lunes, 5 de agosto de 2024

Allan Dwan (Extractos)

Arte, industria, espectáculo, un poco de lo uno, un poco de lo otro, un poco de esto y un poco de aquello, esto y aquello mezclados correctamente en algunos, vulgarmente en la mayoría, de forma genial en unos pocos (aquellos a los que hemos decidido llamar los verdaderos clásicos del cine). Se ha dicho casi todo sobre este reparto, que en sí mismo no es interesante y que podría resumirse así: el cine es, hasta cierto punto, un arte más azaroso que los demás. El desarrollo de las carreras y la evolución de los estilos es menos regular, y por tanto menos cómodo para quien lo observa, que en cualquier otro lugar. Esta naturaleza azarosa del cine, que todo el mundo admite, tiene -debería tener- en cuanto a la mentalidad del espectador, algunas consecuencias inmediatas y que son más interesantes. En primer lugar, hacer huir lejos y deprisa a quienes, por una u otra razón, detestan todo lo arriesgado. En segundo lugar, advertir a los que quedan que la vigilancia, el escepticismo y la capacidad de asombrarse y decepcionarse constantemente no son cualidades accesorias o deseables del espectador de cine, sino que son, sencillamente, parte integrante del hecho de ver películas. Por último, pero no por ello menos importante, este carácter azaroso debería volver ecléctico al espectador. ¿Qué es el eclecticismo?

Se habla mucho de ello, la gente dice que hay que serlo (ecléctico), pero ¿qué es eso? El eclecticismo, una actitud agradable y bienvenida en todas las demás artes, es, en el cine, estrictamente indispensable.

Buscar la obra maestra donde no se espera, o donde apenas se espera, y a veces también donde se espera, ésa es la función del verdadero eclecticismo. Parecer sectario y parecer irrespetuoso, tal es la apariencia del verdadero eclecticismo. Sectario porque, como dice Jules Renard: "Sí, soy sectario, lo sé, porque no respeto lo que considero estúpido". Irrespetuoso, más o menos por las mismas razones, y porque "se dice que no respeta nada quien sólo respeta lo que merece ser respetado" (Montherlant, "Carnets", 1930). Ser ecléctico, si hacen falta ejemplos, es que te guste Lang y Guitry, Walsh y McCarey, Losey y Tourneur (¿y cómo, en efecto, ser más ecléctico?) y reconocer al mismo tiempo que Lang, durante veintidós años, no fue casi nada salvo cinco películas, que un Walsh de cada cuatro a lo largo de su carrera es una película más o menos indiferente, que King and Country, aunque sea del autor de The Lawless (otros tiempos, otros hábitos), es una película incalificable.

Ahora debemos hacer una distinción. El verdadero ecléctico, como acabamos de decir, busca la obra maestra en todas partes. El falso ecléctico, en cambio, la encuentra en todas partes. Si el cine se convierte, como en la actualidad, en amateurismo generalizado, arte pop, collages y otros tipos de graffiti, el falso ecléctico declara sentenciosamente: "Ya sabemos lo que es el cine, gracias a Dios, es amateurismo, arte pop, etc.". Aplica mecánicamente, como un robot, el adagio tantas veces repetido por Benda, a saber, que cuando una época o una generación carece de grandes hombres, lo mejor que puede hacer es inventar algunos; y eso es generalmente lo que hace. Y ¡qué invención tan prodigiosa de genios y grandes hombres ha habido en los últimos años, sobre todo en Francia e Italia! Además de esta capacidad desbordante de invención, el falso ecléctico evoca y continúa el eclecticismo del subastador otrora fustigado por Wilde ("sólo un subastador tiene derecho a admirar todas las escuelas de arte"). Este eclecticismo corresponde tanto a una renuncia de juicio como a una forma de miedo y autoprotección. Conoces bien al falso ecléctico: siempre tiene en la boca la opinión de que todas las opiniones son respetables (¿y qué hay menos respetable que una opinión cuando es falsa?), esperando que su propia opinión, sea cual sea, por infundada que sea, también sea respetada [...].

En cuanto a la necesidad del eclecticismo, la obra de Dwan ofrece un ejemplo sorprendente y excepcional, y muy "cinematográfico" también en su excepción. Ofrece a quienes persisten en buscar la obra maestra en las brumas de conceptos tales como la ambición aparente, la continuidad de la obra o la secuencia lógica de los periodos, un desmentido categórico. Lo que importa con Dwan no es el primer aliento, ni el segundo, ni el tercero, ni el cuarto, ni siquiera su sucesión, sino el último, sólo el último, y en este último no hay nada sin aliento, nada nostálgico, nada, en realidad, de despedida, sino al contrario serenidad, una especie de dicha incluso, y sobre todo, en cada historia, en cada guión y justo antes de que Hollywood pareciera desaparecer, la idea misma de Hollywood redescubierta y preservada: grácil, fuerte, razonable, aventurera - a veces encantadora.

Según algunos rumores, Dwan habría colaborado en 1.600 películas. Él mismo cree que trabajó en 600. La lista más larga que conocemos es de 420. Hemos visto 35 de ellas y 11 son obras maestras, todas realizadas entre 1948 y 1958. Se trata de cifras asombrosas, que quizá habría que examinar más detenidamente. De entrada, las cifras más elevadas pueden explicarse teniendo en cuenta: 1° el número de colaboraciones (supervisiones, producciones, guiones); 2° la corta duración de las películas en cuestión. A continuación, las variaciones entre estas mismas cifras se limitan a los años 1911-1917. Dadas las fuentes de información disponibles, no nos es posible comprobarlas en la actualidad. No obstante, es evidente que una lista de 110 películas para el periodo 1918-1958, tal y como puede establecerse hoy en día, probablemente contenga menos de un 5% de omisiones.

Lo que sigue sorprendiendo, sin embargo, es el número extremadamente reducido de obras maestras (en comparación con el número de películas realizadas) y su agrupación en el último periodo de la obra, dos puntos indiscutibles. De hecho, según las incursiones y sondeos que se pueden hacer sobre el conjunto de la obra, parece del todo improbable que, para esta obra supuestamente conocida en su totalidad, el número de doce obras maestras aumente y vaya a sobrepasar la veintena. Digo "sondeo" y no es ello algo voluntario: nos gustaría verlas todas, pero ya se sabe cómo es esto, y muy a menudo nos vemos reducidos a este tipo de sondeos. Sin embargo, hay que señalar: 1º que estas obras maestras se limitan a un solo periodo y que este periodo, por ser el más reciente, es también el más accesible; 2º que lo que sabemos de los otros periodos nos los aclara bastante - nos hace ver, en todo caso, su completa diferencia de naturaleza con respecto al último.

Al final, pues, quedan esta evidencia y esta paradoja: después de doscientas (o mil doscientas, da igual) películas artesanales más o menos agradables, más o menos ajadas, más o menos extraídas de sus temas y de sus intérpretes que, la mayoría de las veces, no debían de ser gratas de dirigir, en menos de diez años Dwan realizó una pequeña serie de películas (la mayoría de ellas con el mismo equipo), películas que ciertamente no deberían clasificarse en la historia del cine, pero sobre las que hay que decir, para ser justos, que nada en esa historia puede superarlas. Puede haber películas tan bellas como las de Dwan; no creo que las haya más bellas. Y ninguna película, sin duda, es superior a Angel in exile, Silver Lode, Passion, Cattle queen of Montana, Escape to Burma, Pearl of the South Pacific, Tennessee's partner, Slightly scarlet, The river's edge, The restless breed, Most dangerous man alive.

Antes de estas películas, y durante casi cuarenta años, Dwan hizo de todo. Se ha dicho de muchos directores americanos, y no es cierto. En su caso, sí. Y nunca se dejó atrapar, como tantos otros, en una "manera" artificial o en un tipo de tema repetido estérilmente durante años. Quizá, entre otras cosas, esto le permitió envejecer bien.

Hizo de todo. Westerns, comedias, melodramas con Marguerite Clark, con Mary Pickford. Trabajó a las órdenes de Griffith y junto a él. Periodos de aprendizaje desconocidos, mal conocidos, y de los que las películas con Douglas Fairbanks (The Habit of Happiness, Manhattan Madness y, mucho más tarde, Robin Hood) nos parecen hoy las más alegres, las más cuidadas - y las menos aburridas. Firmó melodramas mundanos con Gloria Swanson, comedias disparatadas y comedias sofisticadas. El sonoro añadió más, si cabe, a esta variedad: sub-"americana" (Man to Man), fotonovela deportiva y bélica (Chances), parodias de películas de espías (I Spy) y de terror (The Gorilla), dramas familiares (Black Sheep, Navy Wife). Al mismo tiempo, también dirigió a Shirley Temple, o más bien la dejó hacer, como también dejó hacer a los Ritz Brothers sus tres voluntades, cuyos absurdos triviales y bonachones sin duda usted disfrutará (sobre todo en The Three Musketeers), siempre que ponga un poco de su parte. Dirigirá precisamente, y varias veces, al ventrílocuo Bergen y su marioneta, y los dirigirá incluso hasta el Far West (Here we go again). También encontró tiempo para descubrir y lanzar (en Her first affair) a Ida Lupino, que fue obviamente su mejor hallazgo. Al mismo tiempo, consiguió -a duras penas- interesarnos (en Suez) por un género costoso y magnífico, el fresco histórico, en el que iba a triunfar Henry King. En cambio, no consiguió, nada en este caso, interesarnos (en Friendly Enemies) por el terrible dilema de dos ancianos de origen alemán instalados en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Año tras año, siguió haciendo todo tipo de películas, de aventuras (aunque, curiosamente, en menor parte), incluso vodeviles, todo hasta el día en que se unió a la Republic...

Hasta entonces, no había sido un director molesto, ni en la elección de sus temas (o más bien en la manera de aceptar los que le proponían), ni en la relación con sus intérpretes, y eso se nota. Respetaba el carácter pintoresco de cada uno y quizás les guardaba de caer en la vulgaridad.

¿Qué aprendió, qué conservó de todos esos periodos? ¿Para qué se estaba preparando? Incluso, ¿se estaba preparando para algo? No lo sé, y seguro de que él tampoco. ¿Qué relación podemos encontrar entre los primeros treinta y cinco años de su carrera y los diez últimos? Tengo una hipótesis al respecto, que también se aplica a Lang, y que les ofreceré por lo que vale, es decir, no mucho. Observando hoy estas obras, en su conjunto y desde lejos, pero no desde una distancia suficiente para estar seguro de nada, se tiene la impresión de que estos largos periodos que nos parecen de preparación, de vacilación, no inactivos ciertamente, sino al contrario muy laboriosos, a veces gloriosos (gloriosos para Lang: su periodo alemán; casi gloriosos para Dwan: nunca fue una celebridad, al menos estuvo mucho más cerca de serlo, de hecho fue bastante conocido, desde la época muda hasta 1940, de lo que lo sería después, tras la guerra), uno tiene la impresión, como decía, de que esos periodos de gran productividad, pero que hoy ya no nos emocionan, sirvieron para dar salida a las cualidades secundarias de esos autores y a las ilusiones, más tarde disipadas, que podían tener sobre el género específico de su talento y la dirección en la que triunfaría más tarde. Esos periodos expresan esas cualidades, las expresan en el sentido de materializarlas, de darles forma, pero también en el sentido, más interesante para nosotros, de rechazarlas, de expurgarlas, dejando así espacio libre en sus mentes y en sus obras para lo que más tarde será su verdadero genio.

