jueves, 30 de enero de 2025

Gu ling jie shao nian sha ren shi jian [A Brighter Summer Day] (Edward Yang, 1991)

A Brighter Summer Day trata sobre la adolescencia, la inmadurez, los ritos de paso y de iniciación—grandes temas eternos de las nuevas olas cinematográficas. En su cuarto largometraje, el cineasta taiwanés Edward Yang, menos conocido que su compatriota Hou Hsiao-Hsien, explora estos temas con una mirada única. El protagonista es Xiao Si’r, un joven de quince años que, de golpe, se enfrenta a la verdadera vida. En la Taiwán de principios de los años 60, las bandas rivales dominan los barrios, el rock and roll está en su apogeo y la juventud tiene todo el futuro por delante. Existen, por supuesto, figuras de autoridad—los profesores, los padres—pero, ¿qué importa? De manera sutil y paulatina, Xiao Si’r será llevado, a través de un viaje emocionalmente intenso, hasta la tragedia. En el camino, se enamorará perdidamente de Ming y hará amistad con Ma, su mejor amigo. Sin embargo, la traición se interpondrá en sus relaciones, junto con la política y el crimen. En el fondo, A Brighter Summer Day habla de amor, amistad, rivalidad y violencia. Es un gran filme de carácter novelesco, que muestra sentimientos, acciones y trayectorias vitales sin recurrir a explicaciones ni a un análisis psicológico excesivo. En su lugar, deja que el tiempo y los hechos hablen por sí mismos.

La novedad siempre lleva consigo una parte oscura. Oscura no porque sea incomprensible, sino porque, a pesar de su resplandor, es inasible, secreta, se oculta hasta el punto de que, si se llega a vislumbrar, apenas se percibe que su núcleo infranqueable de noche brilla con un fulgor singular. La belleza de A Brighter Summer Day es de ese tipo: a la vez evidente y clandestina. De hecho, la primera secuencia del filme está completamente marcada por la clandestinidad. Nos encontramos en un estudio de cine con un director y una actriz. La cámara se eleva lentamente hacia las vigas del techo (un posible eco de un célebre plano de Citizen Kane), donde están escondidos dos jóvenes que observan la escena. Poco después, en una secuencia cómica, serán perseguidos por haber accedido a algo que no debían ver. La tensión en la mirada es aún más intensa porque el ojo está sometido a la ley de lo invisible, o al menos de lo oculto y disimulado. Para Edward Yang, el cine sigue siendo una experiencia esencialmente clandestina, una aventura de la mirada que gira en torno a un latido primitivo, un parpadeo originario. ¿Es A Brighter Summer Day otra variación sobre el cine dentro del cine? No exactamente. Más bien es una película que inscribe, literalmente en su interior, el mecanismo de la captación de la luz, su transformación a través de la proyección y su absorción por parte del espectador.

Regresemos al primer plano de la película: una bombilla encendida en el centro de la pantalla irrumpe desde la oscuridad. ¡Que se haga la luz! Esa claridad, intensamente luminosa y, sin embargo, tan tenue y frágil, marca con su sello imborrable las tres horas excepcionales del filme de Edward Yang. Una linterna servirá, además, como objeto transicional y parcial: un fetiche de intercambio, exactamente como el cine, proyectando de golpe un haz de luz que ilumina solo una parte de la escena. A lo largo del filme, se buscará el interruptor, se encenderán velas, se encuadrará una lámpara justo sobre una mesa de billar, los faros iluminarán la noche, una cerilla romperá la oscuridad en un instante o, por el contrario, la luz se apagará bruscamente. Este extraordinario trabajo con la luz —o, más exactamente, con el resplandor— da cuenta de una concepción del cine basada en la laguna, en la que lo ausente es tan crucial como lo presente, tanto en la visión como en la narración. Con su inclinación hacia la opacidad, Yang propone una experiencia del deslumbramiento más potente y, sobre todo, menos metafórica que aquellas en las que nos sumergimos en los últimos meses (como en Les amants du Pont-Neuf o Hasta el fin del mundo). No hay ningún personaje ciego en A Brighter Summer Day: es el propio cine el que tiende hacia la ceguera para mejor regenerar la mirada. Hasta el punto de que esta película me recordó aquella famosa frase de Mizoguchi: "Deberíamos lavarnos los ojos entre cada mirada." Yang pone en práctica esta idea de manera admirable, inventando en cada plano un encuadre, una red de sensaciones, una alianza de colores, un espacio-tiempo que trabaja nuestra visión desde el interior. La laguna, entonces: lo que debe verse está a menudo en el límite de la invisibilidad, en un rincón del encuadre, captado a retazos, por destellos, como en esa secuencia de ajuste de cuentas donde la violencia se reduce a franjas, turbulencias, relámpagos que atraviesan la pantalla, impidiendo al espectador quedar atrapado en su propia fascinación. Yang llega incluso a filmar el reflejo de dos cuerpos, no en un espejo, sino en una puerta pintada en un tono claro. Un plano extremo que roza el manierismo, la estricta pictorialidad, pero que, en in extremis escapa de ello gracias a un reencuadre de los mismos personajes, quienes, de fantasmas, se convierten de golpe en humanos descendiendo una escalera. De igual manera, la horizontalidad del encuadre se ve a menudo interrumpida por una vertical: una puerta, un muro, un zócalo, una abertura (Yang filma frecuentemente de una habitación a otra), insertando un marco dentro del marco y, al mismo tiempo, un ocultamiento dentro del plano. Estamos, por supuesto, en las antípodas absolutas del voyeurismo profesional y del exhibicionismo proclamado. Podríamos pensar en Ozu, con quien Yang (aunque tal vez prefiera a Naruse) comparte un marcado gusto por la frontalidad. Sin embargo, la diferencia radica en que el cineasta taiwanés trabaja esencialmente con el plano-secuencia y sus corolarios: la profundidad de campo, de tiempo y el fuera de campo (a veces parece sorprendentemente cercano a la pintura holandesa), mientras que Ozu buscaba ante todo la bidimensionalidad, casi la naturaleza muerta (otra forma de alcanzar la imagen-tiempo descrita por Deleuze). El fuera de campo en Yang es externo, pero también, dentro de esta lógica de lo oculto, interno al plano (una estética del rincón). Especialmente el fuera de campo sonoro, que nos deja oír disparos, ruidos diversos, fragmentos de conversación, el trueno, consignas, todo un pueblo de sonidos, tratados de la manera más democrática posible, lo que contribuye a la refinada percepción que crea Yang. Sin embargo, A Brighter Summer Day nunca cae en la trampa del formalismo, pues está alimentada por la palpitación de la vida, la sensación del tiempo que transcurre, el sentimiento conmovedor de la existencia.


