lunes, 26 de mayo de 2025

El héroe más divertido sobre un escenario (entrevista a Chaplin)

El señor Chaplin me estrechó las manos y me dijo: «Llevo en Essanay Studios quince minutos y no sé nada de nada». Había oído que Charles Chaplin había llegado a Essanay de Chicago y me di prisa por conocer las nuevas comedias que se suponía iba a crear aquí. Me encontré con un hombre más bien guapo, con pelo azabache, ojos castaños, que me miraban con tal seriedad, que yo pensaba que no se relacionaban ni remotamente con los de un comediante. De hecho, aunque lo había visto en muchas comedias, no lo habría reconocido.

Me imaginaba un hombre de unos cuarenta años, alto y con una expresión cómica. Es pequeño y a duras penas sonrió durante la media hora de entrevista. Se toma su trabajo tan seriamente como cualquier banquero el suyo.

No portaba ninguna joya. Ningún alfiler de corbata, ningún anillo ni reloj; nada de ornamentación. Creo que, al menos, habrá pagado quince dólares por su traje, aunque yo no me atreví a preguntárselo. Pero me dijo, con un guiño en los ojos, que nada más llegar había sido insultado gravemente por un periodista que lo reconoció, en el primer minuto que pisó Chicago.

«A mí no me importan nada los trajes», me dijo, «pero, cuando salí del tren, un periodista le dijo a su compañero: mira a éste, se mete ciento cincuenta mil billetes en el bolsillo al año y tiene la pinta de un vagabundo».

Cuando le pregunté por la historia de su vida, me pareció, por la expresión de su cara, que estaba perdiendo el tiempo.

«Hay poco que contar», dijo, «nací en un suburbio de Londres hace veinticinco años. Acabé en los escenarios porque no tenía otra cosa mejor que hacer y no conocía otro negocio. Mis padres son gente de teatro y todos mis antepasados también, tan atrás como puedo conocer del árbol familiar. Prácticamente nací sobre un escenario.

»Comencé mi carrera sobre los escenarios a los siete años, cuando hice aparición en un baile en un teatro de Londres. Entonces, aparecí en una obra de Horatio Alger, al estilo de rags-to-rickes ("de la pobreza a la riqueza"). Más tarde dejé los escenarios para permanecer en un colegio —en el Hern Boy's College, cerca de Londres— durante dos años, hasta que, de nuevo, me atrajeron las candilejas.

»Estuve con la compañía de Charles Frohman de Londres durante tres años e interpreté a Billy en Sherlock Holmes. Vine primero a Estados Unidos con Fred Karno, en la comedia Una noche en un music-hall inglés.

»Hace ya bastante tiempo que a alguien se le metió en la cabeza que yo podría hacer comedias cinematográficas y aquí estoy. Sí, estoy comenzando un nuevo modo de hacer comedias, que creo batirá a cualquier otra cosa hecha antes.

»La primera vez que me vi en una pantalla estaba decidido a abandonar. No puede funcionar, pensé. Luego lo consideré de nuevo y me dije: "Hasta aquí hemos llegado". Pero, con gran extrañeza para mí, algunos juzgaron que la película era un puntazo. Yo había pensado siempre trabajar en el drama y fue la sorpresa de mi vida cuando comencé con todo este tema de la comedia.

»Yo sé, ahora, por qué mi comedia es buena, si me disculpa por decir esto, pero no sé cuándo empecé. En cierta ocasión, iba en un tren de San Francisco a Los Angeles y me encontré con un conocido. Me dijo, cuando nos bajamos: "Quiero llevarte a ver una comedia en el cine". Cuando la vimos, me vi ahí en la pantalla y me dijo: "El protagonista estaba loco de remate, pero puede expresarse a través de la comedia". No me reconocía realmente. Loco como un zorro, como los estadounidenses dicen, pero tengo la voluntad de hacerlo mientras pueda no tener que ingresarlo en un manicomio y pueda mantenerlo sobre un escenario».

Cuando le pregunté al señor Chaplin acerca de qué era una comedia, puso una cara larga, larga y seria.