Hay en Dwan una bonhomía, una amabilidad, un carácter de lo más acogedor que son muy suyos, no cabe duda, y que, combinados con lo que él creía una aptitud para la comedia, se expresaban, por ejemplo, en una película como The habit of happiness, pero que afortunadamente se borraron, se sublimaron si se quiere, en el resto de su obra y en particular en su última década, permitiéndole así entrar en un registro completamente distinto. (Casi lo mismo podría decirse de Lang, en cuanto a su metódico esfuerzo por alcanzar, en su periodo alemán, una visión cósmica y trágica de las cosas al sesgo de la leyenda y lo colosal - simetrías y desorden dentro de lo colosal: la parte más artificial de la arquitectura; luego está el gusto que tenía, muy pronunciado, por un cierto pintoresquismo un poco espeso, un poco sórdido, de hecho mucho más espeso y sórdido que misterioso, y que es el de los bajos fondos, el de las sociedades secretas, el de ese underworld donde creía encontrar, y representar, las obsesiones de todos nosotros; todas cosas que desaparecieron y se sublimaron, es decir desaparecieron como tales, en su obra americana.)

Con su llegada a la Republic, Dwan se encontró ante una pobreza definitiva, mayor que la más pobre de sus producciones anteriores. Al mismo tiempo, se dedicó a un género especial de historias, bastante común en esta firma, historias que eran a la vez misteriosas y familiares, la misma mezcla, el mismo tejido de misterio y familiaridad del que están hechas ciertas leyendas, y cuya característica principal, en el caso de Dwan, era sin duda la intimidad. Se habla mucho de intimidad en el cine. Es ciertamente arriesgado proponer una definición, pero podemos creernos autorizados a hablar de ella en una película cuando, en ésta, la progresión de la trama despoja tranquilamente a los personajes de todo su pintoresquismo particular (contrariamente a lo que había sucedido hasta entonces en las películas de Dwan), pintoresquismo tanto de carácter como de vestimenta y costumbres, y se reduce entonces a mostrar, en todos los ámbitos pero sobre todo en el moral, lo que los personajes aprenden tanto de sí mismos como de los demás: las resonancias de este aprendizaje son, por una parte, mínimas, minúsculas, estrictamente personales, y, por otra, fabulosas, míticas, ya que afectan a la condición humana en su conjunto, de modo que cada uno de nosotros puede encontrarlo todo en sí mismo en las circunstancias trágicas necesarias para su realización. Esto no es nuevo, pero no es eso… ser nuevo, eso le pedimos.

Este carácter íntimo de la trama se consigue, o más bien se encarna y enaltece, y logra conmovernos, a través del decorado, a través de la intimidad del decorado. La intimidad de Dwan, y aquí nos encontramos cara a cara con el lado insustituible de su obra, no significa que el decorado se desvanezca o desaparezca; al contrario, consiste en una relación muy cordial y muy llana entre el decorado y la trama. Del mismo modo, la trama se va concentrando en un contenido legendario y mítico que tiene que ver con el descubrimiento que hacemos de nosotros mismos y con la actitud hacia los demás y el mundo que este descubrimiento determina en nosotros; que tiene que ver con nuestra verdadera imagen, liberada por fin de las sombras y la niebla y la confusión de los acontecimientos, una imagen mítica y ajena a cualquier noción de sociedad - como la historia del convicto fugado, verdadero "ángel en el exilio", que es celebrado como benefactor y santo por los habitantes del pueblo que lo acogió; como el justiciero de The Restless Breed, a quien un grupo de niños pregunta si es un arcángel, y que ha venido a vengar a su padre a un pueblecito perdido en el que al final decide instalarse - del mismo modo que la trama gira generalmente en torno a un lugar elegido y cerrado en sí mismo, es decir, cerrado a otras comunidades, pero abierto al mundo y a un cielo que, allí como en otros lugares, entierra sus raíces y sus maldiciones.

A partir de entonces, la idea de refugio se encuentra, implícita o explícitamente, en el corazón de cada una de las historias de Dwan. Pero la verdadera peripecia de sus películas reside mucho menos en el descubrimiento de un refugio que en lo que ocurre una vez encontrado, amenazado o perdido, y en la necesidad de recuperarlo. De hecho, es en el momento en que lo que creíamos haber ganado de una vez por todas y se ve amenazado o perdido cuando sus películas realmente comienzan. Y esta reconquista de un lugar familiar presa de los invasores, del pasado, del mal, de los matones u de otro tipo de aventureros, nunca va sin un redescubrimiento del yo, ahora vinculado para siempre a la tierra que lo propició.

¡Cómo se parecen estas películas y cómo extrañamente también nos conmueven!

Al menos en un aspecto, se apartan de la tendencia general del cine americano, a la que en muchos otros aspectos permanecen unidas; y este alejamiento es un indicio de su íntimo parecido. Como la Odisea, como gran parte de la literatura occidental, la mayoría de las grandes películas americanas son viajes, relatos de viajes - viajes interiores y viajes también entre los obstáculos, no menos reales, del mundo exterior. El itinerario, la errancia (y a veces la errancia a escala de todo un continente) impusieron, en cada etapa de la evolución de este cine, tanto la moral como el ritmo de cada historia. Anthony Mann contaba la historia de un hombre que encuentra su equilibrio moral y social al final de un itinerario más o menos rectilíneo, más o menos inteligible. Fuller intentó mostrar a un hombre (o a una mujer) que, a través de un conjunto de máscaras y rostros y lugares extraños, intenta vislumbrar su verdadera identidad, y fracasa. John Ford, en cambio, no deja de contemplar la errancia de un hombre en busca de puerto, una errancia salpicada de éxitos y abandonos, y que dura tanto como su vida. En la obra de Dwan, la búsqueda de los personajes es mucho menos dinámica, en cierto modo sería una búsqueda inmóvil. A diferencia de la mayoría de los héroes americanos, los héroes de las películas de Dwan no se esfuerzan por conseguir algo, sino que restauran y reconstruyen, en la medida de lo posible, lo que ha sido destruido. Para ellos, no se trata de un itinerario, menos aún de una errancia, sino a lo sumo de una circunnavegación muy limitada en relación con un punto que pronto averiguarán, si no lo saben ya, que es su puerto de origen. […]

He dicho antes que Dwan debía contarse entre los verdaderos clásicos del cine. Es una opinión compartida y expresada actualmente por algunos que el cine necesita más que nunca el clasicismo. Creo que esta opinión es un poco inexacta: el cine no necesita clasicismo porque, ciertamente, eso es todo lo que es - clasicismo. Quizás podríamos dedicar los minutos que nos quedan a examinar algunos de los elementos de este clasicismo que a veces se malinterpretan. No hay cine, ningún cine que se precie, sin realismo. ¿Qué es el realismo? Dos definiciones, o más bien dos observaciones, de Wilde y Ruskin, sobre la pintura, lo dicen todo. Sin duda, la palabra realismo les habría hecho gritar; la cosa les era familiar. Primero Ruskin: "La única buena pintura es pintar de rosa las mejillas de los niños". Y Wilde ("Orígenes de la crítica histórica"): "Uno debería poder decir de un cuadro no que está bien pintado, sino que no está pintado". Estas afirmaciones pueden resultar sorprendentes a causa de sus autores, a quienes a menudo se toma por decadentes, artistas para artistas, qué sé yo. En cualquier caso, demuestran que Wilde, Ruskin y otros como ellos, que se hacían constantemente preguntas sobre la naturaleza y los fines del arte, apenas se planteaban cuestiones sobre sus medios. De hecho, eran espíritus sencillos, y bien formados. Lo complicado fueron las luchas y polémicas que tuvieron que librar contra la bajeza y el conformismo de su época.

Sus observaciones sitúan al realismo en su verdadero terreno. El realismo no tiene que servir o ilustrar una concepción sórdida y monótona de la realidad, como tampoco tiene que hacerlo con ninguna otra. Lo suyo es la naturalidad, el sentido común (toda historia, para ser bien contada, necesita un narrador natural y lleno de sentido común), y sobre todo es la máxima invisibilidad de los medios utilizados para representar la realidad a través de una historia. A veces se dice, sin pensar, que el realismo en el cine obstaculiza la invención. Nada más lejos de la realidad: lejos de bloquear el camino, el realismo fomenta y acoge cualquier invención susceptible de hacernos olvidar un poco más la naturaleza técnica del cine, y su inevitable fragmentación, en beneficio de la historia, en beneficio de la realidad y de la continuidad de la historia. Nunca se repetirá lo suficiente.

Un segundo punto, también sujeto a interpretaciones erróneas. El clasicismo, cuya condición sine qua non es el realismo, se nutre a menudo, y sobre todo en Dwan, de un sentimiento trágico ante la vida. Una desafortunada confusión mental equipara a veces este sentimiento trágico con un pesimismo fundamental -que, sin embargo, no tiene nada que ver con él ("El pesimista y el optimista, ese eterno par de tontos", como dice Chesterton...). Este sentido trágico de la vida, presente en toda la obra de Dwan, no es en realidad más que el sentimiento inspirado por un mundo frágil, precioso y amenazado, sentimiento que también armoniza con el sentido del realismo, pues si la vida de los personajes está hecha, en gran parte, de evolución inexorable y de momentos clave, del mismo modo está constituida por instantes que no tienen sentido en sí mismos sino por participar en la vida de los personajes y, en algunos casos, por expresar una satisfacción de ser que puede ser difícil de definir, pero que es evidente y memorable. Una satisfacción que es simplemente humana, una satisfacción que es simplemente la prueba, para aquellos que la sienten, de que no pueden evitar ser sensibles a la belleza del mundo, del mismo modo que no podrán evitar ser sensibles a sus peligros y catástrofes, es decir, ser sus víctimas.

Hay un momento en la película que están a punto de ver en el que los personajes, la heroína (Barbara Stanwyck) y su padre (Morris Ankrum), están tumbados junto a un río. Están descansando y hablando. Sus palabras -su charla- se mezclan con el silencio que ponen entre estas palabras, el sonido del agua tras ellos y quizá, si se presta mucha atención, el susurro del follaje movido por el viento. Más adelante en la película, el padre es asesinado, los rebaños se dispersan y todo tiene que empezar de nuevo. Pero, por el momento, nadie sabe nada, y ¿a quién se le ocurre preocuparse por el futuro? Todo está en calma, sin misterio. Esta calma, como ven, no es la que precede a la tormenta o la que la presagia; tampoco es la que se alterna con ella o está en dramática armonía con ella; es, más concretamente, la calma que no tiene nada que ver con la tormenta, una calma que se percibe, se siente y de la que no se puede decir nada.

