La superproducción es un género ingrato que arrastra tras de sí el peso de bastantes años de convenciones y prejuicios. Sin embargo, dos films tan excelentes como «El Álamo» y «Éxodo» han dado una adecuada respuesta al tradicional desprecio de la crítica hacia las S. P. y han servido para demostrar: a) Que este género, como cualquier otro, puede originar obras perfectamente válidas, y b) Que las actitudes preconcebidas hacia cualquier manifestación del cine carecen de toda solidez. Como de costumbre, el problema de las S. P. no era cuestión de industria, de capacidad, de técnica, ni siquiera de estética, sino simplemente de hombres. Así, ha bastado que los mejores realizadores americanos abordaran este campo para obtener inmediatamente obras notables.
«Rey de Reyes» se sitúa, con toda justicia, al nivel de estos films privilegiados. Y el trabajo de su autor, Nicholas Ray, resulta aún más meritorio por cuanto incide dentro del aspecto más peligroso y comprometido de las S. P.: la narración bíblica (o «película de romanos», si ustedes lo prefieren). No creo que estos méritos sean reconocidos así como así, por cuanto Nicholas Ray es uno de esos hombres de cine cuyas obras poseen la cualidad de provocar el desconcierto de la crítica y, por consiguiente, su irritación. La gran ferocidad de muchos juicios sobre los films de Ray, aún de aquellos aclamados por lo general, como «Rebelde sin causa» —pudo presentar un dossier bastante impresionante al respecto—, me hace pensar que ocurre algo anormal. ¿Cuáles son las causas de esta incomprensión? Quizá sea la irregularidad de Ray, su desprecio por la construcción dramática de sus films en favor de una expresividad más directa e intensa, la poca consideración que merece en Europa la obra de los cineastas americanos. Pero quizá se deba más bien al carácter específicamente cinematográfico de su estilo. Luego volveremos sobre este punto.
Sea como fuere, «Rey de Reyes», por su tema, se presta aún más a la discusión que otros films de Ray, y porque la cantidad de sorpresas que produce su proyección resulta bastante más elevada. Cuando se esperaba un gran espectáculo, tipo De Mille, aparece una crónica de una notable austeridad, un film casi intimista; cuando se temía una simple iconografía ingenua, se halla una interpretación de los Evangelios todo lo discutible que se quiera, pero adulta y llena de seriedad.
Las limitaciones que han presidido el planteamiento de «Rey de Reyes» son innegables. Por instigación de los productores, se han suprimido de la adaptación evangélica todas las referencias al deicidio del pueblo judío. Como si los guionistas del film hubieran querido hacer esto más patente, no solo han silenciado el «Crucifícale, crucifícale» y el «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos», sino que omiten toda mención al responsable concreto de la condena a muerte de Jesús (solo se hace una referencia de pasada cuando Lucio, al liberar a Barrabás, le dice con desprecio: «Tus amigos gritaban mucho»). Interrogado sobre este «blanqueamiento» de los judíos, Philip Yordan ha declarado a un periódico londinense hace escasos días: «Nuestro propósito fue el de hacer una película en la que no hubiera odio». No tengo nada que oponer a este punto de vista, por cuanto me parece que lo importante en este film era reflejar fielmente la extraordinaria personalidad de Jesús, más allá de exigencias de verdad histórica o de otra índole. No obstante, la omisión de episodios tan importantes como la expulsión de los mercaderes del Templo constituye un duro hándicap.
Ahora bien, dentro de la perspectiva con que Ray y sus colaboradores han enfocado el tema, la adaptación se destaca por una notable coherencia. Ray, ante todo, ha querido ilustrar a través de la narración evangélica su tema favorito del hombre que se debate entre la posibilidad de la acción y la de la contemplación, así como sus ideas acerca del inconformismo, la libertad y la violencia. Para dar un mayor relieve a la alternativa de la acción, ha aprovechado la condición de preso político de Barrabás, para elevarlo a jefe de la «resistencia» judía, y de esta forma dar su pleno significado a la personalidad de Jesús. Otros personajes han sufrido importantes innovaciones, como el de Judas, que parece inspirado en la «biografía» de Lanza del Vasto. No sé hasta qué punto estos cambios son ortodoxos o no —doctores tiene la Iglesia—, pero me parecen válidos en cuanto poseen una riqueza humana y psicológica digna de ser tenida en cuenta y hacen inmediatamente accesible a cualquier espectador el contenido del film (supongo que la aprobación del «Osservatore Romano» se debe a estos motivos). Por eso, no comprendo bien cómo algunos críticos, que ante las inefables «reconstrucciones históricas» de «Los diez mandamientos» no se inmutaron lo más mínimo, se rasguen ahora las vestiduras. Con tal actitud solo prueban que «n’ont guère de la suite dans les idées», como cantaría Brassens.
