sábado, 4 de enero de 2025

King Kong (Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack, 1933)

Alrededor de los años treinta, la sociedad estadounidense comprobó horrorizada cómo su sistema económico y social, que consideraba perfecto, desmoronábase estruendosamente como un castillo de naipes por obra de la gran crisis económica de Wall Street. El espasmo del miedo convulsionó todos los estratos sociales: negras nubes cubrieron un horizonte hasta entonces claro y diáfano. El paro, el hambre, el miedo y la desconfianza se enseñorearon por las calles de las hasta entonces prósperas ciudades. El antiguo american way life caía a pedazos. Urgía reconstruir uno nuevo. Sin embargo, antes de que fuera posible con la aparición del New Deal de Roosevelt, los grandes capitales financieros de New York invertidos en Hollywood —Morgan, Rockefeller...— exigieron a sus casas productoras la creación de un tipo de cine que encauzara las miradas de la frustrada sociedad hacia suaves y delicados paraísos de ensueño, irrealidad y fantasía. Nacidos de esta imperiosa necesidad sociológica, Hollywood —convertida ya en «fábrica de sueños»— lanzó al mercado nuevos géneros, desconectados de la vida cotidiana, que entorpecieran al americano medio la serena contemplación del caos que le rodeaba. Las pantallas de Estados Unidos se llenaron de monstruos fantásticos, de seres de otros planetas, de felices comedietas... Se espolvorearon algunos de los más célebres mitos de la literatura decimonónica: Frankenstein, la Momia, el Hombre Invisible, Drácula, el Hombre Lobo, Mr. Hyde, etc. Creadores del talento de Schoedsack, Whale y Browning cuidaron su dignificación artística. Y, cómo no, el éxito comercial estaba asegurado de antemano. El gran público aceptó los nuevos dioses con entusiasmo delirante. En una sociedad reprimida, resquebrajada en sus cimientos, la fantasía siempre es acogida con júbilo.

En este ambiente nació el film que nos ocupa. No es posible, sin embargo, considerarlo como «film de terror» al estilo del Frankenstein de Whale. Si entendemos con José Luis Guarner que «el cine terrorífico se basa en una cierta forma de conocimiento del Mal», la obra de Schoedsack-Cooper ofrece apenas otro punto de contacto con las de Whale, Browning o Freud que los puramente derivados del impacto emotivo sufrido por el espectador ante la aparición de lo insólito en la pantalla. Su configuración dentro de la categoría de «cine-fantastique», o incluso de «ciencia-ficción», me parece mucho más acertada. King-Kong, al igual que las restantes grandes obras de lo fantastique, postula una consideración acorde con su labor creacional y no el simple trato de un encargo de artesanía. La realidad no es un algo estático e inamovible que sea posible captar en todas sus dimensiones, sino que, siendo por el contrario mutable y cambiante, el creador posee varios caminos para acceder a un determinado aspecto de la misma. En esta ocasión el elegido por Schoedsack fue la «ciencia-ficción», es decir, la captación de la realidad en su esencia y no en sus accidentes, a través de la imaginación. Toda gran obra de «ciencia-ficción» lleva indisolublemente aparejado un grito de rebeldía ante determinada forma de realismo derivada de un concepto erróneo, casi aberrante, de la captación de lo real; de un malentendido que tiene en cine sus más nefastas consecuencias en los films de la pseudoescuela del «realismo poético» francés; de un falso realismo que, más que conseguir la verdadera plasmación de una realidad en la obra, la encierra en una angosta cárcel de convenciones literarias; se trata de una degeneración del concepto que hiciera exclamar justamente a Ray Bradbury: «¡Oh el realismo! ¡Qué infierno!».