Por último, creo que la originalidad de la obra de Dwan bien puede residir en el hecho de que existe la mayor distancia entre un sentido trágico de la vida, que ella sabe expresar y comunicar como nadie, y un pesimismo doctrinario al que es completamente ajena. El reducido peregrinaje de los personajes que tan a menudo describe, y que hemos dicho que sustituye a lo que, en otras obras, corresponde a un largo itinerario o a una errancia desordenada, tiene algo que ver con ello. Y es que, en cierto modo, tras la aparente libertad que parece favorecer, la idea de itinerario está profundamente ligada a la idea de presentimiento y, más secretamente aún, a la idea de obediencia (obediencia al destino o a la ley moral), así como a la idea de fatiga, o incluso de agotamiento. Se ha visto muchas veces el estado de agotamiento físico y moral al que llegan algunos héroes al final de su viaje y al final de su verdad. En cuanto a la fatiga y el abatimiento moral -a veces enmascarados por la apariencia de un endurecimiento o un cinismo voluntarios- que resultan de una errancia prolongada, no es necesario insistir en ello. Por el contrario, en la obra de Dwan, el deambular de los personajes les brinda generalmente la oportunidad de encontrar nuevas fuerzas en los acontecimientos que se les presentan, y no sólo nuevas fuerzas, sino también la ayuda inesperada y a veces imprevisible de los demás. La reciben con sorpresa y satisfacción, porque la necesitan mucho, pero también con silenciosa gratitud, pues apenas tienen tiempo para hablar. Se trata de un acontecimiento no remarcado, pero fundamental, que encontraréis en muchas películas de Dwan de la última época: un vecino, a veces una persona anónima, no en todo caso un amigo, entra en la trama para proporcionar a un personaje, cuando menos se le espera, la asistencia o la ayuda activa que pueda dar, y el curso de los acontecimientos se ve entonces alterado por él. Sucede en alguna ocasión que sea uno de los protagonistas el que de repente se muestre benefactor, y de una forma que desconocíamos: en este caso, nuestra opinión sobre él y sobre los demás protagonistas se verá alterada, de modo que no dejaremos de ir de sorpresa en sorpresa.

Porque hay una última constante que aleja esta obra del pesimismo. El Mal tiene poca cabida en ella. Está ciertamente presente, activo, muy activo incluso, pero está ahí sobre todo por contraste y también porque existe, como saben, en la realidad - en cualquier caso, en absoluto sobrevalorado. La mayoría de las veces, simplemente se le condena por su mera presencia en lugares preciosos: las callejuelas mexicanas en Passion, la villa costera en Slightly Scarlet... pero no intentemos hacer una lista de inacabables maravillas - lugares y maravillas que el Mal ofende y a los que insulta con sus gritos y muecas (Lon Chaney en Passion, Ted de Corsia y su banda en Slightly Scarlet, etc.).

Sin duda habrán observado, tal vez con inquietud, cómo ciertos autores que tienen que mostrar a personajes nobles intentando vivir como es debido se ven de repente atenazados por un escrúpulo y creen que no pueden completar adecuadamente su retrato hasta que no hayan añadido alguna debilidad particular que, piensan, aumente su credibilidad al llevarlos al seno de la humanidad común. A Dwan le tienta más la actitud contraria, que consiste en tratar de vislumbrar un rastro, un brote de nobleza en la más envilecida de las criaturas. En cualquier caso, las debilidades humanas, e incluso las más flagrantes, como las obsesiones, están prácticamente ausentes de su obra; tanto más la complacencia al respecto de la que hacen gala tantos "modernos" cuando hablan de este tema. (En cuanto a la cleptomanía de Arlène Dahl en Slightly Scarlet, manía infantil en la que el Mal no tiene nada que ver, es sobre todo un pretexto para suscitar, frente a la codicia de la banda antes mencionada, la devoción, bastante encantadora de contemplar, de su hermana Rhonda Fleming, y hacer de toda la película, en una atmósfera colorista, ligeramente cruda, irónica y a veces erótica, una especie de versión moderna de "Las dos huérfanas", puesta al día pero en absoluto contraria a la tradición.)

Resumamos. Una gran sensibilidad para los lugares casi paradisíacos y para "esos momentos demasiado raros que devuelven las cosas a su orden natural" (Rousseau, “Confesiones”, III); el gusto por la razón; una muda gratitud hacia esos seres que se han mostrado benéficos, son las cosas que los personajes de Dwan tienen para oponerse al Mal, y a las sangrientas catástrofes que son sus habituales productos. Y, en general, son armas bastante potentes. También en eso consiste el clasicismo de esta obra. Porque ésta es la constante indudable, o, si se prefiere, la "flor y nata" de todo clasicismo, querer sostener que este mundo, a pesar de todo, es un mundo hospitalario.

Fragmentos del artículo de Jacques Lourcelles publicado en el nº 22-23 de “Présence du cinéma” (otoño de 1966) y recogido en “Dictionnaire des films” en la edición de 2022.

martes, 2 de julio de 2024

Entrevista con José Luis Guarner

¿Cómo debutaste en la crítica de cine?

La primera crítica que publiqué debió de ser en el año 55, en una revista de la asociación de antiguos alumnos del colegio La Salle Bonanova, a la cual yo pertenecía. Fue sobre una película de Sáenz de Heredia que se llamaba Historias de la radio. El contenido no lo recuerdo muy bien, aunque sé que le puse objeciones porque la película no me había gustado.

Sí, en cambio, recuerdo perfectamente que aquella crítica me valió una cartita de un tipo de la agrupación o federación de padres de familia, diciendo que cómo me atrevía a poner mal una película que había sido clasificada 1, apta para todos, incluso niños. Entonces estábamos ya, no diré que en un primer período posglaciar, pero sí en un conato de deshielo. De modo que era una reacción exótica, pero que en cualquier caso puede dar idea de cómo funcionaba el ambiente en esa época.

¿Eras ya en tu adolescencia lo que después se ha llamado un cinéfago?

Sí, sin duda. Tanto mi madre como mi tía eran aficionadas al cine. Mi madre me llevaba al cine todos los jueves por la tarde. Y el domingo, en el cine de mi colegio, veía dos películas también. O sea que, en cualquier caso, ya a una edad relativamente temprana yo debía ver mis cuatro películas semanales. A partir de los diez años, que no está mal.

¿Cómo desembocaste en el cineclub Monterols?

En el Monterols desemboqué de una manera muy sencilla. En el susodicho colegio La Salle Bonanova, donde yo estuve, tenía de condiscípulo a un tipo cuyo nombre te sonará, porque ha sido luego director del Abc, que se llamaba José Luis Cebrián. José Luis Cebrián también funcionaba en esa asociación de antiguos alumnos.

En cuanto a mí, justamente cuando terminé el bachillerato, mi contacto ya un poco más formado con el cine -fuera de ir al cine- fue leer en la Biblioteca Central Una historia del cine, de Zúñiga, y la Historia de Antonio del Amo. Ahí descubrí que había películas de las cuales yo no tenía absolutamente ninguna noción, que se llamaban Caligari, Nosferatu, Potemkin y todas esas cosas... Naturalmente, pregunté si existía algún cineclub o alguna cosa donde pasaran ese tipo de material, porque en los cines comerciales ponían principalmente películas americanas. Me parece que esto lo comentamos una vez con Román Gubern, es un detalle indicativo de la generación nuestra, porque tenemos la misma edad. Bueno, Román me parece que es un poquito mayor que nosotros.

Tres años más.

Entonces, en esa época no había revistas, ni había política de los autores. Nosotros veíamos -por lo menos Román se acuerda y yo me acuerdo perfectamente-, veíamos en los cines unas películas que a mí me habían hecho impresión, como por ejemplo Al rojo vivo (que yo vi en el Tívoli), Cayo largo (que vi en el Íntimo) y películas de ese tipo, que a mí me llamaban particularmente la atención por encima de otras y que me gustaban. Estaban hechas por tipos llamados Raoul Walsh o John Huston, pero eso no lo descubrí hasta varios años más tarde.

En el principio, pues, no fue una política de los autores, sino una política de películas. Es un dato bastante significativo, porque creo que también indica muy bien cómo era la época. Porque hoy en día, con la información que hay, la subindustria cultural creada en torno a esto, es ya muy difícil que nadie haga un descubrimiento del cine así.

El paso siguiente, cuando eso me empezó a interesar, fue buscar un cineclub. Entonces ese tipo llamado Cebrián, que frecuentaba esa asociación, me habló de un cineclub llamado Monterols, que existía en una residencia llamada Monterols. Por un afortunado azar, la residencia estaba a doscientos metros de donde yo vivía entonces.

Recuerdo todavía bastante bien la tarde en que aparecí por ahí. Me dieron el nombre de un tipo que se llamaba Fernando Loriente, que era uno de los que llevaban el cineclub. Aparecí allí una tarde para verle, y recuerdo que me bajaron por una escalerita a un piso de abajo y me metieron en un cuartito. Ahí estaban Loriente y otro tipo que no recuerdo, con un armario lleno de revistas de cine. Estaba el hombre hojeando una cosa que se llamaba Cahiers du Cinéma: creo que fue la primera vez que vi la revista ésa. Eso sería exactamente en el año 57.

Entonces tú te encuentras ya en el Monterols, colegio mayor del Opus. ¿No intentaron captarte para la Obra?

Eso sería conveniente explicarlo. Yo había sido educado, como mucha gente de esa época, en una absoluta ignorancia política y de todos los órdenes. Mi padre y mi tío estaban exiliados, y eso era como una especie de vergüenza familiar que se soslayaba con hábiles eufemismos.

A mí, en esa época, me interesaban fundamentalmente dos cosas, los libros y las películas, y con eso me contentaba. Creo ahora, con la perspectiva que da el tiempo, que los libros y las películas eran una válvula de escape frente a algo que yo intuía extraño y que no entendía muy bien, aunque tampoco tenía un interés particular en conocer.

Había oído algo del Opus Dei, no sabía exactamente lo que era ni me preocupaba mayormente. Hitchcock decía en esa famosa entrevista de Truffaut: «Mi amor por el cine es más fuerte que cualquier moral.» Yo me reconozco un poco en esa frase. Por lo menos en esa época, a mí lo que me interesaba era el cine. Entonces esos tipos, que me ofrecían la posibilidad de ver unas películas, pues de momento resolvían esa necesidad.

