viernes, 28 de febrero de 2025

Como se reza una oración

Dos cosas hacen de Godard, para mí, el cineasta más singular. Una sería su desnaturalización de la forma, porque el cine nos ha acostumbrado a que sintamos la forma como determinada por sus contenidos, como inmanente a ellos, más aún, a que no la sintamos en absoluto, a que nos resulte transparente; la ha naturalizado. Ni que decir tiene que hay, sin embargo, muchos cineastas que han elaborado una refinada conciencia de la forma, que han puesto ésta en evidencia, pero la actitud de Godard creo que es esencialmente propia. «Hacer un movimiento de cámara como se reza una oración.»

La otra singularidad de Godard sería su total confusión entre filmar y vivir. Godard no anticipa sus films, no los escribe, excepto en lo imprescindible para concretar actores, escenarios y situaciones de partida, no despega de su circunstancia la película que improvisa, la compone con los elementos de su presente, con todos ellos, además, sin selección ni crítica, como una respuesta inmediata e intuitiva. Porque se trata, precisamente, de restituir un presente integral, con todas sus dimensiones; todo cabe, pues, en sus films: «La verdad está en todo, e incluso un poco en el error.»

Grandeur et décadence d'un petit commerce de cinéma (1986)

Coherentemente con esta actitud, Godard se las ha ingeniado para hacer películas sin parar, sintiendo seguramente que ahí estaba la única posibilidad real de inventar sin reflexión previa, de amalgamar cine y vida. Su obra, como corresponde a esa deliberada sensibilidad al entorno, ha sufrido bruscos cambios de dirección, pero nunca se ha detenido. Es un logro que asombra, porque sus films, al hablarnos de otra manera, nos desorientan, dan la bofetada más radical a nuestros hábitos de espectador, nos desnudan de nuestra capa de entendidos, profanan las leyes inmutables de un arte por costoso muy conservador: «El cine es tanto el arte de buscar un hermoso rostro para poner en el celuloide como el de encontrar el dinero para la compra de ese celuloide.»

Esta doble singularidad Godard sólo puede desarrollarla libremente desdeñando la convención realista del cine, aceptando con soltura una afectación intencionada, una intermitente artificiosidad que no es en él un resultado, sino un punto de partida para llegar a una verdad de otro tipo. Una verdad no del mundo, sino del cine; la verdad de cómo se mueve una cámara o da una luz sobre un rostro, la verdad de cómo entrechocan en la pantalla paraguas, máquina de coser y mesa de disección unidas en la moviola. Una verdad no de los personajes, sino de los actores, que, precisamente por estar sus personajes muy levemente definidos, se ven obligados a revelarse como son: «Ana (...) se sentía un poco desgraciada, porque no sabía nunca del todo de antemano qué tendría que hacer. Pero era hasta tal punto sincera en su voluntad de interpretar algo que finalmente lo que ha interpretado es esa sinceridad.»

Détective (1985)

Cada Godard lleva dentro, pues, entreverado en sus artificios, un documental; pero un documental de sí mismo. Mientras que el cine casi siempre es memoria recreada, en Godard se trata de un ahora absoluto, detenido en su transitoriedad por la fuerza de presencia de una forma insolentemente libre y ostentosa, exhibicionista y perfilada. En Godard no fija la memoria, sino la forma: «Lo ideal para mí es conseguir enseguida lo que debe valer, y sin retoques. Si hacen falta, está fallido. El enseguida es el azar. Al mismo tiempo es lo definitivo. Lo que quiero es lo definitivo por azar.»