A Brighter Summer Day no es una película lineal ni sinuosa, sino más bien un rompecabezas que se va ordenando poco a poco o, mejor aún, un tejido en el que se entrelazan motivos que convergen paralelamente hacia un mismo punto. Es un juego de ajedrez en el que las piezas son movidas simultáneamente por una mano invisible, sin que podamos conocer su posición relativa hasta el final de la partida. Podríamos hablar aquí de una dramaturgia por agregados, ya que Yang da la sensación de manejar en paralelo bloques de tiempo heterogéneos, ensamblados con un sentido de la elipsis tan sorprendente como natural. No se trata de simples procedimientos narrativos o de montaje, sino de estados. Hay, por supuesto, un personaje central, Xia’o Si’r, cuya importancia crece a medida que avanza la película. Este adolescente, cercano a los personajes de Hou Hsiao Hsien (Polvo en el viento, por ejemplo), es el vínculo entre varios niveles de realidad. Tres polos principales estructuran el filme: la escuela, la familia y la delincuencia, que a su vez remiten a otra triangulación —geográfica, política e histórica— en la que Taiwán se encuentra entre China Popular, Japón y Estados Unidos. Yang entrelaza lo individual y lo colectivo, resolviendo un conflicto que en otros lugares (como en Francia) suele ser evidente: la oposición entre el intimismo y la Historia. A Brighter Summer Day es al mismo tiempo una película íntima e histórica, clásica y moderna, violenta y contemplativa (un filme yin y yang, por así decirlo). Estados Unidos está omnipresente, simplemente porque es un elemento constitutivo de la identidad taiwanesa, al igual que de la cinefilia de Yang. El propio título, A Brighter Summer Day, además de su referencia a la luz (brighter), es un fragmento de una célebre canción de Elvis Presley, Are You Lonesome Tonight?, encarnación del imaginario estadounidense, que proyecta su sombra luminosa sobre la película. Curiosamente, la palabra exacta en la canción es bright y no brighter, lo que hace que este pequeño malentendido, este ligero desfase en la expresión, defina perfectamente la relación con Estados Unidos: una ensoñación distante, un puro fantasma, un desplazamiento sutil, una mirada oblicua. En otra secuencia, vemos una escena de seducción (¿sería adecuado llamarla así?). No exactamente, ya que la escena es hermosa y conmovedora, recordando su equivalente en Mes petites amoureuses de Eustache. En un cine, cuatro adolescentes—dos chicas y dos chicos—han ido a ver Río Bravo. O al menos, eso suponemos, porque Yang nunca filma la pantalla; en su lugar, nos hace escuchar la banda sonora, marcada por los disparos de la gran escena de tiroteo al final de la película. Un momento mítico, constitutivo de toda una cinefilia, la de la generación de Edward Yang (nacido en 1948). La cámara encuadra las miradas y las manos, capta la atención y la tensión, y afirma, sin ostentación y en las antípodas de cualquier neurosis cinéfila, la emoción del descubrimiento del cine ligada a la del amor. Estados Unidos vuelve a estar presente, esta vez a través de los géneros: el cine negro y el melodrama en particular, aunque tratados de una manera mucho más contemplativa que en cualquier película estadounidense, incluso en las de Nicholas Ray, a quien inevitablemente recordamos. A Brighter Summer Day es Rebelde sin causa o Mean Streets, con la guerra de bandas adolescentes como telón de fondo, pero también con melancolía, el flujo del tiempo y la duda ante la acción (el paso al acto es problemático, especialmente en lo que respecta a las armas de fuego). Como en la gran secuencia central, donde, durante un concierto y en una deslumbrante simultaneidad, cristalizan las múltiples dimensiones de la película: novela de iniciación, historia de amor, cine negro, comedia musical…