Aunque sea quizá un poco anecdótico vale la pena contar todo esto, porque se conoce también cómo funcionaban las maniobras de ese tipo. En efecto, el hecho de que yo empezase a aparecer por allí motivó cierto esfuerzo de captación. Fernando Loriente me habló de que yo debía tener un director espiritual, cosa que me parecía como absolutamente inaudita y exótica. Me procuraron una entrevista con un padre que corría por allí que simplemente me dio dos libros, que era Camino y El valor divino de lo humano. Me dijo que los leyera y que si no me importaba los comentáramos al cabo de un mes o cosa así. Eso debía de ser el año 58.

Me acuerdo de que efectivamente leí esos dos libros, y al cabo de un mes el mancebo me llamó para hablar del tema. Recuerdo que Camino me hizo una cierta impresión, aunque había una serie de metáforas de tipo militar que quizá (como toda mi familia era de militares) me resultaban antipáticas. Pero, prescindiendo de esto, me pareció un libro serio. El valor divino de lo humano me escandalizó. Por aquella época había acabado de leer Contrapunto, de Huxley, en cuyo capítulo tercero o cuarto hay una magnífica parodia de un pastor protestante, que es realmente una pieza muy distinguida. A mí lo que me hizo gracia fue que El valor divino de lo humano me pareció exactamente igual, en tono y en contenido, que el discurso del pastor protestante. Y tal cual le di ese juicio al sacerdote ése.

Eso debió de tener más efecto del que yo pensé -porque no le di al asunto la menor importancia en su momento-, porque ya nunca más nadie (excepto Fernando Loriente) me habló de la Obra ni de historias. Loriente un día me dijo: «Coño, el domingo hacemos retiro. Ven a acompañarme.» Entonces, como mucha gente de esa época, yo me sentía muy solo en casa. Como un tonto, fui algún domingo allí a acompañarle.

Recuerdo que un tiempo después, cuando ya conocía a Joan de Sagarra y nos gustaba mucho el jazz, un tío del Monterols que se llamaba Javier Comas y era aspirante a factótum del jazz, nos invitó a dar unas conferencias de jazz en la residencia del Opus para señoritas que hay por ahí, cerca de Vía Augusta. Fue muy divertido. Sagarra y yo recuerdo que nos quedamos escandalizados, porque Monterols era de una decoración relativamente austera para tíos que estudiaban, pero la residencia de señoritas era de un lujo absolutamente insultante. Nos metieron en una sala para que nos recibiera la directora o no sé qué puñetas y nos tuvieron como tres cuartos de hora esperando. Nos cabreamos y robamos un retrato de Escrivá que había por allí y nos largamos: no recuerdo qué hicimos luego con él.

Total, que ahí quedó la cosa. Lo que ocurrió (los posefectos no los advertí hasta mucho más tarde) fue que de puertas para afuera, incluso en mi propia familia, daban por sentado que yo me había hecho del Opus, cosa que a mí no me importó.

Luego, claro, cuando empecé a entender las reglas del juego y otro tipo de cosas, me pareció hasta divertido: no he podido evitar hacer maraña, incluso hacerme pasar por autoridad en público: siempre había siete tontos que se lo creían. Han pasado veinte años y todavía colea de vez en cuando. Cuando veo, por ejemplo, que el pobre Jorge Grau todavía amenaza a un tío con un proceso cuando le acusan de haber sido del Opus, me parece excesivo. Lo que pasa es que mi caso es un poco atípico -simplemente porque yo era muy loco y muy inconsciente en esa época-, pero es curioso, es divertido.

Al margen de esta cuestión, te encuentras en el Monterols con una serie de personas interesadas como tú por el cine. ¿Hasta qué punto fue el Monterols el lugar donde se incubó la, digamos, crítica cahierista española? Tú mismo has dicho que allí viste por primera vez Cahiers.

Ésa es una cuestión que algún día habría que estudiar detalladamente, porque es una cuestión curiosa. Eso fue un poco como lo del Opus, se colgó el sambenito de Cahiers de la misma manera que se colgó el sambenito de Opus. Obviamente, Cahiers sí que ejerció una influencia sobre nosotros, por lo menos sobre mí. Y digo sobre mí porque quizá era el único de los que había allí que leía francés bien y tenía cierto background de cultura francesa. En ese sentido supongo que me pudo influir más que a otros.

Efectivamente, Cahiers, en aquel entonces, sí tenía un sonido nuevo, distinto por ejemplo del que tenía Bianco e Nero, que también corría por allí. Bianco e Nero era un plomo, no se podía leer. En cambio, en Cahiers sí se hablaba en un tono cercano al tono que yo inconscientemente buscaba.

La historia de la intelectualidad de Monterols... Efectivamente, Monterols sí fue un germen muy curioso y muy adelantado a su época, aunque curiosamente envuelto en una córnea de tipo espiritualista y metafísico. Porque efectivamente aquello llegó a tener la fuerza de una pequeña doctrina. Era pequeña, pero como en el exterior no había ninguna, obviamente acabó haciendo mella. Sobre todo, hay que tener en cuenta la época. Aquí confluyen simultáneamente varias cosas que voy a intentar desglosar.

En esa época yo tenía veinte o veintiún años y era un tipo como protegido por un fanal de cristal. Intelectualmente quizá estaba por encima de esa edad, pero humanamente era como un niño de catorce años, que es también un factor significativo. Toda la crítica de entonces, consciente o inconsciente -y eso es una consecuencia de la época-, tenía un carácter redentorista: el cine no era nada entonces, era poco más que mierda; el cine, el jazz o la ciencia ficción eran subcosas cuya condición de arte había que defender a toda costa. Los primeros teóricos del cine, empezando por Ricciotto Canudo y todos esos tíos, eran el perfecto equivalente de lo que éramos nosotros entonces: unos tipos que con toda buena fe descubrían una cosa que les gustaba, que intuían que tenía una sustancia creativa y que trataban de ponerla de largo. Ponerla de largo era demostrar su carácter artístico, la misma idea base que planea sobre todos los escritos de gentes como Eisenstein: pues ahí estábamos nosotros todavía en esa época.

Estábamos mal informados y no teníamos películas para ver. Habría que estudiar, en la historia de la crítica en los sesenta, si esa proliferación que hubo no fue un poco la consecuencia de que como no había películas había que inventarlas por escrito: ahí se inventó sin saberlo un universo paralelo casi borgesiano.

El espíritu que había entre nosotros era muy redentorista y el cine era como muy importante. Monterols produjo al menos dos documentos que son importantes, uno de ellos la famosa carta sobre Rossellini.

Además, yo me encontré allí con un grupo de cinéfilos, un grupo de tíos extrañísimos donde había tipos del Opus Dei, profesionales, estudiantes sin más con interés por el cine. Hubo un grupo que propugnó una minirreligión y consiguió seducir a más gentes. Esa religión se basaba en dos personajes concretos que eran absolutamente anatematizados en la época, Renoir y Rossellini, fíjate qué increíble modernidad hace veinticinco años, es una cosa que me sorprende mucho vista hoy. Pero entonces todo eran intentos conscientes o inconscientes de crear teorías redentoras del cine, a partir del catolicismo además, y frente a Cahiers, que era cosa de agnósticos.

Aunque Bazin era católico.

Sí, lo que pasa es que era un católico demasiado católico, demasiado católico para lo que se llevaba entonces aquí. El problema de Bazin todavía está sin analizar. Mi teoría particular es que Bazin lo único que hizo fue tomar y aplicar unos principios de la teoría del arte de Malraux. Pero esto ya sería largo y nos sacaría del tema.

Entonces, yo recuerdo que en una revista francesa publicaba artículos un tipo llamado Jean d'Yvoire, artículos que consiguieron un arraigo notable entre ese grupo de católicos españoles. Jean d'Yvoire era una bellísima persona, pero completamente desfasada. Yo sentía también admiración por él. Claro, en ese tiempo en que eres todavía muy permeable a todo tipo de influencias, un tipo que de repente te abre una pequeña puerta metafísica llama mucho la atención. Esos artículos, que nunca se llegaron a publicar como libro en Francia, se publicaron aquí como libro, mejor dicho, librito. Yo hice la traducción. Por cierto, se llamaba El cine, redentor de la realidadlo cual era ya todo un programa.

Pero ahí, dentro de toda esa pandilla de locos, cada uno sustentaba su pequeña teoría. Fernando Loriente -apoyado en un tipo llamado Antonio María Ramírez, del que después hablaré- había inventado el «montaje continuo». Después, otro tipo, un loco de Torredembarra a quien habrás conocido en la Escuela y que se llamaba Esteban Parré, había inventado una cosa que se llamaba el «diafanismo», que era el montaje continuo de otra manera. Incluso yo inventé un intento de sistematización de esas cosas, que se llamaba el «cine interior».

En realidad, ahora me doy cuenta exacta de que lo que intentábamos era amueblar intelectualmente una cosa que era denostada en las esferas de la cultura oficial. Aparte de la carta sobre Rossellini que hizo Antonio María Ramírez, la manifestación más sólida que tuvo todo aquello (que así contado queda como muy exótico) fue el Manifiesto del color, donde ya intervenimos todos. Pero eso es otra historia. La carta sobre Rossellini no se llegó a publicar, pero era realmente penetrante para la época.

A Antonio María Ramírez yo lo conocí superficialmente: después se ordenó cura del Opus y no he vuelto a verle. Era un tipo con sensibilidad que, no conociendo nada del cine, montó una magistral teoría sobre la base de media docena de películas. No hicieron falta más. Eran Stromboli, Europa 51 y Viaggio in Italia (que era lo único que había de Rossellini entonces) y La gran ilusión, El río y no recuerdo si alguna más de Renoir. Entonces, a partir de ahí, sin ningún tipo de prejuicio estético y no conociendo otras cosas del cine, el tío montó su teoría. Fue un descubrimiento interesante porque lo hizo por su cuenta y riesgo. Cahiers aún no se había visto y era obvio que el tío defendía esas películas dando sus propias razones, no tomando unas razones prestadas de otros. Ese chico, ahí, tuvo la feliz intuición de que esas películas proponían de alguna manera un lenguaje nuevo. Fernando Loriente hizo una versión anotada de esa carta, con llamadas e intentando razonar más las cosas.

Fernando Loriente era también un tipo altamente peculiar. Era ingeniero industrial, era un tío muy inteligente, muy absolutamente loco y muy aficionado al cine. El sí tenía una mayor cultura cinematográfica, se había molestado en leer, había visto clásicos rusos. El invento ese del montaje continuo era de hecho la racionalización de una posibilidad estética cinematográfica contrapuesta al montaje dialéctico e ideológico ruso. Loriente preconizaba películas hechas de planos largos, con un montaje digamos contemplativo, que daba tiempo de ver las cosas, donde las cosas actuaban, no por estacazo en la cabeza como Eisenstein, sino por sedimentación.

