por
Jacques Lourcelles
“Anotar lo que uno piensa,
puerilidad.
Ahí está su valor.”
— Jacques Chardonne,
Propos comme ça
“Hay que tener cuidado:
‘escribir bien’ puede ser, a veces, escribir como un tendero.”
—
Paul Léautaud, Notas recuperadas
“Mi memoria, señor, es como
un montón de basura.”
— Borges, Funes el memorioso
Estas son
notas sobre algunos de los 392
filmes estrenados en París en 1966,
así como sobre otros, más antiguos, que podían volver a verse (o
descubrirse) ese mismo año.
1 de
enero. — La femme du boulangere,
Pagnol, 1938 (televisión). No existen un cine de investigación y un
cine de entretenimiento, un cine teatral y un cine puro, un cine
literario y un cine prosaico. Todas esas distinciones son inútiles,
carecen de sentido. ¿Por qué? Porque, en todas las películas
interesantes, la invención, que es al menos la mitad del genio de un
cineasta, es, por esencia, inubicable. François Truffaut, en una
ocasión, intentó, a propósito de Hitchcock, oponer una idea de
guionista a una idea de puesta en escena. La idea de guionista estaba
en Les Orgueilleux (Y. Allégret, 53): Michèle Morgan
enviando un telegrama y diciendo al empleado de correos: “Quite
‘ternura’” —una idea que pretendía subrayar la crueldad
inconsciente del personaje. La idea de puesta en escena era, en Under
Capricorn (Hitchcock, 49), Michael Wilding colocando su chaqueta
detrás de un cristal que así se convertía en espejo, obligando a
Ingrid Bergman a tomar conciencia de su belleza aún intacta. Una
oposición poco convincente: bien podría decirse que se trata de dos
ideas de guionista, una mecánica, convencional, vulgar; la otra, la
de Hitchcock, sorprendente y admirable. Y ambas se oponen menos por
su naturaleza que por su calidad. En realidad, es casi imposible, en
cine, definir la naturaleza de una buena idea, dado que la puesta en
escena se compone de la imbricación de mil elementos diversos y
heterogéneos. A lo sumo, puede medirse el valor de una buena idea
por la fuerza con que parece brotar del tema, como si saltara
directamente a los ojos y al corazón. No puede haber invención en
el cine si no es en función de lo que rodea a esa invención (los
demás elementos de la puesta en escena) y, sobre todo, en función
del tema. Esto es lo que pone de manifiesto el carácter vano, nulo y
sin sentido de las discusiones actuales sobre el “nuevo cine”
frente al cine tradicional (o cine novelesco, cine narrativo). En
cada película original, la invención y la tradición se reparten de
forma distinta entre los múltiples ingredientes de la puesta en
escena, de un modo único, irrepetible e imposible de codificar. Solo
las películas muy malas —auténticamente horribles— llegan a ser
completamente revolucionarias o completamente tradicionales.
Durante mucho tiempo, se criticó a Pagnol como
cineasta, incluso se le dio por acabado, acusándole de despreciar el
cine y concebir la puesta en escena como un mero enlatado de sus
propias obras teatrales. Él podía replicar, y no se privó de
hacerlo, que, mientras imprimía sus obras en celuloide, innovaba en
el uso del plano secuencia, del sonido directo, del rodaje en
exteriores. ¿Fue, técnicamente hablando, un reaccionario o un
innovador? La pregunta, como puede verse, es prácticamente insoluble
y carece de mayor interés. Lo que trasladó de otro arte, lo que
inventó, lo hizo casi sin pensarlo, dejándose llevar simplemente
por su instinto en busca de la mejor encarnación posible del mundo y
de los personajes que le importaban. Al ver hoy sus películas, uno
se da cuenta, y ya nadie lo discute, de que, en el fondo, fue una
especie de clásico, para quien la escritura del guion y la creación
de personajes eran lo más importante, coincidiendo así, quizá sin
saberlo, con la mayoría de los grandes cineastas, que siempre han
afirmado (incluso aquellos que no escriben una sola línea de su
guion) que el elemento más importante de una película es la
historia, tanto como punto de partida como resultado final de la
puesta en escena.
En lo que respecta al rodaje en exteriores, se
trata de una técnica susceptible de usos tan diversos que resulta
imposible encontrar una unidad entre las escuelas o protoescuelas
(paisajistas escandinavos, neorrealismo, nouvelle vague, etc.) que se
han reivindicado de ella. Aun así, se pueden distinguir, sin forzar
demasiado, dos grandes formas, fundamentalmente opuestas, de
utilizarla. La primera consiste en salir al exterior como observador,
como turista, con la intención de asombrar y de asombrarse uno
mismo, de resaltar la variedad y la originalidad de los lugares
revelados por la cámara. La otra es la que escogió Pagnol. Su
Provenza es una Provenza intemporal, estática, apenas mirada,
profundamente ligada al destino de los personajes, tan poco destacada
y, sin embargo, tan presente como los paisajes de los mejores
westerns, con los que las películas de Pagnol no dejan de tener
ciertos puntos en común. Es el mundo ampliado del hombre
vinculado consustancialmente a su tierra natal, ese mundo que
Chesterton opone, en su crítica del cosmopolitismo de Kipling, al
mundo singularmente reducido del trotamundos: “El trotamundos
—escribe— vive en un mundo más estrecho que el campesino.
Siempre respira una atmósfera local. Londres es un lugar comparable
a Chicago y Chicago comparable a Tombuctú. El pasajero del
transatlántico ha visto todas las razas humanas y no piensa más que
en lo que las separa: la comida, la ropa, las normas sociales, los
aros en la nariz como en África o en las orejas como en Europa, el
maquillaje blanco en los antiguos y el colorete rojo en los ingleses
modernos. El hombre en su rincón de coles no ha visto absolutamente
nada, pero piensa en aquello que une a los hombres: el hambre, los
hijos, la belleza de las mujeres y las promesas o amenazas del
cielo…” Chesterton también señala: “En cuanto echamos raíces
en un lugar, ese lugar desaparece”. Esa Provenza desvanecida, no
turística, de La femme du boulanger es sin duda el
elemento más interesante del clasicismo de Pagnol.
El otro gran elemento del filme es, dentro de la
intriga, la brusquedad de la marcha de Ginette Leclerc, que confiere
a la obra un matiz trágico. A lo largo de toda la película, Ginette
Leclerc permanece, por así decirlo, como un personaje “ausente”.
Su regreso silencioso en la última secuencia no hace sino confirmar
esa impresión. No hay disputa, ni diálogo, ni drama, ni psicología.
La película se convierte así en un simple diálogo entre Raimu y el
destino, entre Raimu y la ausencia de su amor.
Nota
añadida: La historia del cine está lejos de
haber concluido —en realidad, apenas ha comenzado. A mi juicio, hay
tres áreas que deberían atraer el interés de los futuros
historiadores del cine. Las indico brevemente: 1)
El cine francés de
antes de la guerra:
un cine que se apoyó ampliamente en personas que no eran
exactamente “de cine”, sobre todo figuras del teatro —actores,
dramaturgos— y que, en consecuencia, mucho les debe. Un cine cuyos
objetivos, métodos y espíritu son casi tan distintos de los del
cine francés de posguerra como si se tratase de dos cinematografías
de nacionalidades diferentes. Avec le sourire (1936),
película escrita por Louis Verneuil y dirigida por Maurice Tourneur,
es, por su inventiva, su viveza, su cinismo, su expresividad en todos
los planos (en particular en lo social y lo moral), un ejemplo típico
de ese periodo en el que el cine francés fue, quizá, el primero del
mundo. A su lado, incluso las mejores comedias estadounidenses de la
época nos parecen hoy pálidas y escolares. Sin duda, se trata de un
campo que merece exploración y catalogación con lo que suele
llamarse “una mirada nueva”; 2) La
corriente cómica en el cine italiano desde los
comienzos del sonoro hasta nuestros días (desde la payasada pura
hasta la sátira social más mordaz) constituye sin duda otra veta de
gran interés; 3) El tercer ámbito es quizá el más importante:
consistiría en examinar, desde una perspectiva histórica, el papel
desempeñado por cada una de las grandes productoras estadounidenses.
Este estudio no debe abordarse, como creen algunos, en oposición al
concepto de autor. Sus conclusiones, al contrario, no harían sino
poner aún más de relieve la importancia y el talento respectivos de
los grandes nombres del cine norteamericano.

18 de
enero. — Deux
heures à tuer,
Ivan Govar, 1966. La película está basada en una
obra teatral de Vahé Katcha. Unidad de lugar, unidad de tiempo. A
pesar de ello, la historia resulta confusa, por momentos
incomprensible, lo que confirma que la inteligibilidad de una intriga
no depende de los principios en los que se apoya, sino de la
honestidad y claridad de pensamiento de quien la cuenta.
El
lugar: el vestíbulo de una estación de tren en una
pequeña ciudad de provincias. Tiempo
continuo: las dos horas del título (1 h 40 min), de
noche, en espera de un tren. La región está aterrorizada por un
sádico asesino de mujeres. ¿Quién es? ¿Michel Simon, Raymond
Rouleau, Pierre Brasseur o Jean-Roger Caussimon? Sin embargo, hay un
rasgo original en Deux heures à tuer: el personaje sobre el
que recaen todas las sospechas desde su primera aparición, un tipo
presentado como acomplejado, inquietante y francamente antipático,
resulta ser, en efecto, el verdadero culpable. Incómodos ante esta
osadía, los autores intentaron atenuarla acelerando el desenlace,
que resulta aún más oscuro que el resto de la intriga. Se sale del
cine sin estar seguro de haber comprendido nada. Éste es un truco
nuevo, muy utilizado en la actualidad: para disimular la debilidad o
el artificio de una intriga, se la oscurece deliberadamente, con la
esperanza de despertar en el espectador un nuevo motivo de interés.
Mala jugada. Diría incluso: no hay peor. Y sin duda hay que ver en
esto una de las múltiples causas del cierto desinterés del público
por el cine, que otros prefieren denominar, como si les sorprendiera,
“crisis del cine”, cuando en realidad es lo más lógico y
justificado del mundo.
De esta técnica fue precursor Joseph Losey cuando
declaró, a propósito de Blind Date (Présence, nº
20): “En un principio había dos bobinas finales que eran muy
explícitas, muy precisas. Todo se explicaba, todo encajaba y era muy
aburrido. Estaba seguro de que no era eso lo que hacía falta. Volví
a rodar todo el final, lo condensé en una sola bobina y no expliqué
nada. De modo que, si uno quiere, puede no estar seguro de que el Sr.
Presle haya cometido el asesinato. No se conocen los detalles de cómo
hizo para colocar el cadáver en el sofá, etc. Así, la gente sale
del cine preguntándose: ¿lo cometió o no?, ¿cómo hizo esto o
aquello?, etc. Pero les gusta la película. Mientras que, si lo
hubiéramos explicado todo, en mi opinión, no les habría gustado,
porque la película habría quedado limitada por sus explicaciones.”
Una declaración como esta, entre muchas otras, constituye además un
excelente comentario sobre el declive de Losey en sus últimas
películas.

26 de
enero. —
The Naked Kiss,
Samuel Fuller, 1963. Cuando comienza la película,
Constance Towers está golpeando a su exproxeneta. Durante la pelea,
se le cae la peluca (aparece completamente calva) y le arrebata al
hombre los 75 dólares que le debía. Los títulos de crédito se
suceden mientras ella se recoloca la peluca, se maquilla y vuelve
poco a poco a convertirse en una mujer muy femenina. Al mirarse en el
espejo, se encuentra algo envejecida y decide dejar la prostitución.
También decide cambiar de aires. Llega a una pequeña ciudad de
provincias, aborda a un policía, Griff, y con el pretexto de
venderle una botella de champán, entabla conversación con él. Le
habla de Goethe, pero él no la entiende. “¿Go… quién?”, dice
el agente. Ella rechaza su oferta de trabajar en el cabaret donde
suele llevar a las chicas. Alquila una habitación en casa de una
mujercita muy simpática que tiene por costumbre charlar con un
maniquí cubierto de condecoraciones: su prometido, un militar
desaparecido hace veinte años.
Constance trabaja ahora, con gran eficacia, en una
clínica para niños con discapacidades, donde aplica métodos que
Fuller ya había descrito, también con eficacia, en estas mismas
páginas hace unos números. Conoce al dueño de la clínica, que
también posee casi todo el pueblo, en el que su familia lleva
instalada generaciones. Constance tiene amigas, protegidas. Una de
ellas, una enfermera muy sensible, está harta de la clínica y se
plantea trabajar como chica de compañía en el cabaret que le indicó
Griff. Incluso ha recibido ya 25 dólares como adelanto. Constance va
a ver a la regenta del local, le lanza varias veces el bolso a la
cara y la obliga a masticar los 25 dólares.
Es más fácil aconsejar a los demás que a uno
mismo. El propietario se ha enamorado de Constance y le ha pedido
matrimonio. Ella duda. Pide consejo al maniquí de su casera.
Finalmente decide aceptar, no sin antes poner a su futuro marido al
corriente de su pasado. Él dice que quiere casarse con ella
igualmente. Un día, de forma inesperada, toda risueña, ella acude a
su casa para mostrarle su velo de novia. Entonces descubre, de manera
inequívoca, que él tiene una marcada inclinación por las niñas
pequeñas (el espectador comprende de pronto por qué su rostro
resultaba tan desagradable y antipático). Él asegura que eso no es
ningún obstáculo para el matrimonio, que al contrario, se
entenderán perfectamente, pues ambos no son normales. Ella no está
de acuerdo. Le golpea en la cabeza con el auricular del teléfono.