El otro polo es China, una imagen virtual que persiste en la mente de los padres. Es el exilio, el desplazamiento, pero también la obsesión paranoica con el comunismo. El padre de Si’r, originario de Shanghái, será acusado por las autoridades taiwanesas de simpatizar con los comunistas, del mismo modo que su hijo será cuestionado por la burocracia del colegio, estableciendo así un sutil vínculo de filiación entre ambos. Porque A Brighter Summer Day está, sin duda, marcado por la memoria. Primero, porque China es esa memoria soterrada, un verdadero fuera de campo no solo espacial, sino sobre todo temporal. Luego, porque la historia transcurre en 1960. No hay la menor nostalgia, y sin embargo, una sensación fugaz tiñe la imagen con un velo. Es la melancolía, el sentimiento de que algo irremediable ha ocurrido, un pasado filmado completamente en el presente y, no obstante, definitivamente inscrito en los arcanos de la memoria. En este sentido, el personaje clave de la película quizá sea el marinero, una figura casi fitzgeraldiana, jefe de una pandilla, supremamente elegante y, sin embargo, tan frágil, que reaparece sin previo aviso en plena película y desaparece poco después en una sorprendente escena de asesinato. Es una presencia tutelar y secreta que, con su belleza enigmática, parece acechar a los demás personajes y a la película entera. Antes mencioné el sentimiento punzante de la existencia; y de eso se trata precisamente aquí: de su fugacidad y su insignificancia, de su tragedia y su banalidad. Como en la secuencia final, donde, tras el clímax (que no revelaré), una cinta magnética con una grabación de Are You Lonesome Tonight?, destinada a Elvis Presley, acaba finalmente en un basurero.

Thierry Jousse

Cahiers du cinéma n.º 454 (abril de 1992)

lunes, 27 de enero de 2025

Las películas que podríamos hacer

por ALFRED HITCHCOCK

El capitán Cook al descubrir Australia debe de haberse sentido como yo cuando me piden que exponga mis ideas sobre cómo debería o podría ser el nuevo cine británico. ¿Cómo podemos dictar reglas para el desarrollo de un continente inexplorado?

Porque eso es lo que es el cine como medio de expresión. Es distinto de la novela, la obra de teatro, la música y el ballet. Quizás esté más próximo a la música y al ballet. Puede jugar con las emociones y deleitar la vista. Pero nadie puede decir, ni los directores británicos ni nadie, cómo acabaremos por usar las películas. El drama escénico ha tardado dos mil años en alcanzar su actual estado de perfección... ¡o imperfección! En menos de veinte años el espectáculo cinematográfico ha dado pasos mucho más rápidos. Pero todavía está lejos de ser un arte en el sentido en que pueden serlo la pintura y la escritura.

Es difícil decir hasta qué punto los constructores de una nueva industria cinematográfica británica pueden remediar este estado de cosas. Los americanos nos han dejado muy pocas historias para llevar al cine. ¿Y no dijo alguien una vez que en el mundo sólo hay seis argumentos?

Pero no hay ninguna razón por la que no podamos contar historias sobre chicos ingleses que dejan su pueblo y se abren camino en la gran ciudad; por qué no habrían de encontrarse y filmarse dramas rurales entre las montañas de Gales y los páramos de Yorkshire. Nuestra historia —nacional e imperial— constituye un maravilloso caudal de dramas cinematográficos. Y está el mar, nuestro patrimonio particular: no sólo la Armada sino el gran negocio de la marina mercante deberían hacerse un hueco en nuestras pantallas.

Quizás nuestra oportunidad más inmediata resida en un tratamiento más cuidadoso e inteligente de las historias cinematográficas. Los directores de cine americanos, a las órdenes de sus empresarios de mentalidad comercial, han aprendido mucho sobre iluminación en el estudio, la fotografía de acción y cómo contar una historia con claridad y soltura en imágenes en movimiento. Han aprendido, por decirlo así, a poner juntos los nombres, verbos y adjetivos del lenguaje cinematográfico.