«Realmente se trata de un asunto serio», me dice, «aunque no debe ser tomado seriamente. Todo suena a paradoja, pero no lo es. Es un estudio serio sobre los personajes; es un estudio duro y difícil; pero para que una comedia sea un éxito, debe parecer fácil, espontánea y que no pueda ser asociada a la seriedad.

»Yo ideo la trama y estudio los personajes íntegramente. Es por esto que sigo al personaje que quiero representar durante kilómetros, o me siento y lo vigilo mientras trabaja, antes de intentar imitarlo. Por ejemplo, hace poco representé a un barbero. Fui y me corté el pelo, cosa que no soporto. De hecho me lo dejé crecer hasta que los chavales se rieron de mí por la calle. Entonces, me sometí a esa carnicería, a ese sacrificio.

»Así que me fui a una barbería repleta de gente. Mientras esperaba mi turno, vigilaba los gestos del barbero. Los estudié con exactitud para copiarlos. Luego, lo seguí hasta su casa; era un buen andarín y recorrimos tres millas, pero quería conocer cada uno de los detalles de su personalidad.

»Con la imagen en mi cabeza, me puse ante la cámara sin la menor idea de lo que hacer. Intenté dejarme llevar. Yo era el personaje que estaba representando y probé a actuar como previamente pensaba que el personaje debía actuar, bajo las mismas circunstancias.

»Usted puede comprender que, mientras la cámara está rodando, no hay mucho tiempo para pensar. Hay que actuar en el momento. En apenas cien metros de película no hay tiempo para vacilaciones.

»De este modo, creo que se puede ser más espontáneo que estudiando con detalle todos los aspectos de antemano. Eso, en mi opinión, es fatal. Hace que la película resulte artificiosa o poco natural.

»De hecho, la naturalidad es el requisito más importante de la comedia. Debe ser tan real y verdadera como la vida. Creo absolutamente en el realismo. Las cosas reales atraen a la gente con más rapidez que lo grotesco. Mi comedia es como la vida misma, con pequeñas variantes o exageraciones, puede decirse, pero que son hechos que podrían ocurrir en cualquier momento, bajo ciertas circunstancias.

»La gente quiere la verdad. En el corazón humano, por unas u otras razones, hay amor por la verdad. Se debe dar la verdad en la comedia. La espontaneidad ha de golpear la verdad nueve veces de cada diez y yerra donde con frecuencia el trabajo meticuloso no existe.

»Pero hay un lugar y un tiempo para cada cosa. Aun en las comedias de payasadas hay arte. Si un hombre pega a otro, de un cierto modo y en un momento psicológicamente adecuado, es divertido; si lo hace en un momento anterior o posterior ya no es lo mismo. Siempre hay una causa por la que se desencadena una risa. No obstante, ejecutar un truco inesperado donde el público espera una secuencia lógica puede echar abajo la casa. Igual no funciona.

»Son las pequeñas cosas las que causan las risas. Las travesuras peculiares, las pequeñas acciones son las que producen los éxitos.

»La comedia cinematográfica está aún en su infancia. En los próximos años espero ver tantas mejoras que usted difícilmente reconocería la comedia actual».

Entrevista realizada por Victor Eubank en 1915.

Publicada en “La soledad era el único remedio : conversaciones con Charles Chaplin”, edición de Kevin J. Hayes. Confluencias, Almería, 2014.

martes, 13 de mayo de 2025

Im Lauf der Zeit (Wim Wenders, 1976)

Un fugitivo profesional y un fugitivo circunstancial recorren la frontera entre las dos Alemanias.

Luego de tropezar casualmente, rodando la carretera, un reparador de proyectores de cine (y proyeccionista ocasional) y un pedagogo expatriado al sur en crisis vital intiman provisionalmente.

El recorrido se mantendrá apartado del Ruido y el Kapital, por los parajes menos apetecidos y alcanzados por el orden público: pueblos pequeños y fríos, y campo propicio a la depresión y la desolación. Entrañable espacio.

