lunes, 16 de junio de 2025

Jean Renoir: la armonía de lo creado

A Jean Renoir le debo el haber descubierto el cine. Hace diez años, con pocos días de intervalo pude ver The River (El río, 1950), de Renoir, y Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1953), de Rossellini. Para mí fueron una revelación; descubrí que el cine no era simplemente ilustrar una historia con imágenes sino algo mucho más grande, más significativo: no contar sino mirar, descubrir poco a poco la pulsación secreta de los seres y de las cosas, la armonía misteriosa que existe entre todo lo creado. Esta, digamos, definición podrá parecer primaria o ingenua; seguramente es las dos cosas. Pero tengo la esperanza de que todos aquellos que hayan sentido algún día ese intensísimo coup de foudre que sólo el cine puede producir, me comprenderá perfectamente.

Desde el comienzo de su carrera, el cine de Renoir es una solemne bofetada a la fría mecánica, a la falta de inspiración, a todas las limitaciones que se han impuesto los hombres de cine sin vida. La creación de Renoir se ha movido siempre en la espontaneidad, en la libertad más absolutas. En sus obras hay mucho de la inocencia de los primitivos, ese estado de gracia especial que hoy nos procuran Griffith, Keaton y Walsh, pero tamizada por una sensibilidad completamente reflexiva, adulta, que ha llegado ya al fondo de las cosas. Esta fusión es lo que daba un perfume tan intenso a El río, el único film occidental que conozco digno de Mizoguchi, seguramente el más grande cineasta que ha existido.

The River (1951)

Le caporal épinglé (1962)

El carácter aparentemente desordenado de su estilo esconde en realidad a uno de los profesionales más competentes de la artesanía cinematográfica. Hace cinco años, Jean-Luc Godard decía con razón que treinta años de improvisación han hecho de Renoir el primer técnico del mundo, y que hace en un solo plano lo que otros harían en diez. A los sesenta y cinco años de edad, Renoir no vacila en comprometerse en la arriesgada aventura de fundir en el rodaje las técnicas del cine y la televisión, filmando una acción con ocho cámaras simultáneas. Es decir, no construyendo la ilusión de un acontecimiento plano a plano, sino construyendo el acontecimiento mismo en su integridad, lo que significa la puesta en escena total. Es posible que se tarde aún tiempo en aquilatar todo lo que contienen Le testament du Dr. Cordelier (El testamento del Dr. Cordelier, 1959) y Le déjeuner sur l'herbe (1959), estas dos demostraciones de que el cine continúa siendo una maravillosa aventura.

Jean Renoir, el primer cineasta francés, está ahora muy mal considerado en Francia. Se dispone a abandonar su patria por América «porque soy retrógrado, un poco simple y no tengo picardía; los americanos poseen una sencillez, una ingenuidad que me encanta..., corresponden a los franceses de 1910. Es mi época. Ahora nos hallamos en un período que sería incapaz de producir artistas como Mozart o como mi padre, me siento incómodo. Es grave vivir en un mundo donde no se puede ser ingenuo...» Esta ingenuidad ha repercutido en las malas críticas de Le Caporal épinglé (1961) pero la verdad es que lo mejor que puedo decir de este film es que en él Renoir sigue siendo Renoir. Su obra reclama con la mayor urgencia una retrospectiva en la Filmoteca.

José Luis Guarner

En Documentos Cinematográficos, n.° 16/17 (abril de 1963)