Pero aunque no creamos que el cine vaya a ir más lejos como forma artística es evidente que debemos esforzarnos por encontrar el modo de utilizar estos nombres y verbos cinematográficos con tanta habilidad como los grandes novelistas y dramaturgos para conseguir determinados efectos sobre el público.

Un ejemplo histórico de lo que quiero decir fue el que introducía Charles Chaplin en su A Woman of Paris. En esta película cristalizaba una situación con sutileza y economía de tiempo, al hacer que su protagonista diletante saque un pañuelo de un cajón del tocador de su amante y al hacerlo deje caer el cuello de un traje de etiqueta. Con eso sabías todo lo que te hacía falta saber sobre su relación.

A Woman of Paris

Hoy en día seguimos trabajando en esa línea de economía de medios para las películas. La dificultad estriba en que nuestro arte es comercial. No tenemos benefactores que financien las producciones que sólo una minoría del público está interesada en ver. Así que sólo podemos avanzar un poco —muy poco— más deprisa que la comprensión del público.

A veces uno se siente decepcionado al darse cuenta de que al aficionado medio se le escapan pequeños detalles, al parecer demasiado sutiles. Si el público aprendiera a dar más cosas por supuestas en la pantalla, la consecuencia lógica sería que los directores tendríamos más tiempo de pantalla para ocuparnos de las situaciones importantes de una película.

¿Qué pasará entonces en el futuro? No debemos olvidar que nuestra tarea es siempre la de proporcionar entretenimiento a los que pagan por ello. Las ideas de lo que es entretenimiento varían. El hombre que disfruta de las últimas novelas policiacas probablemente deteste la poesía. Pero, por suerte para el poeta, hacer un libro cuesta menos que hacer una película; muchísimo menos. Cuando tienes que gastarte cincuenta mil libras en una película tienes que hacerla de manera que guste a un montón de gente para poder recuperar tu dinero.

Pero supongamos que pudiéramos hacer películas realmente artísticas para la minoría de mentalidad artística. ¿No podríamos entonces hacer una película tan hermosa sobre la lluvia como el poema sinfónico que hizo Debussy en su Jardins sous la pluie? Y podríamos hacer una película maravillosa sobre el movimiento rítmico y la luz y las sombras a partir de estudios de las nubes; una especie de interpretación cinematográfica de The cloud, de Shelley. Esas cosas se han intentado hacer en el continente, donde con frecuencia hacen películas por amor al arte más que por los beneficios; hay incluso un productor alemán que hace estudios cinematográficos de cubos y círculos que cambian de forma mientras se mueven por la pantalla rítmicamente, como un cuadro cubista en movimiento. Pero esas cosas no son para el momento presente, aunque dan una idea de cómo el cine podría llegar a ser un medio artístico.

No obstante, no hay ninguna razón por la que no podamos utilizar estas imágenes rítmicas para expresar estados de ánimo y como fondos para nuestras historias en la pantalla. Me pregunto cuánta gente se da cuenta de que realmente intentamos reproducir estados de ánimo en nuestras películas. Lo llamamos "tempo", y prestando cuidadosa atención a la velocidad a la que representamos nuestras pequeñas obras intentamos realmente guiar a las mentes observadoras hacia el estado de ánimo adecuado.

Una comedia alegre interpretada lentamente puede producir la sensación de un desastre inminente, del mismo modo que un drama representado con demasiada ligereza nunca podría sugerir un ambiente de tragedia.

Y una vez decidido el "tempo" de la película tenemos que mantenernos fieles a él durante toda la historia o ésta avanzará a trompicones. El otro día tuve que rodar seis veces una pequeña escena de The Farmer's Wife porque los actores la estaban interpretando demasiado despacio para concordar con el tono de la película.

The Farmer's Wife

Los directores de cine viven con sus películas mientras las están haciendo. Son sus criaturas, del mismo modo que la novela de un escritor es el fruto de su imaginación. Y eso hace que parezca todavía más seguro que cuando las películas sean realmente artísticas serán creadas en su totalidad por un solo hombre. Hoy en día ocurre a menudo que la historia del autor es escrita en forma de guión cinematográfico por otra persona, que puede haber sido supervisada a su vez por algún ejecutivo importante, luego rodada por otra, montada por otra y editada por otra.

¡Imagínense si las novelas se hicieran así!

