lunes, 21 de julio de 2025

Pierrot le fou (Jean-Luc Godard, 1965)

El Cine —como fenómeno de observación que es— se justifica en la medida en que ofrece al espectador una utilidad. Y la utilidad del cine de Godard reside en su capacidad de desembarazarse, en cuantía considerable, del tributo inerme de los mecanismos saturados, que ha de ceder quien, por su necesidad o interés, procura, de un modo u otro, aproximarse a lo que —por su significación— es más allegado a la vida.

Si «la voluntad de sistema supone una falta de rectitud» (1), se nos garantiza, con el carácter único de cada uno de los films de Godard, que su autor es adversario de aceptar un supuesto de antemano. La única relación de la obra de Godard con su pasado radica en la representación en la misma de ese pasado, en forma de referencias identificables: citas literarias, reproducción geográfica, representatividad de los intérpretes como sujetos de su momento, asociación de ideas o imágenes respecto a un patrimonio cultural compartido por autor y observadores.

En la medida en que el cine de Godard incluye elementos del medio cultural del que procede, supone, pues, menos una alianza con búsquedas pretéritas, y por lo tanto insatisfactorias, que una vocación de admitir el origen y, por este procedimiento, hacerse asible a observadores de formación paralela.

Todo ello capacita a Godard en su condición de investigador de una época, reprobada por él sin atenuantes, y desenmascarada en su decadencia, y de un hombre contemporáneo, «soñador definitivo, cada día más descontento de su suerte» (2), pero poseedor, cuando «sufre el asedio del vacío» (3) de un apodíctico elemento motriz, avanzador en la acción meditativa y en la acción vital.

Es porque «todo cuestionar sigue envuelto siempre en algún sobreentendido incuestionable» (4), por lo que el personaje godardiano, heredero del secular impulso del hombre de procurarse sus necesidades, en el sentido más noble, está al límite de sus fuerzas, y sufre el impacto de sentir en todo su peso la servidumbre a su íntima naturaleza filosófica, siendo la filosofía «lo que no conocemos» (5).


«Pierrot le fou», oprimido por su coexistencia con un «ayer» decepcionante, concibe la necesidad de practicar el «tránsito» a un «presente» no experimentado, pero su proyección de «espectador» a «actor» ha sido inmadura, vulnerable por la adquirida inadecuación para habitar ágilmente, los nuevos parajes, cuya hostilidad, —o semejanza con antiguos parajes— deviene de la secreta y mantenida «condición de espectador por parte del actor», víctima de la inercia.

Lo más positivo, trascendente (la mejor enseñanza) del cine de Godard, es que «sólo hay algo tan fuerte, tan indiscutible, tan irreversible como el fracaso, y esto es la necesidad (aún cuando el origen, el fundamento del fracaso sea irresoluble), la absoluta necesidad de supervivencia».

Y la supervivencia en Godard consiste en la interrupción de la búsqueda (cuando el camino recorrido se aparece envejecido) y su traslación a un camino de posibilidades enteramente desconocidas. La supervivencia es la agilidad, la profesionalidad del detective capaz para abandonar enigmas irresolutos, y abordar, con lo que tiene de vivificadora la pasión, nuevos casos, enunciados por la actualidad, en la que detective y clientes se hallan inmersos. Correr atesorando los datos investigables para ofrecerlos a la clientela, y huir de la misma y de sus imposiciones, a la búsqueda de nuevos clientes y nuevas misiones, pues no hay nada más triste que ser un detective parado: «Misiones trascendentes en su entidad (por intrascendentes que sean en apariencia), pues cuando la ambición es necesidad, su objeto será la autenticidad exhaustiva».

Godard tiene siempre un caso nuevo al que le ha proyectado el caso anterior. Este caso nuevo desembocará en otro nuevo. Godard huye siempre de su clientela, y su clientela siempre le perseguirá; tentada por el rigor, y deslumbrada por la (aparente) incoherencia del detective.

Al menos sus personajes —Michel Poiccard, Nana Camille, los carabineros, Ferdinand— desaparecen, se consumen en su camino y, por lo tanto, son aprehendidos por la clientela, que los hace suyos. Pero estas piezas sacrificadas se independizan de su perdurabilidad, y remiten a las siguientes, en la medida en que el auténtico cliente de detective es el mismo detective, y el auténtico objetivo de la misión presente, la conclusión del objetivo de la misión precedente, y la capacidad de generación de la obra abordada, depende de la consunción de la obra abandonada, que significa su identificación en la posterior.

Godard huye de la clientela porque está en activo, porque es extraordinario, porque tiene constantemente la idea «presente de que todo ha cambiado», que nada de hoy subsistirá, que nada de ayer volverá jamás. Godard está inmerso en la aventura contemporánea, y cada film nace, muere y engendra. Godard persigue lo más allegado a la vida.

¡Sigan a ese hombre! ¡Persigan a Godard!

Manolo Marinero

(1) Nietzsche.
(2) Breton.
(3) Jaspers.
(4) Jaspers.
(5) B. Russell.

En Film Ideal nº 205-206-207 (1967-1969)

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