El anverso del tema es el resquicio de la aventura, la rendija de la aventura, la aventura menoscabada de nuestro siglo y civilización: el viaje. El reverso del tema es la soledad de quienes, por sensibilidad o incompetencia cívica, deben alistarse forzosamente a corredores de fondo. La soledad aparece aquí con sus dos semblantes: el de la compañía llevadera, discreta y tolerante, y el de asaltante nocturno intolerable.

¿Qué sitio y circunstancia fijos son habitables para una razonable apetencia de una mediana porción de felicidad compartible? Esta pregunta se repite en los dificultosos papeles de Malcolm Lowry, Ignacio Aldecoa, Fernando Pessoa y Scott Fitzgerald —dejando correr la imaginación al pasado—, y en las bobinas nerviosas de La pradera sin ley (Vidor), The Misfits y Fat City (Huston), todo Ray y En el curso del tiempo. «Busca tu refugio» es el mejor consejo que jamás me han dado, pero a lo largo del «curso del tiempo» voy convenciéndome de que el mejor refugio y la intemperie son la misma cosa. En el curso del tiempo es una de las mejores películas que se hayan rodado sin codicia y con ambición. Y al igual que la mayor parte de las grandes películas, no tiene desenlace.


Manolo Marinero

Crítica aparecida en Diario 16 en 1978.

lunes, 12 de mayo de 2025

Stroheim / Renoir

ERICH VON STROHEIM: MI PRIMER ENCUENTRO CON JEAN RENOIR

Entre todos los realizadores que he conocido en el curso de mis diversas tribulaciones, he apreciado a algunos y he adorado a uno. He adorado a D.W. Griffith como puede adorarse a quien os lo ha enseñado todo, aquel que os ha vertido, sin reservas, el néctar de su genio. Fue el más grande de su tiempo: no es ésta una opinión personal; todos aquellos que trabajaron con él dicen lo mismo que yo. Pero hay otro hombre hacia el cual he experimentado, desde el principio, una irresistible simpatia:Jean Renoir.

Había sufrido ya no pocos encontronazos, a consecuencia, de celos mezquinos o incluso de odios bien ostentosos. En consecuencia, temblaba mientras esperaba a mi futuro director, en el despacho semiamueblado que la sociedad que preparaba en aquel momento La gran ilusión había previsto para nuestra entrevista. Oí unos pasos en el pasillo; la puerta se abrió; una pesada silueta, acusada por las ropas demasiado amplias, se encuadró, obstruyendo la entrada. Soy incapaz de describir este rostro; diré, simplemente, que sus ojos me impresionaron: no son bellos, pero sí de un azul brillante y de una inteligencia aguda. Un segundo más tarde, este hombre estaba a mi lado y me estampaba,en cada mejilla, un sonoro beso. Ordinariamente, no aprecio gran cosa las excesivas señales de afecto. Incluso diría que detesto los apretones de mano demasiado largos cuando proceden de personas de mi sexo y, sin embargo, devolví, sin la menor vacilación, este inhabitual testimonio de cordialidad. Después, Renoir me cogió por los hombros, me alejó para verme mejor; finalmente, comiéndome con la mirada, me expresó, en alemán, cuánto le había gustado lo que ya había hecho y qué contento estaba de verme trabajar a su lado (dijo: a mi lado, y no: para mí). No había ya necesidad de grandes palabras; había comprendido, sabía que todo marcharía bien. Unicamente me sentí muy desgraciado al pensar que no podría devolverle el cumplido, dado que, por desgracia, no había visto ninguno de sus films. Pero testimonié calurosamente mi alegría por trabajar con él.