Publicado originalmente en el London Evening News el 16 de noviembre de 1927. Traducción de Marta Heras para “Hitchcock por Hitchcock”, edición de Sidney Gottlieb. Plot Ediciones, Madrid, 2000.

sábado, 4 de enero de 2025

King Kong (Merian C. Cooper & Ernest B. Schoedsack, 1933)

Alrededor de los años treinta, la sociedad estadounidense comprobó horrorizada cómo su sistema económico y social, que consideraba perfecto, desmoronábase estruendosamente como un castillo de naipes por obra de la gran crisis económica de Wall Street. El espasmo del miedo convulsionó todos los estratos sociales: negras nubes cubrieron un horizonte hasta entonces claro y diáfano. El paro, el hambre, el miedo y la desconfianza se enseñorearon por las calles de las hasta entonces prósperas ciudades. El antiguo american way life caía a pedazos. Urgía reconstruir uno nuevo. Sin embargo, antes de que fuera posible con la aparición del New Deal de Roosevelt, los grandes capitales financieros de New York invertidos en Hollywood —Morgan, Rockefeller...— exigieron a sus casas productoras la creación de un tipo de cine que encauzara las miradas de la frustrada sociedad hacia suaves y delicados paraísos de ensueño, irrealidad y fantasía. Nacidos de esta imperiosa necesidad sociológica, Hollywood —convertida ya en «fábrica de sueños»— lanzó al mercado nuevos géneros, desconectados de la vida cotidiana, que entorpecieran al americano medio la serena contemplación del caos que le rodeaba. Las pantallas de Estados Unidos se llenaron de monstruos fantásticos, de seres de otros planetas, de felices comedietas... Se espolvorearon algunos de los más célebres mitos de la literatura decimonónica: Frankenstein, la Momia, el Hombre Invisible, Drácula, el Hombre Lobo, Mr. Hyde, etc. Creadores del talento de Schoedsack, Whale y Browning cuidaron su dignificación artística. Y, cómo no, el éxito comercial estaba asegurado de antemano. El gran público aceptó los nuevos dioses con entusiasmo delirante. En una sociedad reprimida, resquebrajada en sus cimientos, la fantasía siempre es acogida con júbilo.

En este ambiente nació el film que nos ocupa. No es posible, sin embargo, considerarlo como «film de terror» al estilo del Frankenstein de Whale. Si entendemos con José Luis Guarner que «el cine terrorífico se basa en una cierta forma de conocimiento del Mal», la obra de Schoedsack-Cooper ofrece apenas otro punto de contacto con las de Whale, Browning o Freud que los puramente derivados del impacto emotivo sufrido por el espectador ante la aparición de lo insólito en la pantalla. Su configuración dentro de la categoría de «cine-fantastique», o incluso de «ciencia-ficción», me parece mucho más acertada. King-Kong, al igual que las restantes grandes obras de lo fantastique, postula una consideración acorde con su labor creacional y no el simple trato de un encargo de artesanía. La realidad no es un algo estático e inamovible que sea posible captar en todas sus dimensiones, sino que, siendo por el contrario mutable y cambiante, el creador posee varios caminos para acceder a un determinado aspecto de la misma. En esta ocasión el elegido por Schoedsack fue la «ciencia-ficción», es decir, la captación de la realidad en su esencia y no en sus accidentes, a través de la imaginación. Toda gran obra de «ciencia-ficción» lleva indisolublemente aparejado un grito de rebeldía ante determinada forma de realismo derivada de un concepto erróneo, casi aberrante, de la captación de lo real; de un malentendido que tiene en cine sus más nefastas consecuencias en los films de la pseudoescuela del «realismo poético» francés; de un falso realismo que, más que conseguir la verdadera plasmación de una realidad en la obra, la encierra en una angosta cárcel de convenciones literarias; se trata de una degeneración del concepto que hiciera exclamar justamente a Ray Bradbury: «¡Oh el realismo! ¡Qué infierno!».

Como sucede con los mejores versos de Coleridge, en King-Kong la única facultad propiamente poética es la imaginación, entendiendo como tal una actitud, una forma de mirada ante la verdadera esencia oculta de los hechos cotidianos. Como una cualidad que despierte la «atención mental de la liturgia de la costumbre y la oriente al hechizo y las maravillas del mundo ante nosotros». La hipertrofiada lógica de la burguesía se estrella ante el verdadero conocimiento de determinados estratos, accesibles únicamente a través de la vía imaginativa: «... el sentido y la razón me señalan la puerta, / reclaman mi ataúd y me indican el polvo.» (Edward Young.) Como sucede en Hitchcock, aunque por caminos diferentes, el desvelamiento de lo cotidiano por la fantasía imaginativa nos lleva al conocimiento de las pulsaciones ocultas del verdadero ser, a un estrato de la realidad privativo de las grandes obras de lo fantastique. Por ello etiquetar a King-Kong como «film de terror» —en el habitual sentido del término— me parece tan erróneo como reconocer en Alicia en el país de las maravillas un único aspecto de relato infantil, o aceptar sólo en el Nosferatu de Murnau la narración vampirística. El «irrealismo exterior» de estas obras nos conduce a la verdad última de las cosas y de los seres, es decir, a la belleza.