Todo ello muy próximo a las teorías -por llamarlas de alguna manerade Bazin.

Sí, lo que pasa es que eso Bazin no había llegado a formularlo con esa claridad ni de una forma tan tajante. Creo que tanto la carta como las notas, si llegaran a publicarse ahora, llamarían la atención porque eran de una perspicacia fuera de lo común para la época. Claro que eso iba mezclado con ciertas apetencias espirituales personales que a mí no me interesaban particularmente, aunque coincidiendo con esa época tuve un breve período de misticismo metafísico que pronto pasó.

En cualquier caso, la carta en cuestión era una cosa absolutamente novedosa, me parece que nadie en España se había planteado aún ese problema. Lo que tiene más gracia es que todas esas cosas son siempre el fruto de un conocimiento insuficiente del cine. Porque ¿dónde ver cine? Recuerdo que devorábamos los pocos clásicos del cine que conservaba la Filmoteca, muchos de ellos en copias hechas un asco. Entonces, ya prescindiendo de las alturas elevadas de Rossellini y de Renoir, lo único que nos ofrecía cierta continuidad eran las películas americanas bien hechas.

Esta es un poco la historia de una intelligentsia cinematográfica de derechas, que surgió por pura casualidad y que curiosamente vio mucho más allá de lo que veía la intelligentsia cinematográfica subterránea, que era de izquierdas, obviamente. Porque aquí, en España, no había existido nunca cultura cinematográfica de derechas: piensa en Juan Piqueras y Nuestro Cinema, en toda esa gente.

Estaba Ernesto Giménez Caballero...

Sí, pero Giménez Caballero es un caso demasiado atípico para haber podido sentar escuela en ningún lado; porque, por ejemplo, esas gentes de Monterols, que podían haber tenido connivencias con Giménez Caballero, le consideraban un excéntrico. Efectivamente yo leí los libros de Giménez Caballero, que son más interesantes de lo que parece. Pero le considerábamos un excéntrico y un loco. Además, está esa cosa suya del film y la Hispanidad... y si había una cosa en la que comulgábamos todos nosotros era en nuestro más absoluto desprecio hacia el cine español, que nos parecía la más absoluta de las bazofias.

Si te parece, hablamos ahora de tu traslado a Madrid.

Antes quisiera terminar con el Monterols. La operación Monterols, esto yo no lo comprendí hasta más tarde, fue efectivamente una operación muy maquiavélica, que tenía un objetivo conquistador. A partir de esas cosas de que te he hablado, no sé con quién coño hablaría Fernando Loriente ni a qué conclusión llegaron, pero pusieron en marcha una operación perfectamente deliberada y planificada para hacerse con el cine español. Eso coincidió con la puesta en marcha del cineclub, que por lo visto era una especie de caldo de cultivo de la cosa.

Lo que ocurre -y siempre pasa con las operaciones planificadas- es que ahí había una serie de personajes atípicos que finalmente hicieron imposible que la operación se efectuara. En esa época montaron con la editorial del Opus los libros de cine Rialp. Eso lo hicimos nosotros. Uno de los veteranos que había ahí era un tío llamado Juan Ripoll, que me parece que tampoco llegó a ser nunca del Opus. Pero se encontraba cómodo, le daban una posibilidad de funcionar y el hombre se agarraba a eso sin más complicaciones: su inconveniente, por lo menos a mí me lo parece, es que era un tipo muy mediocre. Al mismo tiempo, la gente del Opus montó la productora Procusa, donde un tipo llamado José Villota, que era ingeniero industrial y a quien yo recuerdo de los coloquios del Monterols, pasó a ser consejero-delegado. El capital era de los Luca de Tena y del Opus. Por otro lado, en el cineclub pasaron a tener un papel protagonista gentes nuevas, como Grau y José María Otero. Siguiendo con esa defensa de la modernidad contra el cine antiguo o el cine clásico, inventamos la defensa del cine en color. Hicimos un ciclo de tres meses dedicado al estudio del empleo del color en el cine, que terminó convirtiéndose en manifiesto.

La nueva frontera del color.

Despeluzar el manifiesto del color y descuartizarlo es interesante, porque creo que es muy como éramos entonces. A mí me sorprende porque es un documento altamente perspicaz. Se preconizan cosas que han ocurrido todas puntualmente veinte años después. Claro que todo eso envuelto en una jerga humanista y metafísica de la cual yo me avergüenzo un poco ahora, pero que es muy típica de esa cosa idealista en la que entonces estábamos todos inmersos.

Claro que, curiosamente, creo que era un espiritualismo no religioso, sino estético. A mí todavía me divierte cuando, muchos años después -sospecho que con propósitos avergonzadores-, todavía nos pasan el manifiesto ese por las narices. Ya te digo, a mí en ese sentido no me avergüenza, sino todo lo contrario. Te puedo decir que me parece una cosa muy ingenua y muy desfasada en cuanto a su planteamiento digamos humanista, pero en cambio en lo que respecta a cosas concretas de cine específico te puedo decir que está bien.

En Film Ideal apareces en julio del 61, con una crítica del Interludio de amor, de Douglas Sirk. Ahí figuran ya algunas constantes del cahierismo: hablas de la puesta en escena y aprovechas para «cargarte» a Torre Nilsson, Ritt, Zinnemann, Delbert Mann... Poco antes se habían ido de la revista Pérez Lozano y los curas. ¿Crees que tú fuiste un poco el impulsor del giro de Film Ideal desde el catolicismo «a la antigua» a un cierto cahierismo?

Sí y no. No, en el sentido de que no tengo nada que ver con la marcha de Pérez Lozano: yo estaba en Barcelona. Lógicamente, cuando hay una escisión de ese tipo se buscan nuevos colaboradores. A mí no sé de qué me conocían exactamente, pero me ofrecieron colaborar y acepté.

Por esa época yo había frecuentado ya la biblioteca del cinema de Dalmiro de Caralt. La historia de la biblioteca de Dalmiro de Caralt es un poco la historia de cómo ha funcionado la cultura cinematográfica, por lo menos en Barcelona. Fernando Loriente descubrió esa biblioteca a través de no sé quién. De repente, pasábamos de no tener nada a tener una biblioteca con tres mil libros de cine. Era, no sé, descubrir que la biblioteca de Alejandría no se había quemado, después de todo.

Con eso, en Monterols, los jueves, se hacían como unos pequeños seminarios -éramos muy pocos, doce o veinte tíos- llamados «Estudio de teóricos». Se empezaba por Ricciotto Canudo y se seguía por Eisenstein y todos esos señores. Todos esos tipos los conocimos gracias a la biblioteca de Delmiro de Caralt, porque esos libros no eran encontrables absolutamente en ningún sitio. Don Delmiro nos prestaba esos libros. Entonces yo me llevaba El sentido del cine, de Eisenstein, me lo leía, hacía una especie de resumen y lo exponía en el seminario, que ya era una operación curiosa para la época, ¿no?

Volviendo a lo de Film Ideal, quiero decirte con esto que yo para la época ya había leído mucho. Cuando llegué a Madrid ya era un lector bastante asiduo de Cahiers, donde encontraba, como ya te dije, cierta afinidad de lenguaje. Como yo era muy joven, de la misma manera que eres influenciable a ideas lo eres a tics de lenguaje, de estilo, etcétera. No se me ha ocurrido nunca analizarlo, pero efectivamente una influencia la hay. Aunque no se trataba de devoción y repetición -que es de lo que nos han acusado-, porque yo sí recuerdo que había cosas de Cahiers que nos parecían muy bien, pero otras que nos dejaban absolutamente escandalizados.

En cuanto a la influencia en Film Ideal, después se ha comentado que yo les había hecho cambiar. Yo tanto no puedo decir, pero sí hubo un punto de fisura muy claro. Fue un coloquio sobre cine americano. Me llamó Martialay y me pagaron el viaje a Madrid porque querían hacer un coloquio sobre cine americano, que era un poco lo que yo estaba defendiendo. Curiosamente, no lo estaba defendiendo motu proprio: ya estaba trabajando sobre un pequeño bagaje colectivo adquirido en Monterols. Y es que ocurre una cosa que ya te apunté: Rossellini y Renoir se nos habían agotado en cuatro películas, y aquello era muy difícil seguirlo en aquella época; pero películas americanas que alentasen la llama había muchas. Con una de esas paradojas históricas que tienen mucha gracia: Film Ideal se dedicó -cuando ya ni siquiera lo hacía Cahiers- a cantar las grandes alabanzas del cine americano cuando el cine americano ya estaba agonizando. Por una cosa muy simple: porque nuestra información se alimentaba de las películas, y las películas, en esa época, llegaban con mucho retraso (Interludio de amor, por ejemplo, era una película de 1957). Quiero decir que en los primeros años sesenta se desarrolló una ilusión, se creó la ilusión de un cine que existía, cuando era un cine que ya estaba acabado desde hacía tiempo, porque funcionábamos sobre la base de películas que tenían diez años de antigüedad.

Parece que el punto de cesura fue ese coloquio, en el cual me tocó llevar la voz cantante. A partir de ahí parece ser que efectivamente hubo un cambio de orientación en la revista. Un cambio en el cual mi influencia es casi sólo, me parece a mí, haber destapado una caja de Pandora. Porque recuerdo con absoluto escándalo críticas entusiásticas de Juanito Cobos, que ponía por las nubes alguna que otra película que a mí me parecía un horror. En cualquier caso, creo que eso fue una operación absolutamente artificial, absolutamente involuntaria. Ahí hubo un fenómeno de espejismo y de deformación: estudiar esas críticas no es estudiar historia del cine, sino estudiar la historia de los mitos y obsesiones de jóvenes españoles de cierta edad en los años sesenta.

De una manera distinta a la de Monterols, se hacían un poco las misiones, se predicaba el cine a los infieles. Operación que, con todo, a la larga funcionó. Quiero decir que hoy en día hasta Martínez Tomás [crítico cinematográfico de La Vanguardia hasta 1980] sabe que Minnelli es un señor respetable, aunque no tenga ni zorra idea del porqué. Efectivamente, con aquello parece ser que hubo una serie de directores que por escalafón subieron de categoría, esto es obvio. Toda esa historia, finalmente, es muy irónica, ¿no?

No sé si puede decirse que fuiste el artífice de la cuestión, pero sí por lo menos uno de los que pusieron en marcha la «operación Lazaga», con una crítica de Trampa para Catalina en el número 140 de Film Ideal. Dices ahí que Lazaga es un buen artesano, no un genio, que haciendo películas malas ha aprendido a hacerlas buenas, que la película es un documental sobre Conchita Velasco... Es decir, en alguna medida también lanzas el fenómeno Lazaga, que es uno de los que más comentarios ha promovido en torno a Film Ideal.

