viernes, 27 de junio de 2025

Donovan's Reef (John Ford, 1963)

Tras la plenitud épica de «El hombre que mató a Liberty Valance» y la serenidad griffithiana del sketch de «La conquista del Oeste», John Ford nos hace ahora partícipes de unas vacaciones que él y sus amigos se tomaron el año pasado en los mares del Sur. «Donovan’s Reef» es fluido y perezoso, como ese relato de andanzas veraniegas que ustedes habrán hecho alguna vez a sus amistades, libre, tranquilo y sin muchas preocupaciones formales. Esto no impide al film, sin embargo, poseer un saludable rigor; por ejemplo, la primera secuencia nos da a conocer a «Guns» Donovan (John Wayne), la segunda a «Boats» Gilhooley (Lee Marvin); la tercera presenta el inevitable encuentro de ambos y su primera refriega. «Donovan’s Reef» es un film largo que toma todo el tiempo necesario para hablar de sus cosas, pero que mantiene siempre una concisión que con otro realizador degeneraría en esquematismo. Volviendo al ejemplo anterior, la primera secuencia muestra en un solo plano (P. G.) el encuentro de Donovan y los hijos mestizos del Dr. Dedham, la segunda muestra en su solo plano (P. M.) la evasión de «Boats» del barco en que presta sus servicios. Raramente se habrá visto un comienzo tan poco «espectacular» y «estético» —en el sentido tradicional de tales términos— en una película y que al mismo tiempo resuma tan admirablemente su carácter y sus cualidades.

El film se desarrolla dentro de una línea de gran sencillez. La paz de la isla de Holoakoloha se ve turbada con la aparición de la hija del Dr. Dedham, joven bostoniana que responde al puritano nombre de Amelia, en busca de su padre que se casó a la muerte de su esposa con una princesa nativa. Temeroso de la reacción de la joven al descubrir la existencia de tres hermanastros mestizos, Donovan les hace pasar por sus propios hijos. La inadaptación de Amelia a su nuevo medio se hace patente en su llegada —espectacular chapuzón— y en la primera noche que pasa en la morada de su padre ausente —baño final de la tormenta tras el enojado portazo de Donovan—, pero su orgullo la obliga a superarse. Ante la rudeza de Donovan, su instinto femenino aflora a la superficie. Sus antiguos prejuicios se esfuman con su bañador «belle époque» y su verdadera personalidad aparece con el bañador moderno, que revela sus formas con generosidad ante los ojos atónitos de Donovan. Es esta una secuencia muy bella. A partir de este momento, Amelia comienza a comprender la naturaleza que la rodea —la excursión a la montaña, otra excelente escena— y darse cuenta de quien realmente es su padre. Todos los conflictos planteados entre los distintos personajes —ejemplares escogidos de la zoología fordiana (sorprendente imagen de «Boats» devuelto a su infancia jugando con un tren eléctrico, por ejemplo)— culminan y se resuelven en una larga y admirable secuencia: la celebración navideña, concebida y realizada con mano maestra. (Ya me parece oír los gritos de júbilo de Marcelo Arroita Jaúregui ante la increíble aparición, al entrar los Reyes Magos, portadores de presentes para el niño Jesús, del «emperador de los Estados Unidos»: «Boats» vestido con una larga túnica blanca, con corona y llevando un enorme y anticuado fonógrafo). Únicamente queda una cuestión pendiente entre Amelia y Donovan: un descenso más bien brusco de un jeep y una enérgica azotaina restablecen el orden natural de las cosas.


Como ya va siendo habitual a propósito de Ford, en la velada de inauguración de la V Semana de Cine en Color no faltó quien acusó a su último film de ñoñería y de sentimentalismo, por no hablar de la consabida «indiscutible decadencia» que se achaca al viejo cineasta desde que se liberó de todo su fárrago académico y de Dudley Nichols. Por mi parte, creo que un mínimo de atención a escenas como el encuentro entre el Dr. Dedham y su hija, o el homenaje de pleitesía rendido a Lelani, nueva reina de la isla, revela claramente una honda sensibilidad y una gran nobleza, frutos de una concepción muy personal del arte de vivir. En este sentido, «Donovan’s Reef» —que se podría definir como una afortunada combinación de «El hombre tranquilo» y de «Hatari!»— me parece uno de los films más serenos y aristocráticos que he visto en los últimos tiempos. Pero, como ya se sabe, los hay que prefieren las diligencias a las tabernas…

José Luis Guarner

En “Film Ideal” n.º 133 (1 de diciembre de 1963)

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