Nos pusimos a charlar y me sentí muy feliz al constatar que conocía muy bien mis films e incluso se acordaba, con una precisión mucho mayor que la mía, de algunos de ellos, que yo había olvidado perfectamente. Pero estábamos allí para hablar ante todo de La gran ilusión y de mi papel. Había leído un primer esbozo de guión y me proponía —soy incorregible— hacer algunas tímidas sugestiones. Pero ahora sabía quién era Jean Renoir y las precauciones no eran ya pertinentes. Este hombre no podía temer lo que almas más estrechas toman como un crimen hacia la propia personalidad. Podía hablar como un hermano, sin subterfugios. Él mismo no intentó ganar tiempo, provocar una ocasión adecuada para oponer un "no", más o menos velado, a mis avances. Entró en el tema con un entusiasmo que me hizo venir las lágrimas a los ojos. Acababa de darme un placer desconocido desde hacía años.

Todo el trabajo que hice con Renoir correspondió a la imagen de esta primera entrevista: cordial. No conozco a otro hombre tan dueño de sus nervios. Lo comprobé cuando rodaba, en Haut-Koenigsburg, las escenas más importantes de La gran ilusión. Todo parecía coaligarse contra él, incluso Dios, dado que comenzó a nevar en medio de una escena y nevó tanto tiempo que Renoir tuvo que modificar el guión a fin de justificar este chaparrón intempestivo.

Durante cinco días y cinco noches, Renoir trabajó con obstinación. El sexto día, el sol salió de entre las nubes y, en menos de una hora, la nieve se derritió. Un impresionante número de metros de película resultaba, así, inutilizable. Renoir no se inmutó y, con voz tranquila, se contentó con organizar un pequeño convoy de naftalina, escayola y ácido bórico. Después, esperó tranquilamente a que llegara a su destino.

Su paciencia es extraordinaria. Sin alzar la voz, da órdenes una y otra vez hasta conseguir el máximo rendimiento. Su cortesía para con todos los que trabajan con él me parece tanto más sorprendente en cuanto yo mismo soy incapaz, sea cual sea la lengua en que hable, de decir tres palabras seguidas sin un taco.

Jean Renoir hubiera sido igualmente un excelente diplomático, porque tiene más finura y habilidad en su dedo meñique que cualquier otro profesional en lo que llaman su cerebro.

Publicado en Cinémonde, número de Navidad 1937.

***

JEAN RENOIR: HOMENAJE A VON STROHEIM

Por supuesto, hay muchas anécdotas sobre Stroheim y, cuando él aún vivía, me divertían. Ahora que no está ya entre nosotros, las he olvidado. Cuando pienso en él, le veo como un bloque. Me es imposible separarlo de su obra. Para mí, las anécdotas sobre Stroheim son las acciones de los personajes llenos de vida que proyectó sobre la pantalla. Es el banquero de La Viuda alegre, emocionado por el calzado de la aventurera irlandesa; es el dentista de Avaricia tocando el acordeón para su novia sobre una conducción de alcantarilla. Yo experimentaba un asombro constantemente renovado ante este ser completamente concebido para la invención dramática. El cine estaba allí, a su alcance, en el mismo momento en que le entraba la comezón de contar sus historias; adoptó el cine e hizo de él su lenguaje. Y esto hasta tal punto que olvidó todos los otros lenguajes. Hablaba cine como un chino habla el chino. Y no utilizo esta comparación por casualidad, ya que, al evocar a Stroheim, resulta imposible no admitir que, pese a su apariencia fácil, el cine exige una iniciación. La memoria de Stroheim está ahí para recordárnoslo. Para la mayoría de espectadores, Avaricia es un simple melodrama. En algunos otros films, como La Viuda alegre, Stroheim maquilló su lenguaje secreto y le dio la sonoridad de un lenguaje corriente. Lo esencial de sus películas, incluso de sus grandes éxitos, sólo ahora puede ser aceptado sin restricciones. Toda manifestación artística válida es esotérica. Los hombres —o, más bien, ciertos hombres— tardan años en descifrar la escritura cuneiforme, años en leer a Cézanne, años en reconocer a Vivaldi. Y no hay razón alguna para que las cosas vayan más rápidas en el terreno del cine.