Paulino Viota

En Historia del Cine A-Z, del Semanal de Diario16 (marzo de 1987)

domingo, 16 de febrero de 2025

Touchez pas au grisbi (Jacques Becker, 1954)

El minucioso Becker opera en un relato policiaco el mismo desplazamiento del centro de interés -discretamente revolucionario- que había hecho Huston, tres años antes, en Asphalt jungle. Los personajes, sus rasgos de carácter, sus manías, sus sentimientos, las relaciones que existen entre ellos... pasan claramente al primer plano frente a la acción propiamente dicha. Esto es aún más nítido en Touchez pas au grisbi que en Asphalt jungle. A partir de esta idea, la originalidad de la película es doble. En primer lugar, la acumulación de anotaciones que conciernen a los personajes aparece en el seno de una trama extremadamente lineal y continua, y en este aspecto casi hawksiana (Touchez pas au grisbi es sin duda la más hawksiana de las películas francesas). Seguimos a Max (Gabin) durante una noche, una jornada y después otra noche -decisiva- de su vida. El personaje está presente en cada escena y el relato, sin dejar de ser objetivo, sin flash-backs ni rodeos, sin pintoresquismo ni artificio, lo muestra al completo en esas pocas horas de su existencia. En un momento de la acción, la película tiene necesidad de hacer referencia al pasado para señalar cuántas veces Max ha debido sacar de apuros a su atrevido e imprudente camarada. Becker resuelve la dificultad recurriendo, con tranquila seguridad, a un monólogo en off muy simple y muy eficaz (ya en Rue de l'Estrapade había hecho monologar en "directo" y de forma muy sabrosa a la vieja criada Paquerette). Otra originalidad, ligada a la precedente: el retrato de Max (amigo fiel y a veces cansado de serlo, Don Juan desengañado pero aún mujeriego, truhan fatigado aspirante al reposo, etc.) está presentado con un laconismo rarísimo en el cine francés de la época. Reserva, pudor, sobriedad y algo así como pereza de gran señor en no insistir en nada caracterizan no solamente al protagonista sino sobre todo al estilo de Becker. Es inútil recordar que la película fue un triunfo, pero puede ser bueno anotar que Becker demostró en esta ocasión que, incluso en Francia, el gran público podía ser sensible al clasicismo más exigente y más natural. Sin duda también tuvo suerte porque otros como él lo intentaron y se partieron los dientes. De cualquier manera, Touchez pas au grisbi permanece tanto hoy como en su estreno como uno de los mejores policiacos franceses o quizás, simplemente, como el mejor.


Jacques Lourcelles (Dictionnaire du cinéma-Les films. 1992)

domingo, 9 de febrero de 2025

EDMOND T. GRÉVILLE (1906-1966)

Edmond Thonger Gréville nació en Niza el 20 de junio de 1906. Hijo de un pastor inglés (¡muy interesante!) y de una mujer de Ardèche, estudió en el Liceo Condorcet, donde tuvo como compañeros a Jacques Brunius (del grupo de Prévert) y Jean-Georges Auriol. A los dieciséis años publicó su primer poemario, «Norma», y en los años siguientes escribió dos novelas: «Supprimé par l'ascenceur» y «Chante-Grenouille». Tras algunas experiencias en el periodismo y la literatura, se dedicó al teatro de vanguardia y más tarde debutó en el cortometraje.

Fue asistente de Dupont en Piccadilly (1929) y trabajó como actor en un cortometraje de Pierre Chenal, en el que interpretó un doble papel, el de padre e hijo. También apareció en Sous les toits de Paris (1930) de René Clair, donde encarnó al rival de Albert Préjean. Pero esto no fue más que un aperitivo. Al año siguiente, comenzó a dirigir largometrajes sin dejar de trabajar en el formato corto.

Pronto se ganó la reputación de cineasta polémico, lo que hoy puede parecer risible, pero en su época abordar temas como la impotencia masculina y el deseo sexual femenino era algo inusual y, por tanto, valiente (Remous, 1934).

En 1939, tras dirigir Menaces, una película auténticamente antinazi que, junto con Remous y Le Diable souffle, sigue siendo de las más relevantes de su filmografía, el gobierno de Vichy le retiró su tarjeta de trabajo.