Muere. En un plano admirable, el velo de novia de Constance cubre el
cadáver. Juicio. Absolución. Constance sale del tribunal. En la
escalinata, sus amigas la esperan para abrazarla y felicitarla. Se
marcha. Fuller afirma que volverá a ser prostituta. El espectador,
debido a los múltiples cortes infligidos a la película, no lo sabe.
Tampoco importa: la película ha terminado, y el desenlace, que
sugiere lo que ya no veremos en pantalla, es lo menos importante de
un filme.
Un apunte, de paso, sobre los cortes en las
películas. Son cada vez más frecuentes, y escandalosos; hay que
señalarlos, impedirlos, combatirlos por todos los medios posibles.
Por supuesto. Pero aun así, tienen una pequeña ventaja: confirman
la verdadera naturaleza de una película. Como la censura, los cortes
impuestos a los filmes cumplen a menudo, sin saberlo, una función
eminentemente crítica. Una película fea será aún más afeada por
los cortes. Una película ya blanda o larga, será alargada y
ablandada todavía más. Una buena película no se puede decir que
los cortes la embellezcan —sería un feo y absurdo contrasentido
afirmarlo—, pero, en cierto modo, el carácter evidente,
invulnerable, de su belleza queda reafirmado, se vuelve aún más
vívido gracias a ellos. En una película demencial como The
Naked Kiss, los cortes no hacen sino acentuar su locura. Por eso
los tijereteros de celuloide deberían comprender, si no el escándalo
de su acción (que no les conmueve en absoluto), al menos su
ineficacia,
que sí debería hacerles reflexionar.
Volvamos a The Naked Kiss. Fuller ya se
había permitido muchas cosas en sus películas anteriores. Esta vez
se lo permite todo. Y el clima de locura de The Naked Kiss,
que nace de una energía y una intensidad desbordantes en las
reacciones de los personajes, proviene también del esquematismo
generalizado con el que Fuller ha querido estructurar su película.
Esquematismo del argumento, de los personajes, del propio género. El
genio de Fuller está en que, a través de estos esquematismos, logra
expresar el esquematismo mismo de las concepciones sociales y morales
de las sociedades contemporáneas (tal y como las ve Fuller), y que
su propósito crítico como autor acaba siendo exaltado por los
propios excesos de su obra.
Quiera o no, lo esencial de la obra de Fuller —ese
mundo que él mismo describe como «de odio, sangre y muerte»— ha
acabado encarnándose en los dos géneros tradicionales del cine
policíaco y del cine bélico, debido a una atracción que, aunque
hoy empieza a pesarle un poco, Fuller nunca ha pensado en negar. El
cine policíaco, sea cual sea su forma, existe para representar el
enfrentamiento esquemático entre el Bien y el Mal; no tiene otra
razón de ser. Una forma de lidiar con ese esquematismo, de aceptarlo
u olvidarlo, consiste en relegarlo al pasado de la película, a los
hechos previos al inicio del relato. Cómo el bueno se volvió bueno,
o el malo se volvió malo, es precisamente lo que el guion se
empeñará en mantener en silencio. Cuando empieza la película, los
dados ya están echados. Y el Bien y el Mal, próximos entonces a la
concepción de Shaw en Man and Superman (1), no son tanto
dos categorías creadas para juzgar al ser humano como dos actitudes
libremente elegidas por él, inmutables, antitéticas, que se
enfrentan en el mundo social en una lucha sin fin, donde toda
posibilidad de conversión está de entrada descartada. A esta
concepción puede adscribirse una larga tradición de películas
policíacas de apariencia más bien modesta, taciturnas, un tanto
toscas, en las que el autor apenas se hace notar, y cuyo máximo
exponente sería quizá The Narrow Margin de Richard
Fleischer.
Otra corriente del cine policíaco, contraria al
esquematismo fundamental del género, ha intentado impugnarlo
cultivando de forma sistemática la ambigüedad, tanto en la historia
como en los personajes. Esta corriente es inseparable de la figura
del detective privado, criatura fronteriza por excelencia, mitad
policía, mitad delincuente, cuya ironía casi anarquista, su firme
convicción de que el dinero no tiene olor y su desenvoltura para
moverse entre los ambientes más diversos, van diluyendo poco a poco
la frontera entre la buena sociedad y el hampa. Con él nos
adentramos en historias confusas cuya moral es igualmente confusa.
The Big Sleep es un ejemplo característico de esta
categoría de cine negro que se complace en insinuar que el Bien y el
Mal quizá no sean más que dos etiquetas aparentemente distintas
para cubrir una misma realidad turbia. (Nótese, de paso, que dentro
de un género que en su conjunto ha envejecido mucho, es precisamente
esta última categoría, la considerada más brillante en su momento,
la que más ha sufrido el desgaste del tiempo.)
Fuller rechaza tanto esa ambigüedad buscada como
el esquematismo tradicional del tipo The Narrow Margin. Lo
rechaza no como esquematismo, sino como hipocresía y mentira. Para
él, la buena sociedad es un nido de canallas e hipócritas infames,
mientras que los bajos fondos pueden albergar, en ocasiones, inmensas
reservas de independencia, honestidad, valentía y coraje para decir
la verdad. Lo que equivale a sustituir el viejo esquematismo por otro
aún más virulento (como esquematismo), más rígido y asfixiante
para los personajes, y que se convierte así en el marco ideal para
exaltar su asco y su odio hacia el mundo que les rodea.
Una parte de la locura de The Naked Kiss,
la que menos ha aceptado el público, proviene del hecho de que, en
la intriga, a los personajes femeninos solo parece ofrecérseles una
disyuntiva: o el cabaret (el burdel), o la clínica. Un dualismo y
una representación mental en los que Fuller se niega a ver las dos
grandes aspiraciones naturales de la mujer, y que interpreta más
bien como el doble cepo que la mantiene prisionera desde hace siglos
de civilización. Dualismo insoportable, invivible, cuyo carácter
absurdo y casi paródico Fuller enfatiza deliberadamente a ojos del
espectador. El otro aspecto de la locura del filme, ligado al
anterior, reside en la serie de comportamientos más que viriles que
adopta Constance Towers a lo largo de la película. Si los “adopta”,
precisamente, es porque no le pertenecen, porque no le encajan. Pero
tampoco le encajan los comportamientos puramente (supuestamente)
femeninos. En esto, es sin duda un personaje plenamente fulleriano:
minoritario, intermedio, incómodo en su piel, en su rol social,
incluso en su sexo; reniega de lo que fue, rechaza lo que ha llegado
a ser y acaba completamente perdido, sin saber ya quién es ni dónde
está. Ese es el drama de los personajes de Fuller: despreciar
furiosamente a quienes se conforman con su destino, con las
codificaciones sociales, con la hipocresía, pero no tener, por otro
lado, la fuerza de desapego necesaria para vivir plenamente al margen
de esas codificaciones, ni la capacidad de no sufrir por ello. La
moral, en Fuller, se reduce la mayoría de las veces a un impulso
moral, a una insatisfacción. La fuerza, la violencia, la
espontaneidad de ese impulso cuentan más que el resultado que se
obtenga, y a menudo no se obtiene nada. Lo cual es, tal vez —después
de todo— el colofón de toda moral.
La obra de Fuller se encuentra hoy en una
encrucijada. Parece que ya no tiene mucho que ganar expresándose
dentro de los géneros tradicionales. Aparte de esa gran película
bélica que aún le queda por hacer (The Big Red One), que
no deja de preparar y que será el testamento de todo un aspecto de
su obra, Fuller ha ido hasta donde era posible en su empeño por
hacer estallar los géneros desde dentro. Ir más allá sería
probablemente arbitrario, incluso estéril. Por eso, lo deseable
sería que pudiera rodar libremente las películas que le apetece
hacer, la mayoría escritas por él, muchas de ellas dentro del
género biográfico. Ahí parece abrirse una vía nueva para esos
personajes excepcionales que pueblan su imaginación.
Vi a Fuller en septiembre pasado, en un piso de
Montmartre. El proyecto que más le ocupaba por entonces, además de
sus Fleurs du Mal, que acababa de terminar de escribir, era
una película sobre Balzac. Un Balzac que, desde luego, no sería
apto para todos los públicos, y quizá tampoco para manos
académicas. Pero Fuller quiere lo suficiente a Balzac como para
ganarse el derecho a hablar de él como le dé la gana. Y, por otra
parte, hay que admitir que Balzac es por sí solo un “fenómeno”
lo bastante rico como para interesarse por él no solo a través de
sus libros o de una continuidad biográfica fiel, sino también a
través de ciertos momentos clave de su vida, sobre los que puede
meditar y fantasear a placer la mente creadora de alguien como
Fuller. El tema del filme no parece que vaya a ser: “el genio de
Balzac”, sino más bien: ¿cómo hacía un genio como Balzac para
vivir, para soportarse a sí mismo? ¿De qué fuerzas (de qué
obsesiones) se acompañaba su fuerza creativa, y cómo lograban, o
no, convivir entre sí? El Balzac de Fuller será un Balzac salvaje,
desatado, devorado por los apetitos, poético, pero probablemente muy
cercano a la realidad.
Transcribo lo que me dijo: «¡Nunca —jamás!—
se verá a Balzac escribiendo. Hablará de literatura una o dos
veces, como mucho. La película podría ir sobre un tal John Smith...
y solo después nos daríamos cuenta de que es Balzac. Tiene una
obsesión: casarse con una mujer rica. Y es en ese camino, el de
cumplir esa obsesión, donde escribe su obra. Esa es la idea base».
Le pregunto: «¿Y en qué momento de la vida de Balzac empieza la
película?» —«First lay (la
primera vez que se acuesta con una mujer). Pero habrá
flashbacks sobre su infancia, las escuelas
donde estuvo, etc. En toda la película alternaré secuencias
trágicas y cómicas. Mire, un ejemplo de secuencia cómica».
Fuller se levanta, gesticula, hace de todos los personajes. «La
escena transcurre en el Grand Véfour. Los
camareros recorren el comedor portando toda clase de platos
voluminosos y apetitosos. Balzac entra (no tiene ni un duro), observa
a los camareros y les interroga minuciosamente sobre los platos que
llevan». Fuller imita a Balzac (pronuncia la primera sílaba de
su nombre como el bowl de Hollywood Bowl), es
Fuller imitando a alguien que sería aún más Fuller que el propio
Fuller. Erguido sobre los talones, sin perder un milímetro de su
escasa estatura, ebrio de orgullo y vitalidad, con voz estentórea,
se pone a gritar —se trata de Balzac plantado en medio del Grand
Véfour—:«¡Soy
Balzac… de Balzac!»,
y acercándose a mí: «el
‘de’ completamente inventado... Le
dan mesa. Pide varios platos. Llega la cuenta.»
Fuller-Balzac saca
una hoja en blanco y firma: de
Balzac.
Comentario de S.F.: «Balzac
es listo. Él sabe: los pobres pagan; los ricos, en cambio, firman».
Para Fuller, Mme
Hanska es más o menos una ramera. Balzac no la ama. Le pregunto si
está realmente seguro. «¡Por
supuesto… claro que sí! No la ama, está obsesionado con ella, es
distinto. Se dice: la tendré, tengo que tenerla. No es amor. También
está obsesionado con su riqueza. Un día, lo invitan a su casa en
Polonia, lejísimos, lejísimos.
Mme Hanska tiene un gran castillo y un ejército de criados. Uno de
ellos es azotado por desobedecer; tan azotado que muere. Balzac,
testigo de la escena, murmura: ¡Qué
rica es esta mujer!»
Me pregunta si
he leído Père
Goriot. Le encanta la
novela. «¡Great
stuff!»,
grita. Su dicción es tal que con una sola sílaba (great,
fun, big), puede soltar un aullido que dura varios segundos. Sigue:
«Tengo una teoría sobre ese libro. ¿Sabe que Balzac amaba a su
madre…? Quiero decir que quería meterse en su cama… sí… ¡sí!
¡Y es que era tan guapa! En fin, creo que Balzac deseaba que su
madre le quisiera de la misma forma que Papá Goriot quiere que sus
hijas le quieran. ¿Me sigue? Déjeme contarle el final de la
película. Balzac está en su lecho de muerte. Aún habla, pero tan
bajo que apenas se le oye. En la habitación hay tres personas: su
madre, Hugo y el médico. Mme Hanska está en otro cuarto, adormilada
en la cama. La madre de Balzac y el médico van a verla para intentar
que se dé cuenta de lo odioso de su actitud. Le ruegan que, al menos
un minuto, acuda al lecho de su marido. “Hace frío”,
gime Mme Hanska desde la cama. Por fin se levanta, arrastrando con
ella la manta. La cámara sigue esa manta que se desliza suavemente
por el suelo. Mme Hanska llega hasta Balzac. Él dice —y es su
última frase—: “¿Pero
qué tiene ella de diferente?” (durante toda
la película, con cada nueva conquista, Balzac se preguntaba en vano:
¿pero qué tiene de diferente?). Y muere. Mme
Hanska regresa a su cuarto, aún seguida por la cámara, se mete en
la cama, se arropa, y de entre las sábanas asoma el pie, luego la
pierna de un hombre, que pasa por encima de la suya. The
End».