Como ocurre con todos los genios, el radio de acción de Stroheim superaba el útil que la suerte había colocado entre sus manos. De nacer cien años antes que el cine, hubiera sido un novelista o un músico, pero hubiera encontrado el medio para decirnos lo que tenía en la cabeza. En su caso, lo importante radica en que el mundo de sus películas es creación exclusiva suya. No debemos considerarle como voluntariamente abstracto. A menudo, los grandes artistas son abstractos sin saberlo. Creen sinceramente estar haciendo el trabajo de simples copistas. Creen que se limitan a registrar los fenómenos del mundo que les rodea, cuando realmente absorben lo esencial, lo básico, y lo entregan al público enriquecido con su propia personalidad. Finalmente, esta verdad del artista es la que se impone a la historia y se convierte en la auténtica verdad. La América de Avaricia, al igual que la Europa Central de La Viuda alegre, quedarán como las auténticas expresiones de la historia y de la geografía de estos países a primeros de siglo. Dado que, si bien es cierto que el medio construye a los hombres, es igualmente cierto que el papel de los grandes hombres es el de construir el mundo.

Tras cada uno de mis numerosos encuentros con Stroheim, los detalles de nuestra conversación se han borrado de mi mente y en mi recuerdo guardo tan sólo la impresión de un cautivo encadenado a su destino. Esta es la suerte de los creadores. Se convierten en esclavos de su creación. La muerte de Stroheim, ciudadano de un mundo surgido de su imaginación, se adecuó a las reglas que él había imaginado. Su destino, aunque de su invención, escapaba a su control y lo impelía hacia un paraíso tan alejado de Schoenbrunn como de Hollywood o de París. En este paraíso, sus oficiales de uniformes blancos le esperaban, valseando gravemente bajo el llanto de violines irreales.

En "Contracampo" nº 3 (junio de 1979)

viernes, 9 de mayo de 2025

Interlude (Douglas Sirk, 1957)

Las grandes productoras de Hollywood poseen, dentro de su estilo y características propios, una predilección por determinados géneros en cuyo tratamiento alcanzan por lo general un estimable nivel: por ejemplo, el western Warner, el musical Metro o el melodrama Universal, etc. Los realizadores bajo contrato en estas compañías deben respetar siempre los estándares impuestos en estos géneros; fórmula discutible por cuanto no favorece mucho la inspiración, ni mucho menos la renovación. Pero no se trata de hacer arte, sino simplemente comercio. Lo curioso del caso es que algunos realizadores consiguen demostrar ab absurdum la bondad del procedimiento; no sólo logran sublimar estas convenciones, sino que a través de ellas se forjan un estilo y llevan a cabo una obra personal, tan personal como la que harían si fueran independientes. El preciosismo de Minnelli pongamos por caso, no sería posible fuera de la Metro, ni los melodramas de Douglas Sirk tendrían sentido fuera de la Universal.

Habiendo cultivado toda clase de géneros, Sirk se ha limitado en los últimos años a filmar horribles novelitas románticas con resultados —¡oh, sorpresa!— unas veces excelentes (Tiempo de amar, tiempo de morir), otras buenos (Escrito sobre el viento, Imitación a la vida y ahora Interludio de amor). En estos films Sirk no hace trampas: respeta siempre todas las convenciones del género y no retrocede ante los efectos más melodramáticos. Y, contra toda lógica, sus obras tienen un clima muy personal e incluso adquieren un carácter trágico que envidiarían más de cuatro cineastas de primera categoría. ¿Por qué?


