideal” n.º 100 (15 de julio de 1962)

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