«Y
sabe qué, después de la película, no habré terminado. Quiero
lanzar una campaña. Quiero que trasladen a Balzac del Père-Lachaise,
donde está ahora, al Panteón, y que lo coloquen en el centro.
¿Quién hay en el Panteón? Voltaire... Rousseau, vale. Pero Balzac
debe estar entre ellos, en pleno centro. Tal vez no lo consiga. ¿Qué
tengo que perder? Dirán: U.S.,
go home!
¡Me da exactamente igual! No sé si le conté que visité el museo
Balzac, en la calle Raynouard. No va casi nadie. Apenas un visitante
cada dos días. ¡Y qué sucio puede llegar a estar! Le di cinco
dólares al vigilante y le dije: Keep
it clean.
Me habría encantado trabajar allí un mes o dos, lo justo para
ponerlo todo en condiciones. Lástima que no hablo francés».
Le pregunto a qué actor tiene en mente para el
papel de Balzac. No lo sabe. No le interesa lo más mínimo. Al menos
por ahora. Para él, escribir una película es un acto absolutamente
autónomo que no debe verse entorpecido por la preocupación de hacer
coincidir tal papel con tal actor, ni por ningún otro tipo de
consideración de orden material. Ni siquiera el formato: no tiene la
menor idea de cómo será. No quiere pensarlo. Por ahora, escribe.
Solo cuentan la inspiración, la idea de base, los personajes y
ciertos movimientos de cámara que nacen de forma espontánea de lo
imaginado. De todo eso, de sus aptitudes como escritor, Fuller no se
siente poco orgulloso. De hecho, es su mayor orgullo. Me tiende un
fajo de folios en blanco: «A
la mayoría de los directores»,
me dice, «les
das esto y dos millones de dólares y les dices: ‘Hazme una
película’, y no pueden. Yo, sí».
Hace tres años anoté una afinidad entre ciertos
episodios de la vida de M. Sachs y el contenido de los filmes de
Fuller. Hoy la confirmaría con algunos pasajes de Derrière cinq
barreaux (1952): «Solo se traiciona bien a quien se ama»
(p. 44). «El amor, cargado del ser apasionado como dinamita,
espanta a todos los seres amables» (p. 48). «Buscar en uno
mismo ese pequeño núcleo que no es más que uno, suele equivaler a
no encontrar a nadie» (p. 192). «Es bueno atreverse a
mirarse de frente con horror» (p. 193). «Estoy furioso con
los hombres, furioso con todas sus locuras. Y eso me hace estar
furioso conmigo mismo, furioso con mis propias locuras, furioso por
ser hombre» (p. 208).

23 de
febrero. —
The Courtship of Eddie’s Father (Minnelli) y The Sound
of Music (Wise). Dos películas que aún pertenecen a un género
(el género familiar) inexistente en Francia, e inexistente en
realidad en todas partes excepto en Estados Unidos. Un género doble,
secreto, donde se puede decir todo si se tiene talento; un género
destinado idealmente, y quizá más que ningún otro género
americano, a unos pocos y a todo el mundo a la vez, ya que
cada cual puede interesarse por él según su edad y sus
preocupaciones.
Sobre la película de Minnelli solo haré una
observación. La evolución de Minnelli es una de las más
sorprendentes del cine americano. La secuencia There’s beauty
everywhere (“Hay belleza por todas partes”) de Ziegfeld
Follies (1945) es típica de sus primeros filmes y de sus
capacidades en aquel momento. Como The Pirate o Meet Me
in St. Louis, permanece inolvidable por el grado de fealdad casi
insoportable que alcanzaba, ya fuese por la artificiosidad de la
puesta en escena, por la vacuidad de la anécdota, el mal gusto y la
afectación de los intérpretes, o la sofisticación fallida de la
atmósfera. La primera película interesante de Minnelli fue Father
of the Bride (1950), donde, partiendo de un tema banal, Minnelli
mostraba una inventiva en la dirección de actores claramente
superior a lo que el guion hacía prever. Minuciosidad, atención a
detalles psicológicos sin repercusión fuera de la escena en curso,
un talento descomunal para mostrar dentro de una misma historia
personajes exteriormente muy distintos pero idénticos en el fondo
por su moral y su sensibilidad: ésas fueron cualidades que ya no
dejaron de encontrarse en el cine de Minnelli y, por ejemplo, hoy, en
el maravilloso tríptico femenino (Shirley Jones, Stella Stevens,
Dina Merrill) de The Courtship of Eddie’s Father. La
primera obra maestra de V. M. fue Tea and Sympathy (1956),
una película tan rica y tan profunda que ni siquiera me atreveré a
hablar de ella aquí. Con sus tres últimos filmes, Courtship
(1963), Goodbye Charlie (1964) y The Sandpiper
(1965), Minnelli ha entrado definitivamente, dejando atrás a muchos
de sus primeros admiradores, en el círculo de los grandes cineastas
estadounidenses, y lo ha hecho de una forma paradójica, porque ese
círculo, si hablamos de directores en activo, nunca ha estado tan
peligrosamente reducido. Ha entrado tan de lleno que hoy incluso sus
películas buenas, sus menos buenas e incluso las malas resultan
interesantes por haber sido parte de una evolución tan fecunda como
inesperada.
The Sandpiper, por ejemplo, apenas tres
días después de haberla visto, y por el tipo de recuerdo que deja,
es el ejemplo mismo de la película que uno está convencido de haber
visto como un clásico. Clásica porque, a partes iguales, es espejo
del hombre que la realizó y espejo de la época y del lugar en que
fue realizada; a partes iguales, mitología íntima y documento. Del
mismo modo, Tea and Sympathy y Goodbye Charlie, sin
dejar de ser objetos puramente decorativos, como tanto le gustan a
Minnelli, son también películas que dicen mucho sobre la América
de hoy: sus incertidumbres sexuales, su deseo de independencia y de
seguridad, su miedo a las influencias externas, etc. Pero no era eso
exactamente lo que quería decir. The Courtship of Eddie’s
Father es, ante todo, una película que respira, en cada plano,
el placer y la pasión de filmar. Eso, hoy en día, es lo más raro.
La mayoría de las películas que se ven actualmente han sido
inspiradas por la rutina, el aburrimiento, el deseo de prestigio
social, el miedo al fracaso o, en definitiva, el azar. A veces, en un
nivel apenas superior, por el deseo de mostrar ideas, de demostrar
que uno no está superado por su época. Y por eso son sucedáneos de
películas. Ese placer de filmar de Minnelli está ligado, sin duda,
a su evolución. Pero no ha sido la evolución de alguien que se ve
obligado a rechazar su pasado, que llega incluso a prohibirse volver
la vista atrás de vez en cuando. Minnelli no ha cambiado mucho en
veinte años. No ha tenido nada que renegar. No ha habido revolución,
ni sacudidas. Ha sido una evolución puramente interior, impulsada
por el talento; sus temas preferidos han permanecido los mismos, pero
han ido impregnándose poco a poco de una realidad más amplia. El
talento ha crecido de manera increíble, pero el material y las
preferencias personales del autor no se han movido.

Me he hecho esta pregunta: ¿quién, hoy por hoy,
demuestra ese mismo placer de filmar? ¿Qué directores no buscan
tanto sorprenderse a sí mismos como sorprender a los demás; que
siguen tranquilamente su camino; de los que puede decirse, con
envidia o admiración: “Mira, estos no deben aburrirse en un
plató”? He buscado: Preminger, Minnelli, Billy Wilder en sus
últimas películas, y también Robert Wise. Si hay otros, se me
escapan.
Técnico meticuloso, a menudo bastante aburrido en
sus comienzos (The Body Snatcher, Born to Kill,
House on Telegraph Hill), Robert Wise se convirtió más
tarde en un técnico brillante, incluso un técnico sublime en
algunas de sus últimas películas (Somebody Up There Likes Me,
I Want to Live, Odds Against Tomorrow). Al inicio
de su carrera, le ocurrió algo extraño. Su novena película, The
Set-Up (49), conoció desde su estreno un inmenso éxito crítico
y fue saludada de inmediato (y catalogada en las historias del cine)
como una obra maestra: una película dura, original, sólida, en
resumen, un clásico. Y efectivamente lo era. Una coincidencia
tan rara entre los juicios de la época y el interés real de la
película que da gusto señalarla. Vista hoy, The Set-Up
sigue siendo, sencillamente, una de las mejores películas americanas
del periodo de posguerra. Las tres unidades (tiempo, lugar y acción),
por una vez al servicio y no en contra del tema; una continuidad
dramática admirable, con todas las escenas encadenadas de modo que
parecen formar una sola gran escena, y todos los planos un único
plano; un sentido de la concisión inseparable de todas las grandes
películas; la presencia simultánea y discreta de varios aspectos
contradictorios del tema (miserable, burlesco, atroz, exaltante):
éstas eran algunas de las muchas virtudes del filme, que hacen que
hoy no haya perdido nada de su fuerza.
Salvo esta excepción, a Wise le hicieron falta
una veintena de películas bastante áridas antes de llegar a
descubrir su verdadera personalidad. Desde hace algunos años, en
todo caso, parece que sus mejores películas cuentan más o menos la
misma historia, o mejor dicho, responden al mismo esquema narrativo.
Se observa, para empezar, la frecuencia en su cine de cierto tipo de
personajes dinámicos, indisciplinados, irreductibles, siempre al
borde del escándalo, aunque no por gusto, en realidad, sino por
fatalidad. A estos personajes esencialmente espectaculares, que hacen
ruido incluso cuando por naturaleza son modestos y sin segundas
intenciones, Wise tiene el talento particular de saber aplicarles una
técnica infinitamente brillante, también espectacular. Todos ellos,
en distintos grados y de la manera menos literaria que pueda
imaginarse, aparecen movidos por una especie de energía
revolucionaria (a menudo opuesta al espíritu revolucionario
como tal), que sacude el mundo a su alrededor. Y el ritmo inimitable
de ciertos filmes de Wise es precisamente el de la revolución, el de
una renovación total de las cosas en varios niveles.
En Somebody Up There Likes Me, por
ejemplo, Rocky Graziano consigue, a partir de su odio, de su
agresividad, de su humor puramente negativo, convertirlo todo —ese
es el tema del filme— en materia para llegar a ser un gran
boxeador. A medida que él cambia, el mundo cambia con él. Muy
pronto, mueve montañas —y el corazón del público. La
protagonista de I Want to Live, desde el momento en que
entra en prisión, ve cómo la vida y el sentimiento de su propia
dignidad aumentan en ella, haciendo que el castigo parezca cada vez
más abyecto e insoportable. Ella también transforma la opinión
pública, siembra la duda, sacude las conciencias. El movimiento,
tanto dentro como fuera de la película, es el mismo, y acaba por
generar una adhesión general, tanto por parte de los personajes
testigos de la historia como por parte del propio público. Es, por
otra parte, una constante en el cine de Wise que el espectador no se
identifique tanto con el protagonista o con su acción como con los
personajes que, dentro de la propia película, presencian esa acción
y no pueden evitar, ya sea con vergüenza o con entusiasmo,
participar en ella.
En resumen, si quisiéramos analizar las razones
de la popularidad actual de Wise, habría que destacar: 1) su
capacidad para narrar una acción en cualquier medio, en cualquier
atmósfera, un talento que actualmente tiende a perderse, pero que
garantiza, al menos, que quien lo posee sabe evitar clichés,
complacencias y falsas continuidades temáticas; 2) esa energía
revolucionaria de sus personajes, que marca la dirección y el ritmo
de la historia (a veces esa energía no tiene un objeto concreto, es
una simple agresividad contra uno mismo, y entonces Wise se convierte
en uno de los mejores cineastas de la fatiga y la exasperación
—véase el personaje de Robert Ryan en Odds Against Tomorrow);
3) por último, esa identificación del público no con la acción
principal (que permanece deliberadamente distante, ajena a cualquier
sentimentalismo dudoso), sino con los testigos reales de la historia.
Ésa es la forma tan personal y original que tiene Wise de mostrar
que toda historia —y, más precisamente, toda moral contenida en
una historia— puede convertirse en espectáculo, y ello en
beneficio de la propia moral. Es su forma de apasionar al público y,
al mismo tiempo, hacer que conserve una cierta distancia, una
perspectiva, respecto a aquello que le apasiona.

11 de
marzo. —
He visto Bunny Lake is Missing en el cine «Paris».
Sublime.
23 de
marzo. —
Comedia militar dedicada a la memoria del valeroso cuerpo de los
“reclutadores” que, durante la última guerra, tenían la misión
de procurar a sus superiores ropa, víveres y chicas, The
Americanization of Emily, tercera película de un recién
llegado, Arthur Hiller, es una de las películas más originales de
este comienzo de año. Original incluso en América, patria
cinematográfica de todos los heroísmos, tanto cotidianos como
excepcionales. Aquí, por el contrario, se trata de un magnífico
elogio de la cobardía militar. Ese es, al menos, el sentido evidente
del argumento que Paddy Chayefsky escribió para la película (basado
en una novela de William Bradford Huie). Su sencillez, su fuerza
contenida, su virulencia, elevan la película a ese nivel en el que
la audacia, por sí sola, confiere belleza. (La misma impresión que
causan I Want to Live, Advise and Consent y algunas
otras películas americanas).