Quizás su lugar en el cine mundial se deba a su doble identidad franco-británica, lo que explica que en 1960 trabajara como asistente de Raoul Walsh en Captain Horatio Hornblower.

Gréville tenía referencias claras como cineasta: claustrofobia, exacerbación de la sexualidad y una voluntad estilística que oscilaba entre la vanguardia y el academicismo, aunque su supuesto anarquismo es más difícil de demostrar.

Sobre todo, fue un apasionado del cine, lo que sin duda es una gran cualidad y una excelente motivación. Sin embargo, nunca dominó realmente la técnica necesaria para materializar sus ambiciones, que además se vieron limitadas por la industria comercial.

Notorio obsesionado sexual, mantuvo relaciones con algunas de sus actrices (se mencionan Claire Luce, Mona Lys, Lily Dorell o Marion Malville), se casó con la bella Wanda Vangen, a quien dirigió en numerosas películas, y que pasó a llamarse Wanda Gréville.

Se dice que se suicidó en Niza el 26 de mayo de 1966.

Paul Vecchiali (En "L'encinécloplédie", 2010)


Edmond T. GRÉVILLE

Nacido en 1906

Francés

La nostalgia por las islas y los paraísos terrenales, que se trasluce en todas las películas de Gréville, no tiene nada que ver con una incapacidad para representar o dominar la vida. Es una escisión deliberada del mundo la que llevan a cabo sus personajes, reflejando al propio cineasta, quien, habiendo elegido siempre trabajar al margen, fracasó sistemáticamente en sus intentos de hacer cine comercial (de Gypsy Melody a Tant qu’il y aura des femmes), y solo tuvo éxito cuando se entregó por completo a su temperamento independiente y original. El erotismo es el motor principal de los personajes que retrata, y los esfuerzos que estos hacen por reencontrarse a pesar del mundo constituyen la trama de sus películas. ¿Un tema banal? Tal vez, dado que es el predilecto de todos los grandes románticos. Las películas de Gréville narran esta búsqueda incesante y están hechas de momentos barrocos, en los que triunfan la fabulación y la mentira (el episodio de Fainsilber en Dorothée cherche l’amour, la mayor parte de Beat Girl y de Menteurs, etc.), pero sobre todo, cuando la carrera llega a su fin, de clímax líricos (Le Diable souffle), de persecuciones mutuas y desgarramientos que afectan a todo espíritu libre.

Bernard Eisenchitz (En "Dictionnaire du cinéma", 1966)

Pour une nuit d'amour (Edmond T. Gréville, 1946)

1946 – POUR UNE NUIT D'AMOUR ❤️ - 8/10

¡Qué cosa tan extraña! Al obtener más medios, al entrar en el sistema por la puerta grande, al beneficiarse de un guion muy estructurado y de una actriz de renombre (aunque Odette Joyeux está perfecta), parecería que Gréville ha perdido parte de su identidad. ¿En sus otras películas, el carácter descuidado de la anécdota (descuidado o anárquico) lo empujaba a superarse, a compensar las carencias de la historia con hallazgos visuales? Aquí, la sucesión de imágenes resulta sorprendentemente simple, como si Gréville recitara lecciones aprendidas de malos maestros. El cuento de Émile Zola es de una crueldad magnífica. Ya vimos lo que Baroncelli consiguió con «Rêve», apostando por la sencillez. Gréville no podía haber encontrado un personaje más idóneo que Thérèse, quien, siendo un ángel para los demás, es un demonio para sí misma. Amante de su amigo de la infancia, Pierre Colombel, lo mata porque él amenazaba con contarlo todo y, apoyándose en el amor de un criado, Julien (por fin un gran papel para el excelente Roger Blin, prácticamente el único en su carrera cinematográfica, más volcada en el teatro), lo convierte en su cómplice, haciéndole cargar con el crimen a cambio de… una noche de amor, que Julien rechaza. Honesta, Thérèse grita la verdad, pero sus padres, e incluso la Madre Superiora del convento donde se educó, la tachan de fantasía y la desprecian. Finalmente, se casa con el conde de Véteuil, a quien no ama, mientras que Julien es arrestado. Es inevitable pensar en Douce, rodada tres años antes, y no solo por Odette Joyeux: las mismas relaciones entre criados y amos, la misma problemática, el mismo final pesimista. Pero aquí Gréville sale perdiendo: con esta película ha caído en todos los vicios del cine francés de los años cuarenta: caricaturas de los personajes secundarios, maniqueísmo, frases de autor (aunque algunas son realmente brillantes o divertidas). Y, sin embargo, la película permanece en la memoria, quizá por la fuerza del tema, por Odette Joyeux y Roger Blin, y también por algunos momentos de gran acierto visual.