Sí, pero insisto en que esa influencia es marginal. Puedo haber dado el empujón, o simplemente haber abierto esa puerta que es el pequeño invento de: «Ah, ¿pero también se pueden ver así las películas?». Desde el momento en que se puede ver así una película, no sólo ésa, sino diecisiete mil se pueden ver así. Es un fenómeno de inversión del telescopio, que si no se utiliza con cabeza puede dar resultados absolutamente aberrantes.

De lo de Pedro Lazaga obviamente sí me acuerdo, porque Pedro Lazaga era un tipo que habíamos conocido en Monterols: había traído una película que sería muy curioso ver ahora, porque era una película «de arte y ensayo» hecha con muy pocos medios, Cuerda de presos.

Esa película se estrenó en el Kursaal y me sorprendió, porque era una cosa que entonces (no he vuelto a verla) funcionaba muy bien (me refiero a Trampa para Catalina). Era un intento de fundir comedia americana con comedia italiana. Por otro lado, ya en esa época atacábamos a William Wyler, al cine digamos A, para defender el de serie B, que entonces eran Nicholas Ray y Fuller. La película de Lazaga, que tenía bastante gracia, era un perfecto ejemplo de que ese cine, ese esquema de cine de serie B, daba mejores resultados que las monstruosas películas de mensaje que paría por entonces el cine español.

Lo que ocurrió, en el caso de Lazaga concretamente, fue que en Film Ideal acabaron desbarrando por una serie de razones: porque estaban en Madrid, porque alguno terminó como de guionista con Lazaga, o de actor como Marcelo Arroita, etcétera. Y la cosa se convirtió en un culto.

Curiosamente, en esa línea, iniciada por ti en cierto modo, hubo gente que fue más lejos. Quiero decir gentes como Pala, Buceta, Villegas, los llamados marcianos.

Esto es muy curioso, porque además hay que confrontarlo con la otra crítica, la crítica «seria», cuya fuente de inspiración no era el cine americano, sino el cine italiano, el neorrealismo y todas esas cosas.

Más tarde, el realismo crítico de Visconti que defendían los de Nuestro Cine.

Sí, eso es posterior. Pero ya desde antes la influencia era cierta, estaba a nivel de lenguaje. De la misma manera que en Film Ideal se deslizaban escandalosos galicismos, fruto de la lectura desmedida y continuada de los profetas, también en Objetivo se deslizaban maravillosos italianismos fruto de la lectura continuada de Cinema Nuovo.

En el caso del grupo de ruptura de Film Ideal, porque efectivamente fue una absoluta ruptura... No sé, yo al principio estaba en Barcelona, y cuando estuve en Madrid tampoco participaba mucho en las querellas porque estaba muy ocupado en Documentos [Cinematográficos]. Pero sí, en Madrid eso fue dramático. Esos chicos, los marcianos, vinieron a ocupar un poco una función como la que Luc Moullet introdujo en Cahiers, por ejemplo. Porque los otros, finalmente, sólo pretendíamos cambiar una cosa académica por otra cosa académica. Porque lo que yo propugnaba era en el fondo una cosa como muy cultural, muy creativa y pese a todo muy respetuosa de las estructuras.

Ellos dieron un paso más. Hicieron otra cosa, que ya era -sin ellos saberlo- un tímido intento de crítica behaviorista. Reducir la cosa a su simple esquema es muy sencillo. Ahí se trató de ejercer una ruptura contra la digamos crítica de contenidos. Hasta entonces una película valía lo que decía, y si no decía algo concreto importante no valía nada. Eso era una cosa mucho más arraigada y mucho más grave de lo que pueda parecer ahora, veinticinco años después. Si tú lees, por ejemplo, que en el año 53 Berlanga tuvo que decir una cosa del calibre de que el cine de evasión es defendible cuando es inteligente, te puedes dar perfecta cuenta del grado de deformación al que se había llegado.

La ruptura que nosotros iniciamos fue en la línea Bazin -que era finalmente el plan Malraux-: el contenido no se dice a través del contenido en sí, se dice a través de una forma cuya misión es la de explicitar dicho contenido. Ésa es una cosa que se presta a mucha deformación literaria y a mucha historia todavía. Esos mancebos, que eran unos puros, iban todavía más allá. Es decir, pusieron un ladrillito estructuralista sin saberlo: no creemos en contenidos, no creemos en nada, creemos únicamente en la realidad del fotograma. Sin saberlo, pusieron en el ruedo uno de los caballos de batalla de la crítica moderna, pero a un nivel que se prestaba enormemente a confusión. Y, efectivamente, hubo todo tipo de confusiones, pero la cosa tuvo gracia. Yo no recuerdo quién me descubrió a Marcelino Villegas, pero -debía de ser en el año 63- Marcelino Villegas me trajo unas críticas para Documentos que eran absolutamente incomprensibles, porque además estaban muy mal escritas y yo se las tenía que corregir de estilo para que se entendieran. Luego pasó a Film Ideal, porque Documentos tuvo una vida breve. Marcelino hacía una reseña de una película simplemente desmenuzando la mirada de una actriz en un plano. Era un poco como volver al cine en los orígenes. Marcelino se maravillaba con el cine igual que en los tiempos de Louis Lumière: galopaban unos caballos y levantaban una nube de polvo: que hubiese polvo y tapase la escena, eso le parecía el non plus ultra a Marcelino. Claro, eso forma parte de la reproducción mecánica del cine, que es muy importante porque su estética nace precisamente de eso. Pero, claro, de ahí a establecer una cosa de tipo ideológico media un abismo.

Con todo, los marcianos acabaron teniendo influencia, porque yo recuerdo con enorme regocijo una reseña de Augustito Torres sobre una película de Marisol, que a Augustito le gustaba porque cuando Marisol mueve la cabeza se le mueve el pelo.

Tú introdujiste en Film Ideal a los colaboradores catalanes: Gimferrer, Moix, Ramón Font...

No particularmente. Nos conocíamos de los cineclubs y, lógicamente, el grupo fue absorbido tal cual por Madrid. Ahora, con el tiempo pasado, parece que yo tuve un papel muy protagonista, pero no me parece que fuera así. Simplemente es que vino rodado, eso es todo. Lo que pasa es que sí es posible que yo, sin saberlo, ya te lo decía, abriese una pequeña caja de Pandora que terminó teniendo consecuencias nunca esperadas.

Al principio de tu colaboración en Film Ideal eras a la vez redactor-jefe en Madrid de Documentos Cinematográficos, que se editaba en Barcelona bajo patrocinio del Opus. En el número 13 (diciembre de 1962) de Documentos hay una especie de editorial firmado por Coma, Ripoll y tú y titulado «La nueva frontera de la crítica». Allí preconizáis una nueva política de autores: decís preferir Demy a Fellini, que los cuatro grandes son Rossellini, Renoir, Hawks y Lang... En el número 16-17 (primavera de 1963) revisáis directores: os cargáis a Bergman y a Buñuel, sois bastante reticentes con respecto a Antonioni, consideráis a Walsh y a Sirk como maestros ignorados. ¿Había en todo eso un afán de provocación?

Obviamente un poco sí. En aquel momento, tras el cambio de orientación, las posturas entre Film Ideal y Nuestro Cine eran intentos de clarificación que inevitablemente conducían a mayor confusión todavía. De lo que se trataba un poco era de volver a empezar desde el principio. De todos modos, hay que situarse en la época. Cuando se publicó eso, las últimas películas de Orson Welles habían pasado aquí completamente desapercibidas. De Sed de mal nadie había hecho ni caso. Yo recuerdo haberme encontrado con [Juan Francisco de] Lasa en el Windsor, después de una proyección de Mr. Arkadin, y que el hombre comentaba: «Pues qué porquería, ¿no?» Ciudadano Kane se había estrenado aquí doblada, me parece que fue por esa época, por los primeros sesenta, y los Amberson no se había visto nunca (después apareció una copia que explotó la federación de cineclubs y fue como una revelación, porque era una película mucho más moderna en su discurso que Ciudadano Kane). Ese tipo de afirmaciones que comentas son muy taxativas, pero al mismo tiempo muy susceptibles de inducir confusión. Son muy periodísticas y absolutamente ceñidas al tiempo: era un poco ese empeño absurdo que existe de clasificar y evaluar. Ahora, efectivamente, tal como lo has resumido tú, queda como altamente extravagante. Sin embargo, en su época, tenía la significación que he apuntado.

Sobre todo, parece hoy muy extravagante la taxativa descalificación de Buñuel.

Entonces Buñuel era muy escasamente conocido. Quiero decir, claro está, en España. Buñuel representaba -y puede representar todavía hasta cierto punto- un cine que es muy viejo de factura, muy calculado y pobretón en determinadas películas. La culpa de esa toma de postura la tiene muy concretamente Viridianaque me parece una de sus peores películas y que además tuvimos que verla en privado porque estaba prohibida. Los olvidados no se estrenó en el Diagonal hasta el 66 o 67: yo no la había visto nunca y me quedé como absolutamente estupefacto. ¿Qué quiere decir esto? Pues que se cometía un pecado que es muy común cuando se es joven y muy ingenuo: pretender reducir una cosa no a lo que es, sino a algo que se conoce de ella. Es lo mismo que el espíritu redentorista de que hablábamos antes. No habíamos visto Él, no habíamos visto Archibaldo de la Cruz...

Ni El ángel exterminador, claro.

Porque eso se escribiría, irónicamente, justo en el preciso momento en que Buñuel hacía El ángel exterminador, ¿no? El ángel exterminador es el cierre del círculo y el regreso a La Edad de Oro. Pero en eso de reducir una cosa a lo que se conoce de ella pecamos todos, pecó Film Ideal y pecó Nuestro Cine. Hoy en día a nadie le importa ya un pimiento discutir si el cine es un arte o no es un arte. El tiempo ha terminado de hundir unas cosas, pero ha rescatado muchas otras: Billy Wilder, por ejemplo, que era un tipo que en esa época no nos interesaba mucho. Con el tiempo, automáticamente, la gente que tiene cierta calidad sube imparablemente en el escalafón, no se puede evitar.

Ocurre además que nosotros, sin saberlo, estábamos viviendo el fin de una época, el fin de una etapa. Sobre el fin de esa etapa nosotros pretendíamos justificar una serie de cosas, porque también era una forma de justificarnos a nosotros mismos, en último análisis, porque éramos misioneros y cristóbales colones y estábamos frente a gente agorera. Esas gentes agoreras sabían más que nosotros, simplemente porque habían visto las películas que había que ver en los momentos oportunos. Nuestra relación con el cine era absolutamente de tipo amoroso y no queríamos aceptar que el cine se estaba acabando. Queríamos justamente demostrar que estábamos en la edad de oro, cuando el tiempo se encargaría de demostrar justamente lo contrario: ahí, en los primeros sesenta, es cuando empieza el fin de la época.

De todos modos, el tiempo parece haberos dado la razón en buena medida. Es como si hubierais tenido una intuición curiosamente certera o una comprensión real del fenómeno, porque los más de vuestros defendidos parecen defenderse hoy mejor que los defendidos por Nuestro Cine.