El secreto de Sirk —si queremos llamarlo así— reside exclusivamente en su notable capacidad de estilización, tanto en lo que se refiere a la dirección de actores como a la puesta en escena propiamente dicha. Los personajes de Interludio de amor —como todos los de sus films— pueden reír, llorar, amar, pero nunca ríen, lloran o aman de una forma real —como, por ejemplo, en los films de Rossellini—; Sirk no ofrece nunca más que una imagen estilizada de la alegría, el llanto o el amor humanos. Los actores son integrados en la puesta en escena como las piezas de un mosaico, no hallando su expresión más que a través del conjunto plástico —color, decorados— al que pertenecen. Por ejemplo, la primera aparición de Marianne Cook es su reflejo en el piano que toca Rossano Brazzi; cuando corre al lago para suicidarse es una simple mancha blanca en el verde del prado y el azul del agua. Ésta es quizá la gran limitación de Douglas Sirk. La estilización impuesta por Sirk nos lleva más allá de la verdad o de la falsedad; lo que importa es la fusión de todos los elementos de expresión al servicio de un clima dramático definido plásticamente —la merienda en el campo y la huida hacia el Mercedes rojo cuando comienza a descargar la lluvia—, la importancia y la significación que cobran una expresión, unos gestos banales —el paño negro con que el ama de llaves cubre una jaula junto a la habitación de la enferma—, etc., el misterioso atractivo de algunas imágenes —la primera aparición de Marianne Cook— (lo mismo que las hojas arrastradas por el viento de Escrito sobre el viento, el cadáver que llora o los rostros alucinantes de los prisioneros rusos de Tiempo de amar, tiempo de morir o las «lágrimas» de Imitación a la vida). El dinamismo, la belleza, la integración de todos los elementos en un conjunto coherente (de la cual un Torre Nilsson, por ejemplo, tendría mucho que aprender) hacen olvidar la fragilidad del punto de apoyo y dan al film un tono muy personal y difícil de definir. Esta es la gran fuerza de Douglas Sirk.

Desde esta perspectiva se comprende la naturaleza de los temas que filma Sirk; ellos le permiten la estilización irreal que le interesa, y que estaría fuera de su alcance en un contexto realista. Su origen danés y su formación en el cine mudo alemán explican quizá este carácter un tanto fantasmal de sus cintas: tan fantasmagórica resulta la Salzburgo de Interludio de amor como la Norteamérica de Escrito sobre el viento, films que se podrían decir filmados sobre el aire. Quizá esto se debe también a que Sirk es probablemente el último representante del romanticismo en el cine; Interludio de amor, film romántico sobre unas premisas y conclusiones manifiestamente antirrománticas, es una buena prueba de ello: la joven americana es una chica superficial y un poco tonta, el director de orquesta un ser despreciable y los americanos y sus organismos culturales resultan anacrónicos en la vieja Europa, cuando no estúpidos. El estilo de Sirk morirá con él porque en una época como la actual el romanticismo ya no tiene sentido; Antonioni es quien hoy nos ha dado el tono para hablar del mundo de los sentimientos. Cosa que no impide, sin embargo, que en los films de Sirk haya talento o inspiración. Sirk no es ningún genio, pero demuestra poseer en sus obras más inventiva y sensibilidad que muchos que intentan vanamente camuflar su carencia de ellas refugiándose en temas “ambiciosos” como Zinnemann, Ritt, Delbert Mann y tantos otros. Interludio de amor podría ser fácilmente el mejor film alemán del año.

José Luis Guarner

En Film Ideal, nº 76 (julio de 1961)

lunes, 5 de mayo de 2025

Hitler's Madman (Douglas Sirk, 1943)

Realizada durante el verano del 42 en ocho días, rodada en pequeños decorados, esta película impresionó tanto a la M.G.M. que la compró bajo el título de Hitler’s Hangman (El verdugo de Hitler), ya que Lang aún no había rodado Hangmen Also Die (Los verdugos también mueren). La M.G.M. hizo que Sirk volviera a rodar algunas escenas (véase la entrevista) y la estrenó bajo el título Hitler’s Madman (El loco de Hitler). Las escenas que hoy vemos en el palacio debieron desarrollarse, sin duda, en una habitación del hospital, donde una joven se había arrojado por la ventana. Así desaparece una rima importante, y nunca sabremos si salimos ganando con el cambio.