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Poseyendo King-Kong una maravillosa coherencia interna, todo intento de análisis que desgaje su esqueleto corre el evidente peligro, dados sus numerosos estratos, de ofrecer al lector la falsa impresión de tratarse de un film sin unidad, disgregado en su exposición. Sin embargo, amparándome en la complejidad básica de toda obra de arte, intentaré ofrecer las pistas más importantes para comprender los principales mitos que sustentan su estructura: el de la Bella y la Bestia y el del Mundo Perdido.

En realidad ambos convergen en la figura de Ann Darrow (Fay Wray, la extraordinaria y delicada Mitzi de The wedding march). En efecto, Ann constituye el único testigo de la implacable lucha que enfrentará al Gorila-Dios del mundo natural, por una parte, y la civilización mecanizadas, por otra. A los ojos de King-Kong, Ann representa la única criatura inocente del universo mediocre y absurdo de Nueva York: por ello la defenderá de aquellos que se le antojan sus atacantes —aviones, fotógrafos...— de igual manera que en la selva lo hiciera con los pterodáctilos. Reencontramos en este punto el tema básico del film: la comparación onírica de dos mundos: el natural de la selva y el civilizado de Nueva York. Los realizadores han puesto todo su empeño en sugerirnos las semejanzas entre ambos: a la selva de árboles sucede la de edificios, a la montaña en forma de calavera el Empire State Building, a los pájaros gigantes los aviones con ametralladoras, etc. Sin embargo, aunque esencialmente se trate de un estudio comparativo, no han desdeñado la caracterización individual de ambos universos, particularmente de la sociedad neoyorquina. Vimos antes cómo King-Kong había aparecido en los años inmediatos a la crisis económica, por cuyo motivo una atmósfera de catástrofe se insinúa en las secuencias desarrolladas en la jungla de los rascacielos, incluyéndose alguna que otra referencia declarada a la crisis: primera aparición de Ann robando una manzana, mujeres hambrientas en un centro de beneficencia, avidez del público por el espectáculo en el que interviene el gorila, ansioso —el público— de evadirse con emociones fuertes de la asfixiante realidad ambiental, etcétera.

El mito de la Bella y la Bestia ofrece una doble vertiente. Por un lado, la Belleza como elemento fatal del enamorado gorila, tan machaconamente repetido por Carl Denham (Robert Amstrong) a lo largo de toda la proyección. Por otro, de forma mucho más velada, King-Kong arremete violentamente, utilizando un procedimiento que debe mucho al surrealismo, contra uno de los «tabús» morales más extendidos en nuestra civilización: «el Gorila simbolizando el Macho, al que la Virgen se acerca con un temor en el que se mezcla el deseo». En efecto, Ann, ofrecida en holocausto al gorila en cumplimiento de un ancestral rito (1), es conducida por aquél a su oculta guarida tras demostrarle repetidamente su fortaleza física protegiéndola contra las fieras (2). El maravilloso instante en que el mono, sentado en su trono sobre la selva, especie de «tálamo nupcial», arranca los vestidos de Ann, cual pétalos de rosa, no puede menos de recordarnos el inconfesado temor oculto de la mujer (3), ante el mito del «desfloramiento», producido por una ignorancia secular. Afirmación seguramente exagerada a los ojos de algunos, pero que en modo alguno lo es conociendo el ambiente de suma represión y puritanismo que dominaba la sociedad americana de los años treinta.

Igualmente la figura de Carl Denham posee una doble vertiente. Por un lado, constituye la encarnación en la pantalla del mismo espíritu aventurero que presidió las anteriores realizaciones del tándem Schoedsack-Cooper (4). En otro aspecto mucho más interesante, Denham se comporta como el perfecto representante de la sociedad capitalista a que pertenece, y, más concretamente, al ambiente omnipotente del espectáculo; no duda poner en peligro a todos sus acompañantes: primero, a los tripulantes del barco; luego, a los indígenas del poblado (poniendo fin a su débil equilibrio natural al hundir el gorila en la puerta de la muralla: nueva referencia al crack de Wall Street) y, finalmente, a sus conciudadanos con tal de lograr evadirles del fango cotidiano.