Puede ser, pero yo no creo que hubiese mayor comprensión por nuestra parte. La única ventaja, por lo menos en cuanto a mí, es que pese a todo siempre he tratado de apegarme más a la realidad física impresionada en celuloide que yo percibía, que a ciertos presupuestos estéticos o políticos que no comprendía o comprendía muy mal, que no he llegado a comprender hasta mucho tiempo después. Esto creo que se entiende muy bien comparándonos con las jóvenes generaciones de ahora. Las jóvenes generaciones de ahora yo creo que no necesitan escribir, porque es que ya tienen todas las películas que quieran. Ahora, cualquier mozo aficionado al cine se puede hacer con un bagaje de películas que nosotros tardamos quince años en adquirir.

La Filmoteca funciona, hay más libros, entran más películas...

Funciona la televisión... En este país conocemos a Lubitsch, conocemos a King Vidor gracias a la televisión. Luego ha venido Filmoteca... Monterols inventó una religión con dos películas de Renoir y tres de Rossellini: a mayor o menor escala, todas las revistas de aquella época repiten de diferentes maneras esa fórmula.

Lo que no ha resurgido, aunque existe ahora un par de revistas de cine, es esa pasión que había entonces. Sería, como tú apuntaras, una pasión vicaria.

Tenía que ser, porque si no no hay explicación lógica. Era como ese reclamo de una colección de libros de cine, que venía a decir: «como no hay películas, hacemos los libros».

De toda aquella época, tanto en Film Ideal como en Nuestro Cine, ¿qué nombres destacarías como más significativos?

Esto es difícil. Recuerdo con gusto, en Nuestro Cine, cosas de Víctor Erice, y de Claudio Guerín Hill, que ya murió. Hay cosas que las recuerdo como muy esquemáticas, pero que con todo me divirtieron mucho. Recuerdo una cosa de Julio Acerete sobre los vampiros, Christopher Lee en las películas de la Hammer, que todavía me estoy riendo. Me parece un ejemplo tipo de crítica terrorista ideológica que no deja de tener cierta gracia, aunque obviamente es poco consistente. De Film Ideal yo recuerdo con gusto algunas cosas exóticas de Martialay sobre Raoul Walsh o Howard Hawks, o algunas críticas delirantes que me divirtieron mucho, como una de Terenci sobre Cleopatra que era absolutamente inenarrable. Lo que pasa es que no la he vuelto a ver.

Me la citaba Gubern el otro día.

Es que eso escandalizó mucho. Me parece que todavía alguien recientemente cita con escándalo esa crítica...

Yo recuerdo principalmente, por algo debe ser, las cosas bien escritas: ciertas cosas de Marcelo Arroita y de Pere Gimferrer sobre todo. Marcelo Arroita también tuvo sus frivolidades, porque hizo una crítica en verso de Charada que es típica. Pero recuerdo las cosas de Marcelo y de Gimferrer a nivel de puntos sueltos. Es decir, cosas con las que no estaba de acuerdo y me chocaban, pero daban detalles concretos que a mí no se me habían ocurrido y me parecían justos. También recuerdo algún detalle de las críticas de Palá y Villegas, como una reflexión sobre el montaje de dos planos, que ellos utilizaban para darle la vuelta a un razonamiento que era habitual.

Normalmente, para lo que sirven las críticas es para esto, para que alguien te dé un punto de vista que a ti no se te había ocurrido. Porque tú eres tú y ves las películas de una manera, pero hay otras personas que las ven de modo distinto, y si su argumentación está formulada con coherencia y de una manera racional, es siempre una experiencia enriquecedora. Lo que pasa es que eso no se da con la frecuencia que debiera darse.

Ahora tú eres crítico de un diario y un semanario. ¿Te sientes un superviviente o crees que aquella época ha tenido incidencia sobre la crítica de periódicos?

Por lo menos en Barcelona, yo creo que la crítica en diarios ha cambiado en pocos años de una manera absolutamente radical, hasta el punto de que lo que era normal antes -La Vanguardia y Martínez Tomás- hoy es una absoluta rareza que la gente utiliza para divertirse. Creo que es un cambio considerable.

No me considero como un superviviente, porque la verdad es que, como dice Cabrera Infante, ningún niño dice que cuando sea mayor va a ser crítico de cine. Me he considerado cinéfilo -que es palabra que me ha gustado mucho y que ahora me parece muy taxativa- y ahora me considero un filmgoer, uno que va al cine, simplemente eso.

Lo que pasa es que el hecho de haber rodado algo, de haber visto cómo se ruedan las películas en la realidad y no como las has soñado, tiene una incidencia altamente interesante sobre tu labor como crítico: te ayuda a reconocer lo que tiene valor, lo que es dificultoso o meritorio rodar. Muchos críticos se deslumbran por cosas muy sencillas de conseguir, que están al alcance de cualquier hijo de vecino. Ésa es finalmente, ni más ni menos, la gran aportación de la gente de Cahiers, que en realidad era gente que se quería dedicar a dirigir películas. Su gran aportación fue dar un nuevo punto de vista. Se trataba de no ser El Elegante Caballero en la Tribuna (1), sino otra cosa.

En “Crítica cinematográfica española. Bazin contra Aristarco: la gran controversia de los años 60” de Iván Tubau. Publicacions de la Universitat de Barcelona, 1983.

(1). Alusión al libro de Tom Wolfe El nuevo periodismo.

miércoles, 20 de diciembre de 2023

Henry King: El aire de las cumbres (1978)

Henry King es uno de los cinco centenarios del cine americano, junto con Dwan, DeMille (1), Ford y Walsh: entre todos condensan lo mejor que nos ha dado el cine americano. Centenarios en términos de obras, si no de edad, su longevidad, jalonada de películas apasionantes de todas las épocas, es ya un indicio de su generosidad creativa, y un antídoto contra el pesimismo.

De estos cinco caballeros no malditos, a quienes han traído sin cuidado los signos exteriores de la gloria cinematográfica (2), King es el más reservado y modesto. Su carrera expresa a la perfección el retraerse típico del director hollywoodense que no se preocupa por poner su "nombre por encima del título", según la reivindicación bastante discutible de Capra. Pero si pensamos por un momento en la resonancia y la importancia histórica de tantas películas de King, en los fabulosos presupuestos de los que se beneficiaron varias de ellas, en la libertad casi constante -e insólita- de la que King disfrutó durante sus cuarenta años de carrera en una de las grandes compañías americanas, lo que le habría permitido destacar más que nadie, esta discreción resulta sorprendente. En cualquier caso, demuestra la voluntad firme del autor por quedar atrás, y una higiene creativa más que encomiable hoy en día, cuando el director tiende a convertirse en la estrella más molesta del circo cinematográfico. Puede que este retraimiento le hiciera un flaco favor, ya que le impidió atraer la atención que merecían sus películas y, sobre todo, su permanencia. Pero ¿cómo criticar algo que, para él, más que un rasgo de carácter es una especie de luz que incide sobre la obra y le da una de sus dimensiones?

Es imposible abarcar el conjunto de la obra de King de un solo vistazo, hasta el punto de que parece haber querido ocultarse, como creador, tras la multiplicidad de objetos que estimulaban su curiosidad. Un sumario repaso topológico de esta obra mostraría rápidamente su extraordinaria variedad, tanto histórica como geográfica y social (3), sorprendente incluso en un país en el que los cineastas nos tienen acostumbrados a ella. Pero mientras muchos artistas gastan parte de su energía en proporcionar al espectador (y a la crítica) signos de reconocimiento, claves tranquilizadoras, el único objetivo de King era componer una especie de atlas de su país y de ciertas tierras extranjeras que es también un libro de historia por cuyas páginas circula, desde los tiempos bíblicos más remotos hasta nuestros días, todo un pueblo de hombres y mujeres de condiciones, vestimentas, actividades y sueños infinitamente diversos.

Inapreciables a primera vista, es decir, no superficiales, las líneas de fuerza que surcan las profundidades de este universo no son menos nítidas ni menos interesantes. En el plano humano, King se interesa por dos tipos de seres: los humildes, las gentes sencillas, los anónimos que han tejido la trama de la historia de los pueblos desde la noche de los tiempos, y, junto a ellos, a menudo en su seno, los genios, los inventores, los científicos, los exploradores, los santos, los grandes solitarios, todos aquellos que han cambiado secreta o espectacularmente la faz de las cosas en su época. Dentro de su variedad, un perpetuo acto de equilibrio anima esta obra, que oscila significativamente entre estos dos polos: genialidad y humildad. Y quizá nadie haya mostrado mejor que King la humildad propia del genio y ese tipo de genio que se necesita tener para ser humilde. Y es que, lejos de oponerlas, King buscó cuanto podía unir estas dos caras permanentes de la humanidad. Este punto común parece haberlo encontrado a menudo en una especie de obstinada buena voluntad que brota de las entrañas mismas de sus personajes, y que generalmente les hace la vida difícil. A dónde les llevará, además, es su historia, y la historia común de las películas de King, como veremos más adelante. Lo que también tienen en común estas dos categorías de seres, gracias a esta buena voluntad visceral, es precisamente que aparecen como "individuos representativos", término que expresa su doble modo de existencia. Individuos, es decir, independientes, responsables sólo ante sí mismo (4) - representativos de sí mismo por tanto. Pero también son representativos de su tiempo y del lugar en el que viven: y si King era tan bueno retratando las características de un determinado estado norteamericano, de una determinada pequeña comunidad rural o urbana, es porque para él la fuerza de carácter de sus personajes es el mejor cemento de esa comunidad, al mismo tiempo que es, en su obra, la mejor introducción posible al conocimiento de esa comunidad. En la mayor parte de su obra, por una ósmosis a la vez poética y realista (de la que In Old Chicago es el mejor ejemplo), los conflictos íntimos de los personajes reflejan e incluso atañen directamente a la vida de la sociedad y al entorno en que nacen. Esta obra ignora en general la distinción entre vida privada y pública, y no puede ofrecer una descripción social que no sea moral en su esencia: en efecto, la perdurabilidad de cualquier grupo humano no puede tener para King otra base ni otro origen que el moral, a partir del cual se organizará la profusión documental de su narrativa.