Como sucede con los mejores versos de Coleridge, en King-Kong la única facultad propiamente poética es la imaginación, entendiendo como tal una actitud, una forma de mirada ante la verdadera esencia oculta de los hechos cotidianos. Como una cualidad que despierte la «atención mental de la liturgia de la costumbre y la oriente al hechizo y las maravillas del mundo ante nosotros». La hipertrofiada lógica de la burguesía se estrella ante el verdadero conocimiento de determinados estratos, accesibles únicamente a través de la vía imaginativa: «... el sentido y la razón me señalan la puerta, / reclaman mi ataúd y me indican el polvo.» (Edward Young.) Como sucede en Hitchcock, aunque por caminos diferentes, el desvelamiento de lo cotidiano por la fantasía imaginativa nos lleva al conocimiento de las pulsaciones ocultas del verdadero ser, a un estrato de la realidad privativo de las grandes obras de lo fantastique. Por ello etiquetar a King-Kong como «film de terror» —en el habitual sentido del término— me parece tan erróneo como reconocer en Alicia en el país de las maravillas un único aspecto de relato infantil, o aceptar sólo en el Nosferatu de Murnau la narración vampirística. El «irrealismo exterior» de estas obras nos conduce a la verdad última de las cosas y de los seres, es decir, a la belleza.

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Poseyendo King-Kong una maravillosa coherencia interna, todo intento de análisis que desgaje su esqueleto corre el evidente peligro, dados sus numerosos estratos, de ofrecer al lector la falsa impresión de tratarse de un film sin unidad, disgregado en su exposición. Sin embargo, amparándome en la complejidad básica de toda obra de arte, intentaré ofrecer las pistas más importantes para comprender los principales mitos que sustentan su estructura: el de la Bella y la Bestia y el del Mundo Perdido.

En realidad ambos convergen en la figura de Ann Darrow (Fay Wray, la extraordinaria y delicada Mitzi de The wedding march). En efecto, Ann constituye el único testigo de la implacable lucha que enfrentará al Gorila-Dios del mundo natural, por una parte, y la civilización mecanizadas, por otra. A los ojos de King-Kong, Ann representa la única criatura inocente del universo mediocre y absurdo de Nueva York: por ello la defenderá de aquellos que se le antojan sus atacantes —aviones, fotógrafos...— de igual manera que en la selva lo hiciera con los pterodáctilos. Reencontramos en este punto el tema básico del film: la comparación onírica de dos mundos: el natural de la selva y el civilizado de Nueva York. Los realizadores han puesto todo su empeño en sugerirnos las semejanzas entre ambos: a la selva de árboles sucede la de edificios, a la montaña en forma de calavera el Empire State Building, a los pájaros gigantes los aviones con ametralladoras, etc. Sin embargo, aunque esencialmente se trate de un estudio comparativo, no han desdeñado la caracterización individual de ambos universos, particularmente de la sociedad neoyorquina. Vimos antes cómo King-Kong había aparecido en los años inmediatos a la crisis económica, por cuyo motivo una atmósfera de catástrofe se insinúa en las secuencias desarrolladas en la jungla de los rascacielos, incluyéndose alguna que otra referencia declarada a la crisis: primera aparición de Ann robando una manzana, mujeres hambrientas en un centro de beneficencia, avidez del público por el espectáculo en el que interviene el gorila, ansioso —el público— de evadirse con emociones fuertes de la asfixiante realidad ambiental, etcétera.

El mito de la Bella y la Bestia ofrece una doble vertiente. Por un lado, la Belleza como elemento fatal del enamorado gorila, tan machaconamente repetido por Carl Denham (Robert Amstrong) a lo largo de toda la proyección. Por otro, de forma mucho más velada, King-Kong arremete violentamente, utilizando un procedimiento que debe mucho al surrealismo, contra uno de los «tabús» morales más extendidos en nuestra civilización: «el Gorila simbolizando el Macho, al que la Virgen se acerca con un temor en el que se mezcla el deseo». En efecto, Ann, ofrecida en holocausto al gorila en cumplimiento de un ancestral rito (1), es conducida por aquél a su oculta guarida tras demostrarle repetidamente su fortaleza física protegiéndola contra las fieras (2). El maravilloso instante en que el mono, sentado en su trono sobre la selva, especie de «tálamo nupcial», arranca los vestidos de Ann, cual pétalos de rosa, no puede menos de recordarnos el inconfesado temor oculto de la mujer (3), ante el mito del «desfloramiento», producido por una ignorancia secular. Afirmación seguramente exagerada a los ojos de algunos, pero que en modo alguno lo es conociendo el ambiente de suma represión y puritanismo que dominaba la sociedad americana de los años treinta.