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King-Kong ha sido posible solamente gracias a la perfecta compenetración de «ciencia-ficción» y romanticismo. Pero no el romanticismo oscurantista de los poetas «lakistas» o el filosófico alemán, ni el sentimental francés o el clasicista italiano, sino el originado por el gusto por la aventura, por lo oculto, por lo desconocido. En realidad, tanto los dos realizadores como el autor de las maquetas y efectos especiales, Willis O'Brien, han demostrado una total asimilación de las corrientes clásicas del «exotismo», tanto literarias como pictóricas o fílmicas. El poético ambiente de Paraíso perdido que rodea las persecuciones por la selva posee una belleza extraña, suntuosa y angustiante al mismo tiempo. Por la matización en trazos grises fluidos, recuerda algunas de las mejores «visiones» de Gustavo Doré, mientras que por su caracterización ambiental nos conduce a los impenetrables bosques del Die Nibelungen de Lang. La extraordinaria y hermosa ingenuidad de las persecuciones por el pantano y la selva debe mucho a la gran calidad de las maquetas de O'Brien, auténtico maestro en la creación de ambientes. Las pequeñas imperfecciones de los trucajes, generalmente magníficos; la falta de perspectiva en algunas secuencias, lucha del gorila con el primer reptil (realizada a mano, dibujando cada fotograma), la impresionante caída de Ann y Driscoll (Bruce Cabot) desde el trono de la calavera al río, etc., lejos de constituir un defecto, acentúan la hermosura, el encanto y el exotismo de unas secuencias ya de por sí extraordinariamente bellas.

Con King-Kong sus creadores lograron un flash de impresionante hermosura que ilumina las zonas más ocultas y oscuras de los seres y las cosas, demostrando, por si no estuviera suficientemente probado, que la belleza nace de la contemplación, onírica o no, de la verdad.

Segismundo Molist

En “Griffith” n.º 3 (diciembre de 1965)

(1) Es un hecho comprobado que toda religión tiene su origen en el miedo.

(2) Prosigue escribiendo Marcel Martin: «Los gestos de Fay Wray durante una hora no le impiden estar plenamente consciente de la seducción que ejerce sobre el animal, y encontrar instintivamente cerca de él la seguridad contra los peligros mucho más terribles que le amenazan por otros lados: es naturalmente seducida por la virilidad y la fuerza del animal, y los gritos que lanza son mucho menos declarados a medida que se apercibe de los sentimientos del gorila al contemplarla (...). Lo que confiere a la obra su complejidad e interés es el hallarse repleta de resonancias psicoanalíticas, y los fantasmas sexuales, hundidos en lo más profundo de las conciencias, afloran con insistencia» (Cinema 65, núm. 97, págs. 132-134).

(3) Uno de los guionistas fue la propia esposa de Schoedsaek, Ruth Rose.

(4) Rodaron en plena Naturaleza los siguientes films anteriores a King-Kong: Grass (en Irán), Chang (en Siam) y Rango (Sumatra). Habían sido llevados a cabo, como los de Denham, sin la presencia de una mujer. «¿Es que no hay romanticismo o aventura sin que medie una mujer?», sentencia Denham.

La curva como distancia más corta

Ante el caso de Jacques Tourneur, cineasta maldito e ignorado por excelencia, no es el eterno problema de fondo y forma el que debe ser replanteado concienzudamente, sino, simplemente, el del cine a secas. ¿Cómo es posible, hoy, definir un cine como el suyo de estéticamente superficial y gratuito? Es algo que nunca comprenderemos. Para mí, hay más esteticismo en temas pretendidamente profundos, como Llanto por un bandido, que en los que aspiran sólo a la ligereza aparente, tal como ocurre con Volverás a mí. Pues si en Saura los hombres forman parte de un mundo determinado, en Donen "son" ese mismo mundo. En realidad, nada de lo que sea profundizar responde a un postulado estetizante. Si, por lo tanto, gran parte del cine moderno llega a la profundización es principalmente a través de una exposición meramente epidérmica de las cosas. Porque, ahora, se sabe que para mantenerse dentro de un terreno de indagación no es el objeto captado quien debe responder a un planteamiento inicial de sustanciación sino el sujeto receptor quien debe participar “desde dentro”.

Pues bien, el cine de Jacques Tourneur responde esencialmente a estas premisas. Sus características más señaladas son el irrealismo, la estilización y lo abstracto. Y, naturalmente, la verdad como factor consustancial a sus imágenes. Porque si la verdad está relacionada con la objetividad, retención y realidad documentalista, también puede desprenderse del exceso y de lo fantástico. Claro que en Tourneur no existe el exceso sino el pudor, el medio tono, la sordina y la concisión. Pero, en cambio, su universo sí tiene que ver en cierta medida con lo fantástico y onírico; en todo caso, con un irrealismo llamado a no apurar las cosas hasta el extremo. Es decir, que más que a presentar directamente la materia, Tourneur aspira a descubrirla y desvelarla, cercándola como quien dice de manera a dárnosla a conocer totalmente dominada y ocupando el centro mismo de las cosas. Y desde el momento en que aceptamos que la distancia más corta entre dos puntos es la línea curva o, lo que es lo mismo, que lo indirecto prevalece sobre lo directo, es cuando nos es dado establecer las premisas en que se basa fundamentalmente el estilo de Jacques Tourneur: el encuadre y la iluminación como factores de interiorización dramática. De hecho, una simple mancha de luz, de sombra o de color adquieren en el cine de Tourneur unas características dinámicamente funcionales tan netas que conducen al espectador a través de un mundo de encantamiento en el que quedan anuladas las apariencias concretas para destacar lo secreto y mágico de su condición.