Audaz, en primer lugar, porque esta historia
albergaba toda una serie de observaciones amargas, de detalles
incómodos de mencionar, que se han expuesto con total calma,
absolutamente sin amargura, sin crispación ni afectación alguna. La
obligación de obedecer sin la menor convicción, las situaciones
absurdas en las que nos acorralan a veces el hastío y la coacción
combinados, y también ese sentimiento de falsa bondad que suele
inspirarnos el éxito de las tretas que empleamos —resumo aquí muy
brevemente el planteamiento del film— han proporcionado al
guionista una materia dramática lo bastante rica en sí misma como
para que prescindiera de la caricatura y el exceso, que han echado a
perder últimamente tantos guiones interesantes (cf. el de Dr.
Strangelove). Su principal talento consiste en dejar que una
escena crezca, a veces como si se tratara de una escena dramática,
hasta que el absurdo y el significado la desborden. Sus mejores
logros, en este sentido, son las escenas en torno al desembarco en
Omaha Beach: la orden que recibe James Garner (que hasta ese momento
estaba magníficamente escondido) de ir a filmar in situ el
desembarco, ayudado por dos soldados que carecen del más mínimo
conocimiento técnico cinematográfico y que, además, están
completamente borrachos, «aunque no lo suficiente —dirá J.G.—
como para ir alegremente a filmar cadáveres con cámaras sin
carrete»; luego, el propio desembarco: James Garner gritando en la
playa: «¡Larguémonos de aquí!», y siendo abatido al instante por
las balas de un superior, convirtiéndose así muy a su pesar en «el
primer muerto de Omaha Beach»; y, por último, los honores póstumos
que se disponen a rendirle justo antes de que se sepa que ha
sobrevivido y que «el primer muerto de Omaha Beach está, en
realidad, vivito y coleando».
Una audacia notable también por ser plenamente
moral. Es el triste privilegio del cine europeo hacer coincidir
audacia con inmoralidad. Nada más moral, en cambio, que esta
película, que recupera con fuerza el sentido de toda buena polémica,
a saber: la denuncia del falso heroísmo, de la hipocresía; la
afirmación de que heroísmo y sentido común no son más que una
sola y misma cosa: hacer lo que uno desea hacer, luchar por las
propias convicciones cuando se tienen, no inventárselas cuando no se
tienen.
Creo que es difícil juzgar, a partir de esta
única película, la personalidad de Arthur Hiller. Algunos han
encontrado su estilo apagado, insuficiente. Tal vez sintiera que no
estaba a la altura de un guion tan bueno, y que no lograría estarlo.
Sin embargo, eligió una forma muy digna de rendirle homenaje.
Percibió que un estilo neutro, incluso gris, podía casar bien con
la virulencia del contenido y, llegado el caso, potenciarla. Su
dirección de actores, en particular, es seca, poco inventiva, pero
muy segura de sí misma. Tiene el mérito de no sobrecargar las
motivaciones y reacciones de los personajes, que debían revelarse
muy lentamente, según la lógica interna, insidiosa, de un diálogo
dramático escrito con mano maestra. El tiempo dirá qué lugar
ocupará Arthur Hiller. Si tiene talento, esta película no será más
que una primera y muy pequeña muestra del mismo. Si no lo tiene,
esta habrá sido —sin lugar a dudas— su mejor película.

7 de
abril. —
Libre ya de los tópicos de la primera parte (Le journal d’une
femme en blanc, 1965), de su tratamiento anticuado del ambiente
estudiantil, así como de su discutible búsqueda del espectáculo en
las escenas de operación, Le nouveau journal d’une
femme en blanc, de Autant-Lara, se revela, sorprenda o no, como
una película honesta, seria y merecedora de respeto. Sus rasgos más
destacados son: la ausencia de lirismo, la nitidez y sequedad de la
imagen, la abundancia de rostros nuevos (todavía más que en la
primera parte), y una dirección singularmente precisa y homogénea
de todos los personajes. No hay que olvidar tampoco la fluidez y la
belleza de la voz en off en primera persona, que se une, a veces de
forma maravillosa, a lo que quizá sea el alma de la puesta en
escena: un agudo sentido de la duración de los planos en función de
su carga dramática —por ejemplo, en la secuencia final (la
detención de la protagonista).
En líneas generales, en esta película
Autant-Lara ha logrado por un lado corregir sus defectos y eliminar
los errores de la primera parte (quizá le sirviera haberlos cometido
antes, haberse dado cuenta de ellos y haber sabido evitarlos; tal vez
toda película debería tener un borrador previo: una idea mítica,
irrealizable, evidentemente cinéfila, pero que, como todas las ideas
cinéfilas, se cumple tarde o temprano, basta con abrir los ojos; y
eso es, sin duda, lo que hay que llamar la
humildad de un cineasta); y por otro lado —lo cual es
aún más meritorio— ha conseguido atenuar el carácter
excesivamente brillante y molesto que podrían haber tenido algunas
de sus virtudes (y eso es, sin duda, lo que hay que llamar la
sinceridad de un cineasta: confiar más en la idea de
base, en el propósito de una película, que en cualquiera de las
cualidades personales que uno cree tener para expresarla). En
resumen, todo ello le confiere al film una serenidad estilística que
expresa a la perfección la serenidad interior de la protagonista.
Al principio de la película, la vemos llegar e
instalarse en un entorno rural tan retrógrado como cualquier otro:
Mesnil-sur-Ouche, en Normandía. El espectador ya se siente
gratamente sorprendido de que una película francesa abandone los
adoquines de la capital. Allí, nuestra exestudiante parece decidida
a ejercer su oficio de acuerdo con unas convicciones, unos principios
que tiene y que, al menos en ese momento (1966), son más bien
«progresistas». A su manera, a su pequeña escala, es una
innovadora. Pero nada en su conducta lo hace notar. No hay
arrogancia, ni orgullo, ni espíritu reivindicativo alguno; como
mucho, una cierta inseguridad sobre si estará a la altura, y aun así
esa inseguridad no es lo bastante fuerte como para convertirse en
complejo o en obsesión. Desde su llegada, se gana amigos, enemigos;
otros se mantienen a la expectativa, y por supuesto, aquellos que más
deberían estarle agradecidos son precisamente los que la miran con
peores ojos. Todo eso es bastante banal, y a ella no le sorprende en
absoluto. Y justamente a través de este personaje sencillo y
conmovedor de mujer trabajadora, hay que felicitar a Autant-Lara por
haber dado, como decía no sé quién a propósito de una novela de
Simenon, «un paso más hacia la descripción de esa banalidad
conmovedora de la vida» que es quizá rara en la literatura,
pero mil veces más rara en el cine, aunque es evidente que
constituye la inspiración fundamental del 90 % de las obras que
perduran un poco en el tiempo. También hay que felicitarle por haber
presentado un oficio que, tal y como lo ejerce la protagonista,
contiene sin duda un fuerte componente de novedad (y por tanto, de
polémica), sin que haya tratado de resaltar ese componente por
encima de los demás, y por haber sabido recrear en torno a su
protagonista la atmósfera y las virtudes características de
cualquier trabajo cuando lo realiza alguien que cree en él: la
paciencia, o más bien el olvido del tiempo, la humildad, la
tenacidad y una especie de satisfacción tranquila que disuelve los
conflictos; todas ellas cosas sobre las que también abundan los
comentarios en las películas de Guitry (Guitry, que supo mostrar tan
bien que el trabajo es la cosa más incompatible del mundo con el
sentimiento de aislamiento moral).
La protagonista de Autant-Lara, a pesar de cierta
hostilidad exterior con la que se topa aquí y allá, no se siente
aislada. Wilde decía que «la manera más segura de no entender nada
de la vida es intentar ser útil». Se refería a esos filántropos e
idealistas de toda laya que construyen programas para uso de la
humanidad entera y que acaban siempre sintiéndose abandonados,
incomprendidos por ella, tras haber acumulado, por lo general, un
inmenso resentimiento hacia ella. Hablaba de los que se empeñan
sistemáticamente en contraponer la felicidad individual y la
felicidad de la humanidad, cuando a menudo todo eso está
entrelazado, como lo percibe la protagonista de la película de
Autant-Lara. Al ayudar a los demás, también se ayuda a sí misma.
Autant-Lara ha sabido hacer que eso se perciba en la película.
Igualmente entrelazados están los distintos
aspectos de su vida, los diversos sentimientos que la animan. Su
relación, por ejemplo, con un drogadicto, hermano del médico con el
que trabaja como asistente, está descrita con un tono certero, que
reconoce tanto el simple deseo físico como el aprecio y también el
azar. Éste es otro de los méritos de la película: el rechazo a
subir el tono, la aceptación de lo relativo, de la no homogeneidad
de toda experiencia, incluso si eso la hace menos exaltante. Ese
relativismo, ese escepticismo, así como la sobriedad polémica del
film, tienen además un fondo profundamente francés. Se percibe en
él a un hombre que ha dejado atrás muchas cosas, incluso cosas que
antes le interesaban, y que ya no quiere exaltarse en vano, ni
dejarse arrastrar por entusiasmos vacíos. En una selección francesa
de festival, si es que las selecciones de festivales tuvieran algo de
lógica, la película de Autant-Lara no habría desentonado, creo yo.
Es una obra que, por su espíritu y por su tono, representa bien a
Francia. Y no hay tantas que puedan decir lo mismo.

16 de
mayo. —
Ha muerto Matarazzo. Como Freda, como tantos otros, y a pesar del
éxito comercial de su película Catene (Cadenas
invisibles) y de la serie que se derivó de ella (véase el
balance publicado por «Cinema 60», la revista italiana, junio-julio
de 1964), Matarazzo no fue profeta en su tierra. Recuerdo la reacción
de un crítico italiano con el que coincidí en el British Film
Institute en 1960. Acabamos hablando del cine de su país. Le
mencioné a dos cineastas que, a mi parecer, eran particularmente
interesantes en Italia: Freda y Matarazzo. Su reacción fue
fulminante. Se dio media vuelta, no sin antes soltar: «¿Lo ha hecho
a propósito, el elegir a los peores?». Me pregunto si habrá
cambiado de opinión desde entonces. No es seguro. Aunque el cine
italiano sea relativamente rico y se publiquen allí numerosas
revistas especializadas, los pocos cineastas valiosos que dieron
existencia al cine italiano los descubrió el extranjero.
Como ocurre a veces, un cineasta, un creador,
habrá demostrado ese sentido crítico que suele faltarles a los
críticos profesionales. Una de mis sorpresas, de hecho, la primera
vez que conocí a Freda en Italia, fue constatar la estima en la que
tenía a Matarazzo (digo sorpresa porque no es frecuente en el cine
ver a hombres con talento conocerse y respetarse mutuamente), y no
creo equivocarme mucho si digo que Matarazzo fue el único
compatriota al que Freda profesó tanta admiración. Estima por la
persona más que por la obra, como él mismo me dijo un día, pues,
según Freda, Matarazzo se había topado demasiadas veces con la
incomprensión del mundo cinematográfico, además de con diversas
circunstancias adversas que le impidieron realizar la obra digna de
su talento. Sea como fuere, la poca obra que fue en relación con la
que debería haber sido, y lo poco de ese poco que conocemos (muchas
películas de Matarazzo no se estrenaron en Francia), bastaron para
despertar nuestro interés por su autor y bastan, hoy en día, para
situarlo entre los mejores cineastas italianos.
Su primera obra, Treno popolare (1933),
fue célebre como película prenorrealista. Sus inclinaciones lo
habrían llevado hacia la comedia cáustica y satírica. Sin embargo,
fue en el clima del melodrama donde inscribió la parte esencial de
su obra: melodrama social (La risaia), melodrama de
aventuras (Mercado de mujeres), melodrama romántico y
musical (su vida de Verdi),
y finalmente numerosos melodramas familiares que le aportaron el
éxito, aunque no la gloria. Matarazzo arrastró en todas esas
películas un tono campechano que no excluía el humor, ni tampoco
las bellas y delirantes ráfagas de locura. Su originalidad
consistía, en medio de las situaciones más rocambolescas, en
mantener la cabeza fría y los pies en el suelo, actitud que no
disolvía lo barroco de dichas situaciones, sino que, por el
contrario, lo realzaba mediante el contraste.
En cuanto a la moral, adoptó la del sentido común
y los sentimientos sencillos, sazonados con humor. El reproche, medio
serio medio burlón, que lanza al final de la película La
fumeria d'oppio un personaje a unos drogadictos apoltronados,
expulsados de su guarida —«¿Y bien? ¿No haríais mejor en comer
filetes?»—, es típico del espíritu que reinaba en sus películas.
Sin duda habría suscrito con gusto la opinión de Alphonse Daudet en
sus «Notas sobre la vida»: «Me sorprende la escasa variedad y
originalidad que hay en los bajos fondos de la sociedad, en esas
profundidades del vicio y el crimen». En eso, coincidía con el
verdadero espíritu del melodrama, que consiste en mostrar que la
sencillez, la inocencia, acaban siempre por frustrar las
conspiraciones complicadas y monótonas de los Malvados; y en mostrar
también que la desgracia y el vicio están casi siempre un poco
sobreactuados, un poco menos astutos de lo que se cree.
