Dos cosas hacen de Godard, para mí, el cineasta más singular. Una sería su desnaturalización de la forma, porque el cine nos ha acostumbrado a que sintamos la forma como determinada por sus contenidos, como inmanente a ellos, más aún, a que no la sintamos en absoluto, a que nos resulte transparente; la ha naturalizado. Ni que decir tiene que hay, sin embargo, muchos cineastas que han elaborado una refinada conciencia de la forma, que han puesto ésta en evidencia, pero la actitud de Godard creo que es esencialmente propia. «Hacer un movimiento de cámara como se reza una oración.»
La otra singularidad de Godard sería su total confusión entre filmar y vivir. Godard no anticipa sus films, no los escribe, excepto en lo imprescindible para concretar actores, escenarios y situaciones de partida, no despega de su circunstancia la película que improvisa, la compone con los elementos de su presente, con todos ellos, además, sin selección ni crítica, como una respuesta inmediata e intuitiva. Porque se trata, precisamente, de restituir un presente integral, con todas sus dimensiones; todo cabe, pues, en sus films: «La verdad está en todo, e incluso un poco en el error.»
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Grandeur et décadence d'un petit commerce de cinéma (1986) |
Coherentemente con esta actitud, Godard se las ha ingeniado para hacer películas sin parar, sintiendo seguramente que ahí estaba la única posibilidad real de inventar sin reflexión previa, de amalgamar cine y vida. Su obra, como corresponde a esa deliberada sensibilidad al entorno, ha sufrido bruscos cambios de dirección, pero nunca se ha detenido. Es un logro que asombra, porque sus films, al hablarnos de otra manera, nos desorientan, dan la bofetada más radical a nuestros hábitos de espectador, nos desnudan de nuestra capa de entendidos, profanan las leyes inmutables de un arte por costoso muy conservador: «El cine es tanto el arte de buscar un hermoso rostro para poner en el celuloide como el de encontrar el dinero para la compra de ese celuloide.»
Esta doble singularidad Godard sólo puede desarrollarla libremente desdeñando la convención realista del cine, aceptando con soltura una afectación intencionada, una intermitente artificiosidad que no es en él un resultado, sino un punto de partida para llegar a una verdad de otro tipo. Una verdad no del mundo, sino del cine; la verdad de cómo se mueve una cámara o da una luz sobre un rostro, la verdad de cómo entrechocan en la pantalla paraguas, máquina de coser y mesa de disección unidas en la moviola. Una verdad no de los personajes, sino de los actores, que, precisamente por estar sus personajes muy levemente definidos, se ven obligados a revelarse como son: «Ana (...) se sentía un poco desgraciada, porque no sabía nunca del todo de antemano qué tendría que hacer. Pero era hasta tal punto sincera en su voluntad de interpretar algo que finalmente lo que ha interpretado es esa sinceridad.»
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Détective (1985) |
Cada Godard lleva dentro, pues, entreverado en sus artificios, un documental; pero un documental de sí mismo. Mientras que el cine casi siempre es memoria recreada, en Godard se trata de un ahora absoluto, detenido en su transitoriedad por la fuerza de presencia de una forma insolentemente libre y ostentosa, exhibicionista y perfilada. En Godard no fija la memoria, sino la forma: «Lo ideal para mí es conseguir enseguida lo que debe valer, y sin retoques. Si hacen falta, está fallido. El enseguida es el azar. Al mismo tiempo es lo definitivo. Lo que quiero es lo definitivo por azar.»
Paulino Viota
En Historia del Cine A-Z, del Semanal de Diario16 (marzo de 1987)
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