Es difícil disociar el cine de Tourneur del color. Y este hecho se manifiesta incluso con algunas antiguas películas suyas en blanco y negro que el recuerdo lejano de las mismas nos hace asociar imaginariamente a determinadas composiciones armónicas. Así, La mujer pantera (1942) la veo en rojo, verde y negro; Noche en el alma (1944), en ocre, siena y violeta; Berlín Express (1948), en azul, amarillo y carmín, etc. Ya hablaré en las críticas de Furia salvaje y Una pistola al amanecer acerca de las funciones de relieve espléndidamente plástico que adquiere la composición colorística de Tourneur. No es cosa, pues, de decir más sobre ello y detenernos sobre películas como Tierra generosa (1946), La mujer pirata (1951), Martín, el gaucho (1952), Wichita (1951). Martín, el gaucho (1952), se trata de una composición llamada a anular todo cuanto no sean factores de apariencia. La cámara de Tourneur no capta sino que recrea. Y, en este aspecto, cabe emplazarlo entre los cineastas refinados. Es un cine el suyo hecho de "vacíos", de paréntesis, de "momentos" inconcretos. Inútil resulta buscar en él cualquier carga lírica o épica, puesto que lo interno y abstracto prevalece sobre cualquier otro elemento. Y este hecho origina en el espectador una actitud que podemos definir de mezcla de acercamiento sensitivo y de distanciamiento racional o, lo que es lo mismo, de encantamiento y reflexión. Y con esto, salgo naturalmente al paso de las afirmaciones macmahonianas que niegan cualquier valor al cine reflexivo (paradójicamente, autores tan macmahonianos como Losey y Preminger buscan principalmente suscitar una reflexión en el espectador). Pero no es éste el momento más adecuado para desarrollar cualquier teoría en este sentido, pues tiempo habrá de volver a tratarla con más amplitud. Lo único que quiero hacer ahora constar es que (al igual que el de Losey y Preminger) el cine de Jacques Tourneur responde, salvo raras excepciones como El halcón y la flecha (1950) o Furia salvaje (1959), a un planteamiento eminentemente moral. Pretender ignorar semejante hecho equivaldría a resbalar sobre la esencia fundamental de la estética tourneuriana, quedarse en lo gratuitamente bonito para ignorar el rigor dinámico en que se asienta una escritura basada en el signo y la ordenación.

El cine de Tourneur posee un tono recogido que destaca por su carácter fatal e irremediable. Por lo tanto, más que de contenido dramático sería necesario hablar de tragedia. Tragedia llamada a destacar el enfrentamiento de un hombre individualista y libre al medio en que se desenvuelve. Todos los elementos estilísticos del director estarán por lo tanto encaminados a eliminar cualquier participación emocional del espectador que pueda anular su capacidad perceptiva. De ese modo, lo que se nos muestra es una especie de fijación vital que si bien nos sorprende y frena al principio, llega a convencernos enseguida de su eficacia total como medio de exaltación del individualismo de los protagonistas tourneurianos. Y esto, no sólo mediante los elementos estéticos ya señalados, sino, incluso, a través de la elección de actores que respondan a un cierto tipo de pasividad y neutralidad: Gorge Brent (Noche en el alma), Dana Andrews (Tierra generosa y The Fearmakers), Robert Mitchum (Retorno al pasado), Rory Calhoun (Martín, el gaucho), Glenn Ford (Cita en Honduras), Joel McCrea (Wichita), Robert Stack (Una pistola al amanecer), etc. Son excepciones Burt Lancaster (El halcón y la flecha), Víctor Mature (Timbuktu), Steve Reeves (La batalla de Maratón), etcétera; pero esto ocurre precisamente en las películas en que prevalece el aspecto formal sobre el planteamiento interno... En medio de este universo, cabe destacar a una mujer de carácter fuerte y dominador: la Simone Simon de La mujer pantera (¡profundamente turbadora y subyugante!), la Hedy Lamarr de Noche en el alma, la Susan Hayward de Tierra generosa, la Jean Peters de La mujer pirata, la Ann Sheridan de Cita en Honduras, la Yvonne de Carlo de Timbuktu, la Mylène Demongeot de La batalla de Maratón o la Virginia Mayo de El halcón y la flecha y Una pistola al amanecer... Y al igual que ocurre con los actores, cabe señalar aquí también las excepciones de Patricia Roe en Tierra generosa, Vera Miles en Wichita o Ruth Roman en Una pistola al amanecer, a decir verdad, una de las mujeres más representativas de este gran romántico del cine que es Jacques Tourneur.

Javier Sagastizábal

En “Film Ideal” n.º 176 (15-09-1965)