En su mayor parte, la obra de Matarazzo está aún
por descubrir. Volveremos sobre ella, con más detalle, en un próximo
número.
17 de
mayo. —
Se habla mucho de «cine libre» en estos momentos. Pocos filmes son
más «libres», si es que la palabra tiene sentido, que la película
de Pasquale Festa Campanile: Una vergine per il principe,
que viene a confirmar las cualidades de su anterior cinta estrenada
en Francia: Le voci bianche (Joven, guapo y con voz de
soprano).
Libertad en el tema: Le voci bianche
abordaba el asunto de los castrati en el siglo XVIII. Una vergine
gira en torno a un derecho de pernada que un príncipe de Mantua (en
1580) se ve obligado a ejercer, no sin dificultades, para disipar las
sospechas de impotencia y así poder contraer el matrimonio que le
impone la razón de Estado. La próxima película de Festa Campanile
será otra evocación histórica, titulada El cinturón de
castidad. Pero esa libertad, por sí sola, aún no significa
gran cosa.
Libertad de estructura: una sucesión de anécdotas
picantes, curiosas, a veces espeluznantes, elegidas únicamente por
el placer evidente que sintió el autor al reunirlas, y luego al
contarlas. Anécdotas que, además, bastan sobradamente para ofrecer
una reconstrucción histórica sumamente apasionante. Son, en efecto,
de los filmes más libremente didácticos que existen: constantemente
instructivos, llenos de hechos y detalles significativos, pero
también, y en igual medida, intrigantes, incompletos, llenos de
sombras y preguntas. Durante toda la película, no hay otro hilo
conductor —esto es más cierto en Le voci bianche que en
Una vergine— que la curiosidad no metódica del narrador,
componiendo su filme un poco a la manera de un memorialista
(Campanile posee ese tono de memorialista tan raro en el cine y que,
sin embargo, le sienta tan bien).
No menor es la libertad de tono: su película
nunca resulta aplicada. Y tanto, que sorprende. Esa falta de
aplicación, tanto plástica como dramática, sirve de la mejor
manera al tema (sirve a ese clima de verosimilitud histórica que
nunca se está seguro de alcanzar —y que, en cambio, se tiene la
certeza de no alcanzar jamás cuando se busca con demasiada ansia).
Campanile tiene sentido histórico, que quizás no sea más que una
variante del sentido del humor. Un ejemplo: sus príncipes se pasean
por decorados magníficos sin lanzarles una sola mirada; el
mobiliario, muy escaso, está puesto de cualquier manera; a veces
falta lo necesario (un espejo, un peine). Nos lo recuerdan no sin
ironía: esa gente se creía pobre —y lo era, en ciertos aspectos.
Eso, anotado entre otras cosas, de pasada, al vuelo: ¡ojalá fuera
así en todas las películas!
Otro aspecto de su libertad de tono: el autor
bordea constantemente la vulgaridad y el más espantoso mal gusto;
pero sus audacias, en absoluto gratuitas, solo pueden escandalizar a
los muy vulgares (que, por lo demás, no faltan). Como todos los
curiosos, lo monstruoso le interesa, entretejido con la trama de la
vida. Tal vez heredero de Boccaccio y de Maquiavelo, lo es aún más,
sin duda, de Suetonio. Hay algo de Suetonio en Le voci bianche
y en Una vergine, en particular en la descripción de esas
bromas siniestras que se hacen entre sí los personajes de ambas
películas, tanto por ociosidad como por venganza. Es ahí,
precisamente, donde mejor aparecen «la sombra y las preguntas».
Preguntas que se nos plantean a nosotros, en silencio, por medio de
esta evocación de costumbres y épocas que nos resultan a la vez
cercanas y lejanas. Y, ante todo: ¿qué pensamos de ello? Difícil
decirlo. Nos interesan, tienen aspectos encantadores, en muchos
sentidos nos repugnan: ¡qué alivio haber salido de todo eso! La
licencia era allí ilimitada (esa licencia que crea el clima de farsa
atroz en que se bañan ambas películas), la coacción también, y a
veces ambas se entrelazaban de forma inextricable en un mismo
destino, como el del protagonista de Una vergine. Épocas
cercanas y lejanas, porque no podemos conocerlas más de lo que
podemos saber, exactamente, qué pensamos de ellas: atracción,
repulsión, asco, desconcierto, forman parte de nuestro juicio,
impidiéndole ser nítido. Honestidad del autor: tratándose de
épocas tan remotas, esa incertidumbre, que va de él a nosotros, es
inseparable de toda buena evocación histórica.
Todas estas características, a las que se suma la
desenvoltura del autor, que no parece «trabajar» sino simplemente
ofrecer sin orden anécdotas y observaciones que le han interesado,
crean un tono muy original en el cine: un tono vivo, rápido, sin
prejuicios, documental, que salta de un extremo a otro, el tono de un
hombre que sabe que no le engañan ni se deja engatusar, en suma, un
tono que bien puede llamarse cuando se presenta (lo que no ocurre tan
a menudo) un verdadero tono de humanista.
Nota
añadida: La película le debe mucho,
evidentemente, a Vittorio Gassman, cuyas fanfarronadas
cómico-patéticas, su doble naturaleza de príncipe y bufón, su
lucidez intermitente (cf. su magnífico diálogo final: «He hecho
guerras. He conseguido victorias. Pero sé que la posteridad solo me
recordará como el príncipe de los tres asaltos.») sirven
admirablemente al personaje. Gassman es actualmente el mayor actor
del cine italiano, si no del cine en general. No tiene un registro
definido. Está tan alejado del actor francés, psicológico y algo
estrecho, como del actor estadounidense, heroico e impersonal. Puede
ser tanto un héroe shakespeariano, como el chulo antipático de los
melodramas (papel que ha interpretado mucho), el príncipe
renacentista, el perfecto zopenco, el astuto estafador urbano o el
italiano típico e incansable que inmortalizó en Il sorpasso.
Aunque se siente cómodo en todos los géneros, es paradójicamente
el género muy limitado de la comedia satírica el que mejor ha
revelado la impresionante variedad de sus posibilidades (cf. los
notables sketches escritos para él en Parliamo di donne).
Gassman dispone ahora de un abanico casi infinito de voces, acentos,
peinados, andares, siluetas. El milagro es que en cada una de sus
composiciones, la parte que corresponde al disfraz, al accesorio en
sentido estricto, sea la menor posible. En ese sentido, es el
anti-Robert Hirsch.
Su secreto es, sin duda, no tener ninguno, o no
querer tenerlo. Freda nos decía que su éxito se debía a la férrea
disciplina que, a diferencia de la mayoría de actores italianos, más
bien perezosos, él supo imponerse. Pero, por lo general, para la
mayoría de los actores, el trabajo —un trabajo intensivo— no
tiene más consecuencia que instalarlos definitivamente en la
perfección monótona y cerrada sobre sí misma de un tipo, de un
carácter que, a partir de cierto momento, ya no se renueva. Con
Gassman ha sido distinto. El trabajo, así como la vitalidad que no
puede evitar manifestar en todos sus papeles, y que actúa como un
comentario malicioso, subyacente en todos los personajes de brutos e
inútiles que ha interpretado, han hecho de él el actor perfecto, el
actor que no se aferra a ningún papel, que puede ser, sucesivamente
y al mismo tiempo si hace falta, infinitamente grave e infinitamente
payaso; el actor, sobre todo, que da la impresión de estar
inventando el guion conforme este avanza.
Segunda
nota añadida: Las dos películas de Festa
Campanile revelan, por parte de su autor, un tono original,
independiente de los descuidos que aquí y allá se puedan señalar.
Quisiera mencionar un cierto número de cineastas cuya obra también
ha conseguido tener «un tono», a pesar de las circunstancias, a
veces decepcionantes o difíciles, de su gestación. Se trata, entre
otros, de E. G. Ulmer, Hugo Fregonese, Stuart Heisler, Matarazzo,
Paul Fejos, Ludwig, Ida Lupino, Ray Milland, Charles Walters, P.
Wendkos, Pierre Chenal, Maurice Tourneur, Jack Webb, Richard Wilson.
Marginales y poco conocidos, no es arriesgado afirmar que las obras
de estos cineastas han hecho progresar el cine en profundidad. Son
análogas a esos libros de los que habla Henry Miller y que
constituyen, según él, unos «depósitos secretos de los que se
alimentan los autores menos dotados, que saben cómo seducir al
hombre de la calle». En cualquier caso, merecen respeto y que se las
mire dos veces. No se las puede ignorar si se tiene, aunque sea un
poco, interés por el verdadero cine. Naturalmente, la lista anterior
está lejos de ser exhaustiva.

24 de
junio. —
Algunos cineastas están infravalorados, otros sobrevalorados. Es
raro que un cineasta esté a la vez infravalorado y sobrevalorado. Es
el caso de Hawks. Su obra, descrita como una imagen corneliana de la
grandeza, de la generosidad, del heroísmo rodeado de peligros, no
vale gran cosa. Sus virtudes están en otra parte. La mejor frase
sobre Hawks es de Marc Bernard, a propósito de Hatari: «Una
película de Hawks es una película estrecha pero clara». La
estrechez predomina. Tal vez no haya que buscar otra explicación
para el éxito de Hawks en Francia y para el hecho de que, entre los
grandes cineastas americanos, fuese el primero en ser apreciado allí.
Red Line 7000, su última película,
proporciona un placer no exento de reservas, ni mucho menos, pero sí
muy vivo: un placer, por así decirlo, «de cinéfilo», es decir,
que proviene menos de la película misma que de las comparaciones que
la memoria se divierte en hacer entre esta y otras películas sobre
el mismo tema, o entre esta y otras películas del mismo autor.
Durante más de treinta años, Hawks ha
experimentado una evolución muy recomendable y grata de observar: la
de un hombre que, poco a poco, se ha liberado de su propio
academicismo (no hay películas más académicas, en diversos
géneros, que A Girl in Every Port, The Dawn Patrol,
The Crowd Roars, Today We Live, Red River,
etc.) y que, al mismo tiempo, ha sabido abandonar los caminos que no
estaban hechos para él, en particular los de la gran aventura moral,
donde nunca se sintió muy cómodo. En Hatari, por ejemplo,
no se ha señalado lo suficiente que los personajes, moviéndose en
un mundo aparte, completamente a su gusto, lejos de la sangre, las
ideas y de toda forma de violencia, manifiestan un diletantismo moral
totalmente al margen del propósito de la mayoría de las películas
de aventuras americanas. Sus problemas son mínimos, estrictamente
personales, y el autor se apresura a reírse de ellos, o más bien, a
sonreírles. El propio título y la manera en que aparece en la
película son pura antífrasis.
La principal fuerza de Hawks es que ama a la gente
normal y sabe hablar de ella. Sus retratos de monstruos, en sus
comedias, no son más que una alabanza de la vida normal. Le gusta
también, y sabe mostrar, la monotonía de la vida, que no siente en
absoluto como una carencia o una nostalgia, sino como un factor de
equilibrio de esa misma vida, precisamente, normal. En Red Line,
sus corredores de coches, aunque tienen sus dramas, tienen aún más
sus hábitos y su rutina. Apenas se interrogan sobre sí mismos,
filosofan aún menos y no se separan nunca de lo que hacen. Nada de
romanticismo: son las personas más con los pies en la tierra del
mundo. ¿Por qué corren? Quizá porque no saben hacer otra cosa, y
también por placer. Razones suficientes. La originalidad de Hawks
radica precisamente aquí: elegir temas muy simples y no añadirles
nada. Impulso moral limitado, cuando no ausente, escasa capacidad
para crear mitos, información reducida al mínimo: así son las
películas de Hawks. Alguien me decía: «Cuando uno ve películas de
King, de Daves, de Preminger, además de su valor propio, siempre se
aprende un montón de cosas; con Hawks, nunca se aprende nada». Una
opinión un poco exagerada, pero en conjunto cierta. Sería inútil
reprochárselo: es justamente por eso que en sus películas no hay
nada de lo que habría en otra película sobre el mismo tema, y
también por eso Red Line es una película tan irrespetuosa
y tan divertida (no exageremos: bastante divertida).
A través de algunos retratos despreocupados de
chicas y chicos que se mueven entre pistas de carreras y de baile,
Hawks ha captado algo de la juventud: una cierta inexpresividad que
la hace tan permeable a las modas. Lo que dice Chardonne: «He visto
pasar varios tipos de juventudes; no se parecían entre sí; cada una
formada por el aire que se respiraba en su época. Ninguna
originalidad; nada que no fuera producto de la atmósfera de unos
tiempos bien definidos». Y sin duda hace falta un talento firme para
construir así una película a partir de tales observaciones,
desprovistas de pasión, de patetismo, simplemente banales y
verdaderas. Suprema elegancia y despreocupación: esta película que
no es obra de un joven, que no quiere glorificar ninguna moda, es
aquella donde la moda y el aire de una época tienen más relieve y
precisión.
Por encima de todo, Red Line expresa de
forma muy vívida al propio Hawks: sus virtudes y sus defectos, lo
que le gusta, lo que no le gusta, lo que le gusta con reservas. (A
propósito de las mujeres, por ejemplo, habla con un tono a la vez
borde, justo y un poco indiferente; un tono único en el cine
americano). Después de haberse forzado mucho, ahora no se fuerza en
absoluto. Su sequedad, su tacañería consigo mismo, su desprecio por
el lirismo, le sirven ahora. La estrechez ha acentuado la claridad.