Reducidas a estos simples términos, las líneas de fuerza de «Rey de Reyes» pueden parecer sumarias y esquemáticas. Pero es que su verdadera plenitud solo se revela a través de la puesta en escena, donde se descubren en toda su riqueza y complejidad. La gran cualidad de Ray es precisamente su aptitud para revelar el lenguaje secreto que une los seres y las cosas. Esta facultad se ha negado al cine muchos años por creerla fuera de su alcance, pero ha sido buscada frenéticamente por gran número de cineastas. Hasta que hemos visto aparecer el famoso concepto de la «introspección psicológica» con la obra de Bresson, y luego con la de Antonioni y Resnais, que han conseguido mostrar las reacciones internas de un individuo o grupo de individuos. Ray se diferencia de ellos en el sentido de que no falsea las apariencias por medios de una estilización más o menos exagerada para llegar a lo que pudiéramos llamar una realidad segunda, sino que las respeta escrupulosamente, no disponiendo sus personajes de forma artificial o recurriendo a artificios de montaje, sino sencillamente observando con minuciosidad cómo viven y se comportan, espiando sus menores gestos y reacciones hasta que se traicionan, poniendo al descubierto su naturaleza más íntima. Dicho en otras palabras, la fuerza del estilo de Ray no radica en «mostrar» estas reacciones internas, sino que las hace «sentir» a través de una visión de una acuidad sorprendente. Para alcanzar este objetivo, Ray se distingue por su capacidad inventiva de utilización de escenarios y ambientes, por su sentido de observación de los caracteres, su forma de utilizar las miradas de sus actores, de emplear el formato scope y, sobre todo, por un gran poder de síntesis.
Estos elementos alcanzan en «Rey de Reyes» un notable esplendor. Intentaré enumerarlos uno por uno. Desde siempre, Ray ha tenido una gran facilidad para dar un carácter de novedad a situaciones más o menos convencionales gracias a un inteligente uso de los escenarios. El admirable prólogo de «Rey de Reyes» con la entrada de Pompeyo en el templo de Jerusalén, lleno de sacerdotes vestidos de blanco, o la muerte de Herodes el Grande, que se desploma arrastrando consigo dos inmensas cortinas blancas, o la secuencia admirable del Sermón de la Montaña, son una buena prueba. Sin embargo, el arte de Ray no se reduce a un culto gratuito del detalle insólito; lo importante es el realismo implacable que dirige su puesta en escena. La sensación de autenticidad que produce el film no se debe únicamente a la precisión de cada gesto, de cada acción —tomados en su cotidianidad más vulgar: la lanza clavada en el cuerpo de un sacerdote que Pompeyo aparta para abrirse paso; Jesús, abriendo una hoja de chumbera para apagar su sed; María, amasando harina; Lucio, poniéndose unas botas, etc.—, sino al extraordinario sentido de observación con que se describe cada personaje. Un ejemplo: cuando Jesús intima a Judas a consumar su traición, este sale y recoge sus sandalias; sigue a continuación la bella secuencia de la Última Cena, una de las más bellas del film. A su término, vemos a Judas pidiendo audiencia en el templo de Caifás; mientras aguarda, Judas se da cuenta de que «todavía» lleva las sandalias en la mano y se las calza. Basta este simple gesto para denunciar la profunda confusión y nerviosismo de Judas durante su trayecto hasta el templo. Ray sabe ver y hacer ver.
De ahí la importancia que el formato scope tiene para su estilo. Cuanto mayor sea el campo de visión de la cámara, tanto más cercano estará del nuestro y tanto mejor mostrará al hombre dentro de la belleza áspera de la realidad más cotidiana. Por otra parte, el Scope contribuye a dar un mayor relieve a la presencia del actor. En sus últimos films, Ray acusa una tendencia cada vez más fuerte a servirse casi exclusivamente de la mirada de sus actores. En «Rey de Reyes» basta la forma de mirar Pedro a Jesús cuando le niega, o de María ante la partida de Juan el Bautista, o de Salomé ante Herodes postrado a sus pies, o de Barrabás al comprobar la destrucción de los suyos, para crear todo un mundo de emociones y sentimientos, una tensión casi hipnótica que fascina al espectador. Todo se dice en una sola mirada. ¿Cómo explicar con palabras lo que la cámara nos muestra en unos pocos segundos? Es quizá por eso que el estilo de Ray, que reposa esencialmente en el concepto «contemplación de las cosas», es poco apreciado, ya que requiere una gran atención y un profundo sentido de participación por parte del espectador, quien, por desgracia, la mayoría de las veces no quiere «ver» películas si no solo «mirarlas», que se las expliquen.
Con todas sus grandes cualidades, la gran fuerza de «Rey de Reyes» sufre algunas intermitencias. Jeffrey Hunter solo causa impresión en los primeros planos gracias a sus extraños ojos, quedando en el resto un tanto desvaído; la secuencia de la Crucifixión resulta un tanto apagada. Ray, al parecer, rodó una escena de gran violencia, que ha sido sustituida luego por la que aparece ahora, blanda e imprecisa. Algunos planos, como el diálogo de Caifás a Nicodemo o la entrada de Judas en el templo, parecen dirigidos por Tamayo; supongo que serán obra de los directores de la segunda unidad. La muerte de Juan el Bautista resulta de una truculencia de lo más convencional, sobre todo cuando se está asistiendo a un verdadero festival de destrucción de tópicos. El discípulo Juan tiene un aire de estupidez que conviene poco a su condición de futuro evangelista... Ahora bien, muchos de estos defectos eran inevitables en una obra cuya dirección no depende de una sola mano. Olvidar ciento cuarenta minutos admirables en beneficio de otros diez regulares sería una falta de seriedad. Con todos sus defectos e irregularidades, «Rey de Reyes» es una obra apasionante. Por lo menos, así ha sido para mí. Al emprender su realización, Nicholas Ray aceptó un desafío peligroso. Ha ganado. Y los espectadores con él. ¿Había que pedir algo más?
José Luis Guarner
En “Film Ideal” n.º 89 (1 de febrero de 1962)