Igualmente la figura de Carl Denham posee una doble vertiente. Por un lado, constituye la encarnación en la pantalla del mismo espíritu aventurero que presidió las anteriores realizaciones del tándem Schoedsack-Cooper (4). En otro aspecto mucho más interesante, Denham se comporta como el perfecto representante de la sociedad capitalista a que pertenece, y, más concretamente, al ambiente omnipotente del espectáculo; no duda poner en peligro a todos sus acompañantes: primero, a los tripulantes del barco; luego, a los indígenas del poblado (poniendo fin a su débil equilibrio natural al hundir el gorila en la puerta de la muralla: nueva referencia al crack de Wall Street) y, finalmente, a sus conciudadanos con tal de lograr evadirles del fango cotidiano.

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King-Kong ha sido posible solamente gracias a la perfecta compenetración de «ciencia-ficción» y romanticismo. Pero no el romanticismo oscurantista de los poetas «lakistas» o el filosófico alemán, ni el sentimental francés o el clasicista italiano, sino el originado por el gusto por la aventura, por lo oculto, por lo desconocido. En realidad, tanto los dos realizadores como el autor de las maquetas y efectos especiales, Willis O'Brien, han demostrado una total asimilación de las corrientes clásicas del «exotismo», tanto literarias como pictóricas o fílmicas. El poético ambiente de Paraíso perdido que rodea las persecuciones por la selva posee una belleza extraña, suntuosa y angustiante al mismo tiempo. Por la matización en trazos grises fluidos, recuerda algunas de las mejores «visiones» de Gustavo Doré, mientras que por su caracterización ambiental nos conduce a los impenetrables bosques del Die Nibelungen de Lang. La extraordinaria y hermosa ingenuidad de las persecuciones por el pantano y la selva debe mucho a la gran calidad de las maquetas de O'Brien, auténtico maestro en la creación de ambientes. Las pequeñas imperfecciones de los trucajes, generalmente magníficos; la falta de perspectiva en algunas secuencias, lucha del gorila con el primer reptil (realizada a mano, dibujando cada fotograma), la impresionante caída de Ann y Driscoll (Bruce Cabot) desde el trono de la calavera al río, etc., lejos de constituir un defecto, acentúan la hermosura, el encanto y el exotismo de unas secuencias ya de por sí extraordinariamente bellas.

Con King-Kong sus creadores lograron un flash de impresionante hermosura que ilumina las zonas más ocultas y oscuras de los seres y las cosas, demostrando, por si no estuviera suficientemente probado, que la belleza nace de la contemplación, onírica o no, de la verdad.

Segismundo Molist

En “Griffith” n.º 3 (diciembre de 1965)

(1) Es un hecho comprobado que toda religión tiene su origen en el miedo.

(2) Prosigue escribiendo Marcel Martin: «Los gestos de Fay Wray durante una hora no le impiden estar plenamente consciente de la seducción que ejerce sobre el animal, y encontrar instintivamente cerca de él la seguridad contra los peligros mucho más terribles que le amenazan por otros lados: es naturalmente seducida por la virilidad y la fuerza del animal, y los gritos que lanza son mucho menos declarados a medida que se apercibe de los sentimientos del gorila al contemplarla (...). Lo que confiere a la obra su complejidad e interés es el hallarse repleta de resonancias psicoanalíticas, y los fantasmas sexuales, hundidos en lo más profundo de las conciencias, afloran con insistencia» (Cinema 65, núm. 97, págs. 132-134).

(3) Uno de los guionistas fue la propia esposa de Schoedsaek, Ruth Rose.

(4) Rodaron en plena Naturaleza los siguientes films anteriores a King-Kong: Grass (en Irán), Chang (en Siam) y Rango (Sumatra). Habían sido llevados a cabo, como los de Denham, sin la presencia de una mujer. «¿Es que no hay romanticismo o aventura sin que medie una mujer?», sentencia Denham.

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