Paul Vecchiali (En "L'encinécloplédie", 2010)

viernes, 7 de febrero de 2025

Le plaisir (Max Ophuls, 1952)

Estas tres confrontaciones del placer con el amor, con la pureza y con la muerte, para retomar los términos del narrador, constituyen una de las películas más brillantes de Ophuls y una de las cuales en donde ha alcanzado la perfección de su arte, como en "Letter From an Unknown Woman" y "Madame de". Interpretando libremente a Maupassant, Ophuls da a cada una de las tres historias un tono mayor que reaparece en menor en las otras dos: melancolía en la primera, ironía y júbilo en la segunda, tristeza mórbida en la tercera. Todos estos tonos y todas estas historias conducen inexorablemente a esa gravedad a la cual, en el universo de Ophuls, el hombre no puede escapar, incluso si ha pasado toda su existencia rehuyéndola. En el plano del estilo, "Le Plaisir" representa "la ideal conciliación del impresionismo francés y del barroco germánico" (Claude Beyle). Se observará de paso que ni el pleonasmo ni la redundancia estropean este estilo, sino que al contrario lo enriquecen. ¡Qué más mala idea a priori que hacer describir por el narrador lo que se ve tan bien representado en la pantalla! Y sin embargo, de esta manera, la película nos emociona doblemente, por su relato verbal y por sus imágenes. La técnica particular de Ophuls —movimientos de cámara incesantes e interposición de objetos y de partes del decorado entre esta cámara y los personajes— va aquí más lejos que nunca en la aplicación de sus elecciones. Particularmente en la descripción de las actividades de la Casa Tellier, vistas únicamente desde el exterior del decorado y desde detrás de las ventanas. ¿Cómo justificar esta elección? ¿Y por qué justificarla? Aquí, capricho y genio, artificio y necesidad, se juntan. Se puede decir solamente que Ophuls aparece como una suerte de Asmodeo púdico. La interpretación obedece a la regla de oro que se había fijado de una vez por todas Ophuls: poner grandes actores por todas partes y hasta en los más pequeños papeles. A este respecto, la secuencia de la decepción de los clientes de la Casa Tellier es particularmente regocijante. Los diálogos: es preciso apreciar su economía y esa selección juiciosa practicada en el texto de Maupassant, donde son más abundantes y tienen una función mucho más narrativa. Se enriquecen en Ophuls de añadidos admirables como la frase final de que la felicidad no es alegre. El semi-éxito de la película, de crítica y de público, fue decepcionante para Ophuls y sus admiradores. A continuación, los cine-clubs y las salas de arte y ensayo repararon un poco las cosas. Se murmuró en la época que, si Ophuls no se hubiera obstinado en poner la historia más negra al final y hubiera terminado con "La Casa Tellier", el público hubiera visto la película de otra forma. ¿Pero hacía falta, para complacerle, estropear la arquitectura de conjunto de la película, con los dos sketchs más cortos encuadrando el panel central? Ahí también, capricho y genio, tan bien casados, se ríen de toda crítica.


Jacques Lourcelles. "Dictionnaire du Cinéma — Les Films". 1992