También los genios (inventores, exploradores, etc.) experimentan esta doble representatividad. Representativos de sí mismos por la originalidad de su obra y su visión, no son menos representativos de su época y su entorno, porque incluso los más solitarios responden, en su destino, a una llamada tácita del público y del mundo que les rodea. En su caso, este vínculo con el mundo es aún más estrecho y poderoso que para el común de los mortales, ya que los personajes más queridos por King son aquellos a los que todo egoísmo les es ajeno. Entre las conquistas que propicia la ambición, le interesan casi exclusivamente las que afectan y transforman profundamente la realidad social, del mismo modo que las energías individuales le fascinan sobre todo en la medida en que son capaces de desencadenar esas transformaciones con repercusiones universales (barcos de vapor que sustituyen a los de vela en Little old New York, el desarrollo del sistema de seguros en todo el mundo en Lloyds of London, un nuevo estilo de música popular que conquista el corazón de las masas en Alexander's ragtime band). A veces le gusta imaginar que fue una asociación particular entre los genios y los humildes lo que hizo posible una de estas transformaciones (cf. la magnífica, aunque totalmente novelesca idea, de cómo los sueños del ingeniero Fulton se hicieron realidad en Little old New York gracias a los ahorros y la cariñosa devoción de una encargada de taberna).

King es también un pintor de vocaciones sublimes, de misteriosas llamadas de las profundidades de la tierra o de los cielos. Como tal, a menudo hace que sus películas parezcan viajes de exploración. Exploración hacia las tierras lejanas, quizás inaccesibles, de mundos visibles e invisibles, que para él son una misma cosa; exploración también hacia los bordes mismos del ser, hacia los límites de las posibilidades humanas, y cuya principal razón de ser es precisamente transmitir un cuestionamiento de esos límites. Más allá de las espectaculares aventuras del relato de aviación, que King se olvida de mostrar, Twelve O'clock High ofrece, a través de cada una de sus secuencias, una reflexión sobre los límites de la resistencia humana (5), resistencia que proporciona una prueba concreta de la omnipotencia que la voluntad moral o espiritual de un individuo puede ejercer sobre los medios físicos que la naturaleza ha puesto a su disposición. Pero esos límites existen, y traspasarlos puede conducir a una desintegración de la personalidad, a una destrucción del equilibrio fundamental del ser, como indica la advertencia contenida en el anticlímax final de la película (la crisis nerviosa fulminante que sufre Gregory Peck tras su éxito). Es también el sentido de la película sobre Stanley arriesgándose a la aniquilación en su búsqueda de Livingstone, o la de Bernadette Soubirous cambiando de identidad a costa de un esfuerzo espiritual que pone en peligro su existencia.

En las películas de King, hay otra forma de traspasar los límites humanos, y es a través de una experiencia vivida preferentemente esta vez por las personas anónimas de esta obra. Esta experiencia es la del amor compartido. Es cierto que King no inventó el género de la "love story", tan antiguo como el propio cine, pero dado el talento y la intensidad con que lo ilustra, uno estaría tentado de decir que es así. El amor que se sobrepone a los años, a la ausencia (Seventh Heaven), a la pobreza (The Gift of the Magi), a las diferencias de condiciones sociales o de raza (Ramona, Love is a Many-Splendored Thing), es uno de sus temas favoritos. En particular, veía en el amor de una pareja lo que Chardonne podría haber llamado "lo sobrenatural más humilde", una superación misteriosa y cotidiana de uno mismo en comunión con el otro. A veces, este amor, para fructificar, tiene que contemplar la separación definitiva del objeto amado, como en el caso de Stella Dallas, obligada a sacrificar la felicidad de vivir con su hija a la felicidad de su hija y experimentando, en el apogeo de su amor, un sentimiento de frustración y desesperación casi intolerable. Aquí, en este movimiento de vaivén que transforma la plenitud en insatisfacción insoportable, nos encontramos en el corazón del universo de King. En efecto, su rigor moral y el clasicismo de su estilo no deben ocultar su verdadera naturaleza.

Es, ante todo, un moderno. Como historiador de las costumbres, vio que el destino de los estados y las sociedades sólo podía comprenderse a través de la descripción de las masas anónimas, pero en absoluto indiferenciadas, que los componían. Esta intuición de la importancia del hombre de la calle le permitió dar vida a todo tipo de comunidades con rasgos familiares, precisos y profundos. Como pintor de hombres ilustres y de algunos destinos oscuros pero excepcionales, le gustaba trazar vidas densas y plenas, hechas así por la acción, la creatividad, el sentimiento religioso o el amor. Pero ha demostrado que esta plenitud, lograda por diversos medios, conduce inevitablemente a un vacío del ser que es sin duda la prerrogativa del hombre -y su maldición- una vez traspasados los límites habituales de su experiencia cotidiana. Al igual que el aire enrarecido de las cumbres impone un entorno experiencial y unas condiciones de vida al límite de lo tolerable. En este sentido, el único de los jóvenes cineastas actuales que sigue sus pasos es Herzog en su película sobre Aguirre.

Artista completo, King fue el poeta de los que encuentran su lugar en este mundo -a veces después de no pocos contratiempos-: almas sencillas cuyas actividades y sueños van modelando poco a poco el entorno que les rodea (un campesino en su tierra en Tol'able David; un artesano que prefiere su pequeño pueblo sin prestigio a una ciudad famosa en Wait 'til the sun shines Nellie; un pastor que predica la palabra de Dios en sus montañas en I'd climb the highest mountain). Pero más que eso, fue el poeta de aquellos para quienes el mundo no tiene un lugar real que ofrecer, el poeta de esa parte del hombre que no es del todo de este mundo. Literariamente, hay un aspecto de su obra que podría situarse entre estas dos frases de Bataille ("El hombre es lo que le falta") y Marcel Raymond ("Hay una falta de ser que nos es consustancial (6)"). Pintor de la grandeza, de la concentración y de la sed de absoluto, pero también de los abismos que bordea, fascinado por los constructores pero consciente de la alfombra polvorienta sobre la que se deslizan los siglos, King ha sido lo contrario de un cineasta triunfalista a lo largo de su dilatada carrera.

Lo que es aún más notable es que este acercamiento al vacío, al abismo del ser al que conducen algunas de las experiencias-límite del hombre, siempre se ha negado a realizarlo en un estilo frenético, estruendoso o barroco. Para él, la calma del estilo clásico, perfeccionado en el cine desde mediados de los años treinta, era suficiente. Su obra es asombrosamente expresiva, con un sentido de la ubicuidad que procede de la hábil utilización de los diversos recursos del montaje clásico. En cada tipo de plano, King no oculta su preferencia por los que permiten establecer una ligera distancia con los personajes, desconfiando de los primeros planos por inmodestos y contrarios a la emoción general de la película, y utilizando con discreto virtuosismo los planos largos, pero que no vemos que lo sean. Su dirección de actores, precisa y conmovedoramente sobria, ha contribuido en gran medida a eliminar del mosaico de sus películas los golpes de efecto, los arrebatos dudosos y la exaltación del héroe en detrimento de su entorno, cosas que aborrece. Tanto en la dramaturgia como en el montaje, hace caso omiso de los trucos de enlace que ocultan elementos de la trama, que, por el contrario, debe entregarse íntegra al espectador en cada momento de su desarrollo. Este estilo directo y depurado, nacido en la época del cine mudo, se adapta tanto a los bajos presupuestos como a las grandes superproducciones. No se ha visto sorprendido por ninguno de los avances técnicos del cine (sonido, color, pantalla ancha), que ha absorbido sin perder un ápice de originalidad ni dignidad. Es un estilo que, si bien puede tardar en ser reconocido, parece sufrir poco el paso del tiempo. Empecé lamentando que la discreción del autor hubiera podido perjudicar a su obra. Por otra parte, King se habrá saltado así la etapa de la fama pasajera, la moda y el inevitable purgatorio. Su nombre, a salvo de las salpicaduras de la fama, también se habrá librado de las ideas erróneas, los prejuicios y los tópicos que oscurecen tantas obras más conocidas. Al no haber aparecido nunca como cineasta del momento, se convertirá fácilmente en lo que nunca ha dejado de ser: un cineasta de la eternidad, incomparable por la variedad de sus gustos y por su honestidad.

(1) Seamos precisos: por lo que respecta a DeMille, para llegar a la centena, hay que añadir algunas de las películas que supervisó o produjo…

(2) Algunos objetarán: ¿qué pasa con DeMille? DeMille construyó una leyenda en torno a sus películas y a su gigantesca escala, no sobre sí mismo, permaneciendo siempre muy discreto, como muchos cineastas estadounidenses, sobre sus verdaderas ambiciones e intenciones. Cineasta genial, su fama aún no está asegurada. Basta con echar un vistazo a las críticas del último Festival de Cannes, por ejemplo, y ver cuántas veces fue utilizado como repelente por periodistas sin tema. "Ah, no es DeMille", reza una crítica satisfecha de una película reciente, o "¡Menos mal que X no quería hacer un DeMille!", exclama aliviado otro crítico. Siempre citado, siempre insultado: tal vez sea otra forma de gloria, más duradera y más rara.

(3) Desde el punto de vista geográfico, la obra de King ha descrito ampliamente los estados de Kansas, Georgia, Maine, Nueva York, Misuri, Nueva Inglaterra, Carolina, Maryland, etc. Fuera de Estados Unidos, los siguientes países han aparecido en las tramas de las películas de King: Francia, España, Italia, Inglaterra, Rusia, Austria, Israel, India, Hong Kong, Sudáfrica, Jamaica, Canadá, México, Panamá, etc. En cuanto a las épocas, son más numerosas aún, y los oficios ilustrados por esta obra son innumerables. Sólo la obra de Michael Curtiz, otro gran desconocido, puede rivalizar en variedad con la de King. Pero mientras que Curtiz tiende a perderse en ella, de un modo que resulta fascinante, King la utiliza para trazar algunas líneas de fuerza que pueden encontrarse de un extremo a otro de su inmensa carrera.

(4) Lo que King detestaba en Fitzgerald (el héroe de su última película, Beloved Infidel) era precisamente el hombre que no era libre de sí mismo, y su lastimera búsqueda de la aprobación de los demás, como si el escritor buscara en los demás la imagen de su propia dignidad. Para King, sin embargo, la dignidad de cualquier hombre depende únicamente de sí mismo, y no necesita mirar más allá de su interior.

(5) Este tema de la resistencia humana ya se trata en las películas mudas de King, y en particular en la famosa Winning of Barbara Worth, la película en la que King reveló a Gary Cooper.

(6) Esta frase aparece al final de un relato autobiográfico ("Mémorial", José Corti, 1971) que narra una experiencia amorosa similar a algunas de las películas de King. Merece la pena citar el contexto inmediato, sorprendentemente próximo a la obra de King, en particular a sus melodramas: "La melancolía es un gusto por lo infinito, se parece al Eros platónico, da testimonio de la condición humana [...]. Estos baches, estas caídas en el vacío, no se deben únicamente a la inestabilidad de los nervios. Hay una falta del ser que nos es consustancial. La felicidad terrenal, por intensa que sea, está hecha de una parte imposible de apreciar del sueño de la felicidad; de la aspiración sin fin hacia el absoluto de la felicidad y su deslumbrante perfección, que apenas puede vislumbrarse."

Jacques Lourcelles

"Dictionnaire des films" (Ed. Bouquins, 2022)