Como Bernard Shaw, que le recomendaba a F. Harris en vísperas de
escribir un libro sobre él: «Y sobre todo, ¡nada de pornografía!»,
las mejores películas de Hawks, hoy, parecen decir a los críticos:
«Y sobre todo, ¡nada de exaltación!». Se ve que no le hacen caso.

14 de
octubre. — La Cinémathèque acaba de presentar
algunas películas conocidas y desconocidas de Paul Fejos. Pocas
obras, creo yo, son más dulces y misteriosas que la de Fejos, más
misteriosamente acordes con la sustancia misma del cine. Desde hace
ya tiempo, tengo la costumbre de redactar, después de cada película,
un breve resumen, acompañado por lo general de una o dos
observaciones sobre el placer que me ha producido o que me ha
faltado. A veces, años después, me ocurre hojear esos resúmenes
escritos con prisa, sin estilo, sin motivo, pero que reflejan para mí
algo del espíritu de ciertos filmes que querría, y no puedo, volver
a ver. (Pasión ingrata la de ver películas; uno no hace lo que
quiere). Una buena película, bastan unas líneas, y vuelve a la
memoria. Así el resumen de María, leyenda húngara. Casi
veo la película al leerlo:
Marie es sirvienta en una familia acomodada. La
hija de la casa va a casarse. Marie presencia de lejos el baile, hace
su cama, se prepara para acostarse. Un hombre de la fiesta regresa
con una chica que lo deja en la puerta. Ofrece caramelos a Marie en
el parterre frente a la casa, bajo las ramas de un manzano. Fundido.
Se entiende que se han amado. La patrona encuentra ropita de bebé
entre las cosas de Marie; la despide. Marie se cruza en el camino con
el hombre que la dejó embarazada. Él le da un poco de dinero y
huye. Marie hace faenas domésticas: cuatro días aquí, dos allá.
Trabaja en un bar de prostitutas, es camarera, se desmaya un día en
pleno servicio. Las prostitutas cuidan del bebé. Durante una
ceremonia religiosa, con traje folclórico, Marie va a presentar a su
bebé a la Virgen. Un comité de beneficencia se lo quita. Se va a
emborrachar a un bar, entra en una iglesia para maldecir a la Virgen
y se desploma. Ha muerto. Sube al firmamento. Desde allí, ve a su
hija bajo el mismo árbol que ella años antes, con un enamorado.
Marie les lanza lluvia: la muchacha corre a refugiarse en casa. Marie
estalla de risa.
La dulzura, el misterio de las mejores películas
de Fejos provienen en parte de que siempre cuentan historias un
poco más simples que la media del cine. En el cine, la economía
(economía de palabras, de peripecias) impresiona más, conmueve más
que la abundancia. En esas historias simples, Fejos gustaba de
colocar personajes aún más simples y muy vulnerables, a los que
seguía paso a paso, tomándolos a veces desde el momento en que se
despertaban y acompañándolos por todos los momentos intensos de su
jornada o de su vida. Un día, una vida, una secuencia, un minuto:
ninguna película ha mostrado mejor hasta qué punto todo eso es lo
mismo; ninguna ha mostrado mejor la fuerza expresiva, tranquila, que
puede encerrar el más mínimo segundo, el más mínimo gesto
cotidiano, integrado en un conjunto sobrio y mesurado. No era ese su
propósito, y sin embargo, vistas hoy, las películas de Fejos
parecen, por momentos, extrañamente modernas. Por una razón muy
simple: tras las obras más ambiciosas de Lang o de Preminger
(Ministry of Fear, Billy Mitchell, Bunny Lake),
esa atención minuciosa, tierna, inquieta, sensible y sin embargo
siempre elíptica que Fejos manifestaba en sus películas, hoy
sabemos que eso es
el cine.
Entre las películas desconocidas, pudieron verse
Eric the Great (1928), Broadway (1929). Es la otra
faceta de Fejos: el brillo, la virtuosidad técnica. ¿Quién era
Fejos? Un fotógrafo de Preminger, que lo había conocido en su
juventud y con quien me encontré en el 64, lo describía como
alguien extremadamente brillante, imponente, rodeado constantemente
de un estado mayor de colaboradores entregados. Recordaba su
capacidad para asimilar en dos días el contenido de veinte libros,
para ponerse al nivel de cualquier personaje, de cualquier entorno
que necesitara conocer para los fines de una película. No es del
todo así como yo lo imaginaba. Pero, en el fondo, si se mira de
cerca, la simplicidad de la puesta en escena de Fejos presupone en
realidad la maduración previa de una técnica muy elaborada. No es
indiferente saber que, durante algunos años, Fejos se divirtió
siendo un gran técnico. Tal vez por eso, más tarde, sus películas
supieron combinar —lo cual es rarísimo— un montaje corto, hecho
de planos breves y cerrados, con largos movimientos sinuosos que
acompañan a los personajes y los impregnan del decorado. Eso explica
también que, en sus películas, donde reina una invención perpetua
de gestos, pequeños detalles, reacciones de los personajes, la vida
parezca sin embargo descrita en un tono contemplativo, lírico,
sereno, que es el de Fejos mirando las cosas.
Los últimos años de su vida, Fejos los dedicó a
la antropología. Cuando alguien acudía a él, preguntaba: «¿A qué
rama de la antropología se interesa usted?» — «Es al cineasta a
quien queremos ver». Cerraba la puerta. A Catherine Wunscher (Films
in Review, marzo del 54), le confió: «Por nada del mundo
querría volver a hacer una película. Ya no tengo la juventud ni el
entusiasmo necesarios». Fejos había rodado películas en Hungría,
en Francia, en América, en Austria, en Dinamarca, en Siam, en la
India, en China, en Japón. Murió en 1963; no he podido averiguar
dónde.

17 de
octubre. —
Sobre un guion de Philippe Erlanger, Roberto Rossellini ha rodado
para la televisión francesa una evocación histórica: La prise
de pouvoir par Louis XIV. Como Rossellini sigue gozando de
cierta celebridad por algunas películas realizadas tras la guerra,
como la película fue aplaudida en el Festival de Venecia y, sobre
todo, porque el cine atraviesa actualmente un momento bastante pobre,
se ha hecho un gran alboroto en torno a este trabajo. Lo cual no debe
impedirnos emitir un juicio matizado, juicio que, por lo demás, la
propia obra hace necesario.
La película parte de una toma de partido que
tiene su lógica: refutar la imaginería de postal con la que suele
representarse el Gran Siglo y el Rey Sol, y sustituirla por una
concepción más histórica y más realista de los hechos. Una escena
(la segunda), el físico del actor elegido para interpretar a Luis
XIV y cinco o seis detalles dispersos a lo largo de la obra apoyan
esta intención.
La escena en cuestión, más que una escena es un
cuadro: muestra a Mazarino en manos de los médicos. El cardenal
agoniza; los médicos, vacilantes, deliberan entre ellos. El único
remedio que saben prescribir, ya administrado muchas veces, es la
sangría. Uno de los doctores declara con aplomo: «El cuerpo humano
contiene 24 litros de sangre. Una sangría adicional no puede sino
ser beneficiosa». Mazarino, lívido, se incorpora en su cama, se
sienta en un sillón y se somete sin protestar al sempiterno
tratamiento. Muere poco después. Tal como se presenta, la escena
sorprende, inquieta, incluso espanta; en fin, interesa. En este caso
al menos, los autores han alcanzado su objetivo. Uno llega incluso a
olvidar que no tiene nada que ver con el tema principal.
Jean-Marie Patte encarna a un Luis XIV pesado,
casi bovino, sin gracia, sin grandeza, apagado, desagradable, a veces
ridículo. Es en función de esta “personalidad” que algunos
detalles de la película cobran su relieve. La ceremonia del
despertar del rey y de la reina es todo lo contrario a lo que evoca
el “gran siglo”: la reina, sonriendo estúpidamente, da
palmaditas con las manos. Un cortesano explica que es su manera de
señalar que el rey ha cumplido con su deber conyugal. Más adelante,
el rey aparece vestido de gala: uno piensa en el
Burgués
Gentilhombre.
Más tarde aún, el rey toma su comida. Todos guardamos una imagen
escolar de esta escena: el rey solo en la gran mesa, los cortesanos
de pie, la música, el desfile de platos, etc. Pues bien: el rey come
prácticamente como un cerdo; no solo rechaza usar el tenedor, sino
que lanza al suelo los alimentos que ya no quiere. Además, el
servicio —que requiere un buen número de sirvientes— está mal
coordinado: Luis XIV tiene que pedir de beber (“Tengo sed”).
También se nota de paso: un pequeño candado cierra los platos en
los que se sirven las carnes al rey.
También puede señalarse a favor de la película,
aunque estos elementos no aporten fuerza dramática por sí mismos,
la belleza y autenticidad del vestuario, la notable calidad (para una
película francesa) de la fotografía en exteriores: nitidez, viveza
de colores (la fotografía en interiores es más apagada); en fin, un
buen uso de decorados reales.
Los defectos de la película, en cambio, son mucho
más notables y constantes que sus virtudes. Se deben tanto a la
elaboración y construcción del guion como a la puesta en escena
propiamente dicha. A saber: ausencia de punto de vista del autor, tan
flagrante aunque menos ridícula que en La edad del hierro;
debilidad en la continuidad dramática, sin líneas de fuerza;
interpretación incierta de los actores, salvo Silvagni (Mazarino);
estatismo y convencionalismo en los diálogos, acentuados por un
doblaje horrible; colocación académica de los personajes en el
encuadre y un trabajo de cámara ultraacadémico. Todos estos
defectos delatan la debilidad del planteamiento inicial. Por espíritu
de seriedad, por voluntad pedagógica, y tal vez sobre todo por miedo
a las convenciones, se ha suprimido, se ha negado todo aquello que
hacía interesante la época en su representación tradicional: el
fasto, la fantasía, la grandeza, la inmoralidad explícita, el
maquiavelismo del juego político. Pero todo eso no se ha reemplazado
por nada. En ningún momento se establece una intimidad ni con los
personajes ni con los hechos; en ningún momento tampoco, y esto es
lo más grave tratándose de este tema, se tiene la impresión de que
algo se está gestando, de que un orden sucede a otro orden, de que
un espíritu sustituye a otro espíritu. En conjunto, la película no
ha alcanzado su objetivo.
Rossellini, desde hace algunos años, no ha tenido
una trayectoria precisamente alegre. Alejado de sus fuentes de
inspiración (el neorrealismo, Ingrid Bergman), Rossellini deambula
de una experiencia a otra. En el cine, se suele llamar experiencias
no a aquellas obras que asumen riesgos reales o que dan prueba de una
auténtica audacia, sino a ciertos proyectos un tanto estrafalarios,
un poco lamentables, que no han llegado a convertirse en películas
interesantes. Las obras experimentales se reconocen, por lo general,
por dos rasgos: el deseo de originalidad ha matado en el tema toda
originalidad y, en el límite, todo interés (uno siempre acaba
preguntándose por qué se hicieron esas películas); por otro lado,
la llama, el fervor creativo del autor parece haberse agotado en todo
lo que rodea a la obra, la preparación, la promoción, las
entrevistas, sin que quede nada de ello en la obra propiamente dicha.
Hay así una llama, un tono mordaz y apasionado en las declaraciones
de Rossellini en torno a su película (cf. «Le cinéma, c’est
fini» en Le Figaro littéraire, 6-10-66) que brillan por su
ausencia en la película misma. No obstante, La prise de pouvoir
par Louis XIV es el único largometraje de Rossellini del que se
puede hablar desde 1954 (La paura).

Hay que poner aparte India (1957–58),
que no se estrenó en Francia y fue presentada anoche en la
Cinémathèque, y que no es exactamente una película de ficción,
sino más bien una especie de charla perezosa y anecdótica sobre la
India actual, en la que cabe ver, con algo de buena voluntad, el
inicio de un género nuevo en el cine. Entretejidas con un comentario
y con planos puramente documentales, Rossellini presenta cuatro
historias cortas apenas dramatizadas, aunque no desprovistas de
interés dramático. Esta estructura revela una auténtica libertad
de espíritu. Una libertad de espíritu que se ha liberado por
completo del afán de parecer original. La banalidad no le incomoda.
A lo largo de India, hay una aceptación de la banalidad que
predispone al espectador a acoger con mejor disposición las
observaciones del autor sobre la dulzura, la lentitud, la sabiduría
india. El autor parece decir: «No tenía nada que hacer. Me di un
paseo. Esto es lo que vi, lo que entendí, lo que me contaron, lo que
me interesó. No he tratado de ser exhaustivo. No saco ninguna
conclusión». La libertad de espíritu es también eso: no
esforzarse en nada.
Como la propia India, la película de Rossellini
concede un amplio protagonismo a los animales. Un mono es incluso el
héroe de la última historia, la más sencilla y la narrada con
mayor naturalidad. Cuando comienza, el mono, a hombros de su amo, se
dirige a la feria donde acostumbra a ser exhibido. El sol pega con
fuerza. El hombre se desploma de pronto, víctima de una insolación.