Esta película guarda cierta relación con Atila, el rey de los hunos (Sign of the Pagan), realizada por Sirk en 1954. Una cosa une estas dos películas: la oposición entre religión y barbarie, ambas entendidas en el sentido más común de esos términos. Sirk está demasiado apasionado por lo irracional como para iluminar a sus personajes a través de su historia y de los valores espirituales o morales en los que creen, como lo hace Ford. Lo que aparece en esta película es la violencia de los impulsos, ese fondo antiguo, claro u oscuro, de naturaleza religiosa: Heydrich, interpretado por John Carradine, a quien rara vez se ha visto tan sutilmente malvado y que aquí se libra de la caricatura presente en la versión langiana, es ante todo una fuerza salvaje. Ante esa fuerza salvaje (que es una elección estética de Sirk dentro del marco de su película), se percibe, no hace falta subrayarlo en los diálogos, que «solo la violencia ayuda donde reina la violencia», y la demostración de lo que Kant afirma por boca del profesor se realiza cinematográficamente ante nuestros ojos: a través del impulso que Sirk imprime a sus planos y al desplazamiento brutal de su actor. Pero si el guion es particularmente lineal, si el bien está de un lado y el mal claramente del otro —premisas de toda una estrategia (precisamente del orden de la creencia religiosa, y no en absoluto de la fe) que fundamenta ese melodrama que Sirk hará más sutil y más rico cuando lo arraigue en el humus social—, si los personajes carecen de matices, los movimientos de las pasiones (represión y revuelta) y las acciones que se derivan conservan una solidez indiferente a la moral, sintetizan todas las sutilezas de un recorrido psicológico, para ejercer sus efectos en el espacio de la tragedia. Heydrich es constantemente odioso y, sin embargo, en tanto que personaje trágico, se le hace justicia. Cuando, moribundo, desespera por seguir viviendo y rechaza sus reflejos hitlerianos (escena para la cual estamos subrepticiamente preparados por el cambio de actitud de la esposa del alcalde, que ha perdido a sus hijos), ya no es más que un hombre atrapado, como los demás, en la condición humana —no en el sentido del hombrecillo entrañable gracias a algún pequeño detalle, del tipo “los calcetines rotos de Hitler que nos lo hacen tan cercano y humano”, sino en este sentido: un hombre puede ser al mismo tiempo el tirano más sanguinario y parecer —dentro de la transposición estilizada que permite una película—, durante un segundo, con ese aire de locura y deseo de vivir que tiene justo antes de morir, semejante a aquellos que él mismo envía a la muerte. Heydrich rozando la comprensión de lo que sienten aquellos a quienes destruye y volviendo inmediatamente a ser él mismo, es decir, una bestia sanguinaria, eso es lo que John Carradine debe transmitir y transmite efectivamente en su rostro, en sus ojos desorbitados, en su voz de repente transformada. Es la esencia misma de la tragedia, con todo lo que está en juego, lo que encuentra su expresión cinematográfica absoluta. El fluir del tiempo y las formas de un cuerpo se desgarran mutuamente. Esta agonía, cuya preparación imposible ha sido el objeto de toda la película, cuyo espectáculo debe apaciguar nuestra sed de justicia y venganza, prepara además, por medio de la sugerencia del exterminio de los habitantes del pueblo, a la opinión pública estadounidense, ya moldeada por otras «ficciones del odio», para la entrada en guerra contra Alemania, esta agonía, verdadero clímax (akmé) de la película, afirma (sin caer en esa complacencia por la relación verdugo-víctima, cliché novelesco que fue en su día ferozmente combatido por Rivette en un artículo memorable sobre Kapo de Gillo Pontecorvo, y que todavía hoy encanta incluso a aquellos que se creen y proclaman liberados de las convenciones del cine americano) que el cine tiene una vocación hacia una objetividad, toda ella relativa y frágil. Tal objetividad no significa neutralidad y solo se despliega realmente en el seno de fuertes contradicciones. Sirk lo logra por otros caminos que Ford, pero con una misma tonalidad: el desgarramiento. Y, en Hitler’s Madman, esa objetividad relativa, que implica la posible ayuda de la violencia («solo la violencia ayuda donde reina la violencia»), se acompaña, en el ámbito de lo absoluto, del sentimiento de lo irremediable.

Jean-Claude Biette

En “Cahiers du Cinéma” n.º 293 (octubre de 1978)

*Traducción realizada con ayuda de la Inteligencia Artificial