El pequeño mono gira a su alrededor, lo acaricia, lo hace
cosquillas, trata de despertarlo. Pronto ve cómo los buitres
comienzan a descender en círculos sobre el cuerpo. Solo, se pone en
camino hacia el pueblo y, al aire libre, representa su número ante
unos pocos espectadores. Por costumbre, recoge el dinero que le
lanzan. Ya ha anochecido. No sabe adónde ir. Los monos salvajes, en
los árboles, no lo aceptan porque huele a humano. Poco después, el
espectador se entera de que lo ha recogido un feriante. Lo vemos,
bajo la carpa de un circo de verdad, haciendo un número de trapecio.
Comienza otra vida.
El mérito de Rossellini ha sido observar la India
desde fuera, sin intentar (ahí habría estado el artificio) fundirse
con la mentalidad india. Ha mirado la India con simpatía, pero con
una simpatía occidental. Eso se refleja incluso en una historia tan
sencilla como la del mono. Para los hindúes, la doctrina de la
reencarnación prevé para cada ser vivo, tras la muerte, una
sucesión variada de existencias. La doctrina se aplica también a
los animales. El occidental, en cambio, es más sensible a la
variedad de existencias que cada ser atraviesa en vida, variedad a la
que llama “aventura”. Tal vez la historia del mono fue escrita
para ilustrar la primera concepción. Pero la emoción que transmite,
en la pantalla, se adscribe indiscutiblemente a la segunda. Hacía
años que Rossellini no estaba tan cerca del neorrealismo. “El
neorrealismo”, decía, “consiste en seguir a un ser, con amor, en
todos sus descubrimientos, todas sus impresiones; es un ser muy
pequeño, sometido a algo que lo supera y que, de pronto, lo golpeará
de forma terrible en el momento justo en que él se encuentra libre
en el mundo, sin esperarse nada”. Esta declaración (1955),
despojada del sentimentalismo y de las palabras sobrantes, sigue
siendo una buena definición del cine, sea o no neorrealista.

18 de
noviembre. —
Al contrario que Ford, King, McCarey o Preminger, Hitchcock es, como
Fritz Lang, estimulado por un material pobre, abiertamente
esquemático, que ofrezca si es posible (y aquí se aparta de Lang)
un desafío a sus facultades creadoras. El desafío puede estar
incluido en la estructura temporal del tema (Rope, Dial
M for Murder), en su estructura espacial (The Lady Vanishes,
Rope, Rear Window, etc.), en su tipo de explicación
(el psicoanálisis en Marnie, disciplina científica quizá
aceptable, pero un medio inverosímil para abordar personajes
novelescos) o en cualquier otro de sus elementos. En la mayoría de
sus películas, Hitchcock transmite la imagen de un cineasta de
implacable claridad mental, maquiavélico en sus medios,
obstinadamente simple en su propósito, que concibe la relación
autor-espectador como una lucha, una especie de conspiración, de
emboscada en la que el espectador debe caer, pero que confía, para
llevar a cabo esa lucha, únicamente en las cualidades objetivas de
cada película, apoyándose sistemáticamente en las imperfecciones,
artificios y obstáculos específicos del tema.
Torn Curtain no escapa a esta regla. Para
su quincuagésima película, Hitchcock aceptó de buen grado la
psicología raquítica, apenas humana, de los relatos de espionaje en
su concepción actual del género. Esa infra-psicología de los
personajes es incluso el origen de la emoción que se desprende de
varios momentos del filme, como por ejemplo la escena de (falsa)
ruptura entre Paul Newman y Julie Andrews. Paul Newman, científico
estadounidense, ha decidido cruzar el Telón de Acero con la
intención de continuar, en colaboración con sus colegas soviéticos,
el desarrollo de un proyecto que los Estados Unidos se han negado a
financiar. Para este viaje, que muy probablemente será definitivo,
P. Newman no quiere llevar consigo a su prometida. Ella nota, sin
poder explicárselo, el cambio repentino de actitud de su prometido,
hasta que acaba comprendiendo. Mientras están sentados en un
restaurante, ella le pregunta: «¿Entonces, se acabó?». Él, sin
levantar la cabeza, mientras sigue leyendo el menú, murmura: «Sí,
se acabó».
Emoción paradójica la de esta escena: nos
interesa la ruptura de dos personajes que, tomados por separado, no
nos interesan; nos interesa lo que ocurre entre ellos cuando la
individualidad de cada uno no nos importa (constante hitchcockiana).
Emoción paradójica también porque se basa en un malentendido (otra
constante hitchcockiana). No tardaremos en saber que Newman no
emprende un viaje sin retorno, que no está traicionando a su país,
que solo pretende robar uno o dos secretos a los científicos
soviéticos y luego volver tranquilamente a casa a trabajar al
servicio de su patria. El mismo equívoco se amplifica un poco más
adelante. En un coche, Newman, ya al otro lado del Telón de Acero,
viaja con su prometida y su guardaespaldas, un exiliado que ha vivido
en América y que evoca, con una ironía antipática, algunos
recuerdos de los Estados Unidos. Newman siente (o parece sentir)
vergüenza de sus palabras, de estar con él, de hacer lo que está
haciendo. Julie Andrews siente vergüenza por él y por ella misma.
El espectador también experimenta esa vergüenza. Unos instantes más
tarde, ese mismo espectador descubre el verdadero propósito de
Newman. Alivio. Pero no por mucho tiempo: P. Newman se ve pronto
obligado, en circunstancias tan atroces como rocambolescas, a
asesinar a su guardaespaldas. Este último, que desde luego se había
ganado nuestra antipatía, ¿merecía también la muerte? Y Newman,
que quizá ya no es un traidor a su país, es ahora sin duda un
asesino.
La infra-psicología
de los relatos de espionaje recientes, es decir, la
evaporación de la individualidad de los personajes, sirve de varias
maneras a las intenciones de Hitchcock. Contribuye a que la emoción
pase directamente de la escena en su conjunto al espectador, sin
pasar por los personajes. (En ese sentido, es lo opuesto a la técnica
de identificación del espectador con los héroes de la historia). Es
el vehículo ideal de todos los malentendidos; facilita su
encadenamiento y, en el momento oportuno, su desaparición. Unos
héroes tan poco interesantes en su individualidad parecerán, sin
resultar inverosímiles, reflejar los sentimientos que les
atribuimos; tampoco resultará inverosímil que los abandonen —o
que parezcan abandonarlos— cuando el malentendido se disipe. Su
falta de espesor permite, además, que el espectador cambie con
facilidad su orientación moral respecto a ellos.
En cuanto a esa constante de la emoción basada en
el malentendido, impura desde un punto de vista dramático, en ella
se refleja una parte esencial del planteamiento hitchcockiano. A lo
largo de toda la película, las emociones del espectador se
atropellan, se contradicen, se anulan, sin coincidir nunca con la
verdad de los hechos. Y es precisamente ahí donde se revela la
verdadera naturaleza de Hitchcock: la de un moralista de tradición
profundamente anglosajona que desconfía de la sensibilidad y se
esfuerza en someterla a examen, en poner en entredicho la validez de
nuestras emociones. No pone en duda su sinceridad, ni su
espontaneidad: lo que les niega es todo valor como indicio de verdad.
Porque, según él, la sensibilidad no se conforma con ser lo que es;
va más allá de sus derechos; guía el juicio, e incluso lo
sustituye. Fundada en simpatías y antipatías, en estados de ánimo
pasajeros, en representaciones conmovedoras pero erróneas del Bien y
de la Verdad, la sensibilidad desarrolla su propia lógica, sus
propios rodeos, que en buena fe se sustituyen al pensamiento. En ese
sentido, es persuasiva, imaginativa —y nociva. En lugar de hacer
discursos (o hacer que los personajes los pronuncien) sobre ello,
Hitchcock prefiere que sea la dramaturgia la que exprese su postura.
Para él, la sensibilidad es uno de los grandes «poderes engañosos»
del ser humano. Y, en primer lugar, debe en la película engañar al
espectador. Y cuanto más lo engañe, más habrá alcanzado el autor
su meta, que es una meta moral.
Muy significativa, a este respecto, es la
desventura que sufrió, como se recordará, con el desenlace de
Suspicion. Durante toda la película, Hitchcock había
acumulado en torno a un personaje ingenioso y frívolo,
extremadamente fascinante, diversas pruebas de culpabilidad por
asesinato, haciendo que el espectador deseara con todas sus fuerzas
su inocencia. Los productores se negaron a que Cary Grant
interpretara a un personaje criminal. Con ello, arruinaron la
película o, más exactamente, impidieron que completara su
recorrido. Era necesario que fuera culpable. Para dejar patente la
ruptura entre sensibilidad y verdad. Para oponer, de forma
irreconciliable, los deseos, las esperanzas de esa sensibilidad, y
las exigencias, por lo demás insoportables, de la justicia y de la
verdad.
20 de
diciembre. — Adiós al macmahonismo. He visto
toda clase de películas este año. No he hablado de ellas. Demasiado
negativas. Tan negativas incluso que quitan cualquier gana de
criticarlas.
El cine francés gira ahora perfectamente en
redondo. La mayoría de los cineastas poseen su método propio para
evitar componer un relato, comunicar una experiencia, sacar de sus
colaboradores la menor parcela de talento, en resumen: para evitar
hacer una película. Fahrenheit 451, por ejemplo, se basa en
una idea terriblemente artificial y cuestionable, que ilustra de
forma aún más artificial (idea cuestionable porque, si existe algún
peligro con respecto a los libros en las civilizaciones futuras,
reside seguramente mucho menos en su posible supresión que en su
proliferación. Pero dejemos eso de lado). Ese punto de partida
tenía, sin embargo, un interés potencial. Podía haber estimulado
la imaginación de los autores, que habrían debido sentirse
obligados a encontrar al menos un embrión de respuesta a la
pregunta: ¿cómo se las arregla esta civilización, que ha destruido
la escritura, para prescindir de ella? ¿Qué sistema de instrucción,
en particular, ha puesto en marcha? En lugar de eso, vemos en
pantalla una mísera escuadra de bomberos que, con desgana y sin
convicción, incendia algunos libros mientras, a kilómetros de allí,
un grupo de fronterizos se entrega a la absurda tarea de aprenderse
de memoria los clásicos de la literatura universal. Los autores nos
muestran también los escrúpulos morales de uno de estos bomberos
iconoclastas que, al final de la película, se une a los fronterizos.
Eso es todo. Cuando uno se acerca a una escuela, el espectáculo de
la clase se sustituye por el murmullo en off
de los niños que recitan, en lugar de un texto, una tabla de
multiplicar. Es el tipo de recurso que, en toda circunstancia,
reemplaza en la película un examen honesto del tema. Una incapacidad
semejante para desarrollar un tema que uno mismo ha elegido, para
imaginar sus consecuencias más elementales, para inscribirlo en una
atmósfera interesante, inventiva, creíble, tiene algo de miserable
y desolador. Esa impotencia característica de cada plano de una
película como Fahrenheit, el espectador estaría casi
tentado, de tan general y constante que es, de atribuírsela al cine
mismo. En ese sentido, la película es nociva, debe evitarse. Da
demasiados argumentos a quienes siguen pensando en el cine como un
subproducto, en particular como un subproducto literario. Se ve bien
la intención, poco estimable, que ha presidido la realización de la
película: había que “meterse en el bolsillo” al espectador
antes incluso de que viera una sola imagen del filme; había que
intrigarle y al mismo tiempo tranquilizarle (defensa de las
civilizaciones mortales, defensa de los libros en peligro: ¡qué
bella cruzada!) con una idea-impacto que, en realidad, es
ultraconvencional, cuya expresión, si se puede hablar de expresión,
debía ser en pantalla lo menos inquietante y lo más académica
posible. En ese plano —el del control cultural y publicitario sobre
esa categoría de espectadores aparentemente seria y culta, en el
fondo completamente inconsciente, que siempre preferirá captar el
“mensaje” de una película antes de haberla visto—, puede
hablarse de un cierto éxito. Poco glorioso, es verdad, pues sin
ningún riesgo.
Un
homme et une femme, otra película de la que se
ha hablado este año, se limita, por su parte, a ser el catálogo de
todos los “viejos trucos” redescubiertos en el cine desde hace
seis o siete años. Su ideal, que logra alcanzar, es sistematizar
todo lo que no se debe hacer en el cine: espectacular ausencia de
unidad fotográfica, llevada aquí hasta el delirio (con el uso de
película en blanco y negro, teñida, en color), irrealismo del
sonido, inclusión en cada secuencia de planos ajenos a la misma,
rechazo de cualquier tipo de enlace entre secuencias, lo cual
devuelve al filme el aspecto primitivo de una sucesión de rushes.
Estos defectos aún serían aceptables si no se añadiera a cada
plano una aplicación, un deseo de hacerlo bien, una seriedad
imperturbable francamente penosa y antipática. En cuanto a la
intriga —banalidad, sentimentalismo prudente— entierra la
película. Su fórmula, que descansa en un modernismo superficial y
un conformismo profundo, se va a reutilizar, evidentemente. Es el
lado desagradable de los éxitos inmerecidos: no se acaban nunca.
¿Hace falta mencionar también Le deuxième
souffle, odiosa película de prestigio que pretende continuar el
cine de serie B americano
cuando carece de sus dos cualidades fundamentales: la concisión y la
claridad? ¿O La ligne de démarcation, quizás la película
más académica de toda la historia del cine francés?
Más lamentable aún es el fracaso de una fracción
del cine francés que se podría haber llamado “de tercera vía”,
por su intención de situarse entre las corrientes opuestas del cine
intelectual y del cine puramente comercial. Nacidas de una oposición
dudosa, viciada en su principio, alimentadas de compromisos, las
películas de esta tendencia estrenadas este año —L'homme
de Marrakech, Avec la peau des autres,
Objectif 500 millions, La vie de château, etc.—
han sido fracasos tanto desde el punto de vista del entretenimiento
como del de la seriedad. No han hecho más que subrayar el carácter
arbitrario, anticinematográfico y, sobre todo, muy anticuado, de esa
oposición. Las películas divertidas son películas serias; las
películas serias son siempre divertidas: da vergüenza tener que
insistir. El problema de estas películas no es que sean malas o
fallidas. Es mucho peor: están vacías, muertas. Con ellas
desaparecen uno a uno los esperanzas que se podían tener en las
distintas personalidades de sus autores, cuyos primeros filmes se
habían hecho notar, en general, por cierto entusiasmo, un tono algo
original. Los nombres de Deray, Sautet, Deville, etc., se suman así
a los de Truffaut, Chabrol, Melville, Lelouch, Resnais, Astruc,
Malle, etc., para constituir un cine cómodo, satisfecho, apagado,
sin riesgo, casi sin relación alguna con la realidad: el modelo
perfecto de un cine pequeño-burgués que nunca, en ningún momento
de su historia, el cine francés había rozado tan de cerca. Se llega
a considerar a Duvivier, Delannoy e incluso a Gilles Grangier, si no
como genios, al menos como artesanos concienzudos y capaces, de los
que una vez cada siete u ocho intentos pueden hacer surgir de un
material sólido y que les ha interesado algunos destellos, algunos
momentos hermosos, e incluso, en ocasiones, una película entrañable
de principio a fin (Voici le temps des assassin, L’affaire
Saint-Fiacre, Les amitiés particulières, Maigret
voit rouge).
Este año se ha estrenado en el circuito comercial
normal un nutrido contingente de películas de vanguardia. Década
tras década, estas películas siguen siendo iguales a sí mismas. En
el 66, ha habido un poco más de lo habitual, y han conocido un éxito
algo mayor de lo habitual. Especulaciones interminables sobre las
fronteras entre el sueño y la realidad, personajes neuróticos,
solipsistas, degenerados de todo tipo que ofrecen un terreno propicio
a secuencias de provocación pueril: quienes aprecian este tipo de
cine (el más reaccionario que existe) y sus personajes recurrentes
habrán quedado este año plenamente satisfechos con El hombre
del cráneo rasurado, Repulsión, Las manos en los
bolsillos, etc. Al igual que estas películas no cambian,
tampoco es posible cambiar de opinión sobre ellas. Interés técnico,
dramático, plástico, histórico, social: cero. Originalidad: cero.
Muchas películas de jóvenes también, y de
países cinematográficamente jóvenes, a menudo fuertemente
influenciados por Francia. Su aportación, en la mayoría de los
casos, se reduce a una gran complacencia a la hora de mostrar
personajes “desorientados”, acompañada de una total falta de
madurez (técnica y moral) para analizarlos. Lo negativo, aquí,
grita y no deja lugar más que a un juicio de orden sociológico,
tanto más limitado cuanto que no puede ejercerse sobre el resultado
filmado, que es informe, sino únicamente sobre quienes filman.
Entre los jóvenes, y no tan jóvenes, cineastas
americanos, muchos de ellos procedentes de la televisión, aún no se
dibuja ninguna línea de fuerza, salvo un eclecticismo de mal gusto.
En ninguno de ellos puede detectarse, por ahora, una originalidad
particular. Cierto es que Jewison parece mejor que George Roy Hill,
Franklin Schaffner mejor que Ralph Nelson, Lumet (últimamente) un
poco más dotado que Mulligan, Arthur Penn un poco menos derrochador
que Peckinpah. Pero con frecuencia, de una película a otra, de un
tema a otro, el juicio cambia y la actitud más realista por el
momento parece ser la de mantenerse a la expectativa.
No hay que engañarse: lo que estamos atravesando
en este momento son los años oscuros del cine. La mayoría de los
cineastas de la primera generación (DeMille, Dwan, Guitry, King,
Lang, McCarey, Walsh) han desaparecido o se han retirado. En la
generación siguiente, los directores más talentosos aceptan y
sufren diversos tipos de contratiempos que los llevan a una cuasi
decadencia. Razones económicas, para algunos (Tourneur, Ulmer):
acostumbrados a las pequeñas producciones, pequeñas pero dignas,
donde la pobreza no era un defecto, y al tender éstas a desaparecer,
ya sólo les quedan tres soluciones igualmente lamentables: dejar de
rodar, aceptar presupuestos tan minúsculos, tan ridículos que
acaban siendo paralizantes, o trabajar en televisión, donde la
experiencia ha demostrado que ni la iniciativa ni el talento logran
imponerse casi nunca. Otros, aparentemente más afortunados (Losey,
Donen), siguen rodando, pero a la deriva y a contracorriente. Losey
ha pasado con armas y bagajes al bando del peor cine intelectual
europeo. Sus últimas películas (King and Country, Modesty
Blaise) son pobres, mecánicas, sin fuerza y sin humor. El éxito
en el exilio ha sido su prisión dorada. La evolución de Donen no es
mucho más envidiable. En apariencia, no ha cambiado de género ni de
ambiciones. Sin embargo, tras haber cultivado los elementos más
espontáneos, más inventivos, más inimitables de su talento, todo
indica que hoy sólo cultiva los más artificiales. Arabesque
es una película hecha casi íntegramente de “efectos especiales”,
utilizados, desde luego, con gran destreza, pero que no por ello
dejan de constituir una de sus películas más inútiles. Cuando uno
piensa en la capacidad de invención de Donen para dar vida a todo un
mundo de pequeñas siluetas pintorescas y caricaturescas, que se
transformaban pronto en personajes humanos, vivos, divertidos, a
veces patéticos y atrevidos (hay que ver y volver a ver Kiss
them for me); cuando se piensa en su habilidad para hacer durar,
y luego estallar, una escena (cf. el monólogo de José Ferrer en
Deep in My Heart), el fragmentarismo dramático de
Arabesque, su fragmentación abusiva del montaje, la
mecanización exagerada de la dirección de actores y todo su delirio
óptico no pueden inspirar, por comparación, más que una mezcla de
lástima y pesar.
Al observar esta evolución, uno se da cuenta de
que los dos géneros (y tal vez no se trate sólo de géneros, sino
de verdaderos estados de ánimo) que más escasean en el cine actual
son: por un lado, la comedia alegre (Un día en Nueva York,
Deep in My Heart), con sus temas tradicionales —los
placeres de la humildad, la aceptación de uno mismo, el respeto por
lo pintoresco del otro—; y por otro, la comedia negra, satírica,
no dogmática, con ese tipo de «bromas al borde del abismo», ese
humor que no es simplemente el gusto por lo ridículo en los demás,
sino una especie de risa sarcástica y desesperada —sentimental, en
el fondo— ante el mal uso que hacemos de nuestra condición. Hay un
poquito de eso en ciertas películas de episodios italianas, que
tienen una insolencia de tono perceptible también en su estructura
(episodios de duraciones muy variadas, cf. I mostri;
personajes con papel principal en unos episodios, episódico en
otros, cf. Señoras y señores), y que muchos países
podrían envidiarles. Desgraciadamente, el espíritu de estas
películas tiende a derivar hacia un inmoralismo sistemático y
convencional que las priva de parte de su fuerza. También hay algo
de ese tono —de comedia negra— en las películas de Jean-Pierre
Mocky, cuya obstinación y progresos comienzan a hacerse notar. Mocky
ha hecho siete películas. Tiene 37 años. Es lo que se suele llamar
un «joven cineasta». A propósito, he aquí una lista de jóvenes
cineastas que ya han enriquecido el cine con su talento, y no solo
con promesas: además de Mocky, Léonard Keigel (Léviathan,
La dame de pique, ambas
admirables), Festa Campanile (del que ya he hablado), Jack Garfein
(Something Wild), si rodara algo más, y Bertrand Blier
(Hitler, connais pas).
La paradoja del periodo actual, desde el punto de
vista de la distribución y la exhibición (y por tanto también de
la crítica), es que siendo una época pobre, se muestra sin embargo
extremadamente favorable tanto al reconocimiento y la revalorización
de obras clásicas como a la circulación de todo tipo de
subproductos asociados a tendencias barrocas y sin madurez. En una
programación tan variada y tan confusa (2), el papel de la crítica
debería ser considerable. Sin embargo, no lo es. Ello se debe, creo,
a: 1) la dificultad inherente al oficio del crítico para admitir que
existen periodos pobres, y que justo le haya tocado expresarse en uno
de ellos; 2) la constatación, imposible de ignorar, de cuántas
veces, en un pasado reciente, se ha equivocado, ha dejado pasar
oportunidades. Estos dos elementos llevan poco a poco al crítico a
elogiar sistemática y ciegamente todo lo que se presenta: actitud
nada crítica por excelencia.
Sin embargo, en menos de diez años, las obras del
80 % de los cineastas valiosos habrán sido situadas en su justo
lugar: Lang, Walsh, Preminger, Ford, Fuller, etc. En cuanto a Guitry,
Dwan, King, el ciclo está lejos de haber terminado, pero ya ha
comenzado. Habrá corrido, como suele decirse, bastante agua bajo los
puentes desde aquella época en que defender, por ejemplo, While
the City Sleeps pasaba por ser una excentricidad paradójica, y
en la que André Bazin se devanaba los sesos, y acababa
consiguiéndolo, para encontrar en esa película, en un segundo
visionado, cierto interés sociológico. Durante todo ese periodo, el
papel de la crítica oficial habrá sido prácticamente nulo: siempre
a la zaga, siempre estupefacta, siempre sin comprender, aunque, con
el tiempo y de forma inconsciente, acabara teniendo en cuenta aquello
que no comprendía. Como mucho, habrá sido el barómetro de las
influencias que triunfaban sin ella. Más revigorizante, y más
imprevisible, fue el papel de ciertos movimientos, y en particular de
uno cuyo ciclo hoy está claramente cerrado. Empieza a parecer
sorprendente que hubiera gente que se reuniera y se opusiera a los
demás proclamando simplemente el valor de estos cuatro nombres:
Lang, Losey, Walsh, Preminger (y el de otros cineastas afines a
ellos). Lo que antes era originalidad, paradoja excesiva o incluso
una forma lamentable de llamar la atención, se ha convertido hoy en
algo evidente, en una simple manifestación de sentido común. Y eso
es una buena noticia. En estas cuestiones, el destino de un
movimiento que tiene éxito es disolverse, diluirse en la aceptación
general. Sólo lo falso se recuerda y envejece.
Visto con cierta perspectiva, ese movimiento, que
no fue probablemente más que un acto de lucidez elemental ejercido
en un periodo fértil, aparece estrechamente ligado a esa época rica
(1944-1959). Hoy, el papel de la crítica, hablo en teoría, si se
cumpliera, sería muy distinto. Menos selectivo. Menos espectacular.
Más ingrato. Más laborioso. ¿Sus características? No puedo más
que mencionarlas brevemente: examinar los géneros marginales, en
particular el género «fantástico» en su sentido más amplio
(«mitos y leyendas»), el único género narrativo con verdadera
vigencia en la actualidad, y que por ello canaliza el interés de una
parte del público que se ve empujado a apartarse de los otros
grandes géneros (musical, policiaco, western), todos en decadencia
hoy; vislumbrar así, en un momento en que parece descomponerse, la
estructura compacta del cine americano, cuya coherencia se refleja
también en sus márgenes; valorar, en diversas empresas documentales
o para-documentales, aquello que en ellas corresponde a la esencia
del cine tal como Michel Mourlet la definió: «a la vez documental y
cuento de hadas», en los mismos términos en que Fritz Lang
vislumbraba la naturaleza de sus próximos filmes: sin preocupación
estética, brutales y realistas, al estilo de los noticiarios; en
suma, seguir buscando, entre tantas decepciones y veladas apagadas,
las líneas de fuerza y la joya rara; no saber nada; no prever nada.
Jacques Lourcelles
En “Présence du
cinéma” n.º 24-15 (Otoño de 1967)
(1)
Cf. Borges:
“Pascal”, en Enquêtes.
(2) Un
signo menor de los tiempos, pero característico: solo en el año 66,
y limitándonos a la región parisina, los exhibidores han
programado, además de los estrenos y los reestrenos (cada vez más
frecuentes), los siguientes festivales: Jerry Lewis, Louis Malle,
Richard Lester, Tom y Jerry, de westerns, Jean-Luc Godard, de cine
japonés, Luis Buñuel, de cine soviético, de terror, James Bond, de
cine libre, Elvis Presley, Jean Renoir, Raoul Walsh, de cine sexy y
de terror, Laurel y Hardy, John Ford, de cine de terror y policiaco,
Humphrey Bogart, de misterio y aventuras, de héroes legendarios, de
películas prohibidas a menores de dieciséis años, Brigitte Bardot,
de humor, del mar en el cine, de animación (Annecy 66), Peter
Sellers, José Bénazéraf, Walt Disney, Émile Zola, Woody
Woodpecker, Jean Gabin, Ingmar Bergman, James Dean, de cine musical,
de los Beatles on the rocks, etc., etc.